Quiero huir de tu lástima, y tropiezo
con mis zarzas de miedo
y con mi nido
de alegrías dormidas, y desgarro.
Has tendido
tu sonrisa en piedad a mi costado,
y te quedas
a mirarme ceder, sombra inclinada
como un tronco crujido
de castigos.
Quiero huir de tu lástima, y tropiezo
con mis zarzas de miedo
y con mi nido
de alegrías dormidas, y desgarro.
Has tendido
tu sonrisa en piedad a mi costado,
y te quedas
a mirarme ceder, sombra inclinada
como un tronco crujido
de castigos.
Desde mi ángulo diurno de cordura,
no recordaba cómo,
llegué flecha, a disparar del arco.
Fue la herida de penetrar la noche,
que me llamó a encontrarme.
Se miraba mi boca
en un roto cristal crecido a espejo.
Con voluptuosa, medida muerte lenta, comencé,
como un junco, vergonzoso de luz bajo la brisa,
a declinar, y hallé hermoso contarme, derramando.
Y querer merecerme; de veras merecerme.
Revisar mis dispersas escrituras,
mi palabra, revisarme el sollozo,
la garganta,
auscultarme el latido, desollarme,
revisarme las venas, las arterias.
todo el complejo existencial
que asumo.
Revisar mi conducta, mis proyectos,
lo soñado, ensoñado,
lo vivido,
conformarme de nuevo, aun no inscripta,
sin visión, sin recuerdo, sin mentiras,
sin verdades ocultas, temerosas,
sin impulsos,
sin deserción, sin este yo
impreciso.
Un gris limpio, monótono, inasible,
en este día de lluvia
y cielo enfermo,
el corazón del agua está soñando
con bandadas de pájaros
de vidrio,
y en la rama otoñal, junta la ausencia,
luces mojadas, y voces
de aluminio.
Y la lluvia sonríe, canta dentro
del cristal que me habita
y repercute
sobre un suelo ya antiguo
en otras lluvias, y otras tardes miradas
desde lejos.
Mi ventana de ver el mundo, abierta,
y mi puerta a algún náufrago,
descubro
que no hay puertas,
que nunca hubo ninguna
para abrir, ni cerrar; que estuve afuera.
De un bosque donde crecen
nomás
cunas, mi madre
cortó un columpio dulce,
maduro para el tiempo primero
de mi infancia.
Juntó flores de luna dormidas
en el agua, mi madre
y me las trajo,
con un azul silencio
robado de algún sueño de río
a ser mi canto.
He de irme, dejando,
mi ruego de piedad por los rincones,
con mi pobre voz quebrándose y con mi cansancio,
en alguna noche
en que la luna llena se vuelque por mi cuarto.
Silenciosamente
y con la brisa última que aliente de mis labios,
apagaré mi lumbre
y saldré despacio, dispersando en el aire
los besos que me queden
para tanta criatura que no ha besado nadie.
Lluvia, hoy no te siento.
Hoy no eres nada
mas que agua vertical.
Apenas si te escucho
golpear el pavimento
y llamar con tu clave
sobre mi ventanal
Lluvia, hoy no eres nada
para mi desaliento
nocturno y abismal.
Cómo quisiera despertar cantando.
Pero amanezco, en cambio,
dolorida
de no haberme quedado en ese espacio,
en ese tiempo de morir prestada.
Una isla no inscripta en ningún mapa,
una célula enferma de ignorancia,
un asfixiado mundo en miniatura,
una avanzada humanidad triunfante,
en clarines y hogueras
homicidas.
Mínimamente y esencial, quería
su hora de amor.
Como Dios la suya de creación,
como Luzbel la suya
de maldad.
Unica, que le configuraría, recién,
definitivo. Terminar de hacerse,
clausurar ese estar abierto,
y arriesgado a cualquier
final.
El fósforo,
en la temblorosa
manecita sucia,
enciende la hoguera
de un cohete travieso.
Chispas…
Chispas…
Chispas…
conmueven las latas,
y agitan y avivan
la carne yacida
de un suelo de sombras.
Una madre mustia
de trabajo y miedo,
y un padre que fuma, que escupe
y blasfema.
Te ofrezco la serena
languidez de mi pena,
la tristeza que acaso
no di a nadie a mi paso.
El supremo pecado
En virtud sublimado.
Agua clara en el jarro
que es mi cuerpo de barro
un ciclón hecho brisa
por tu sola sonrisa.
No pondré mis zapatos, buen Dios,
quiero que sepas,
que creo en ti de veras.
Tú sabes bien, si es cierto
que estás en todas partes,
que sin manos unidas
y sin hincarme al suelo,
contigo cuento siempre
y en ti, vuelco mi gota
de acíbar
ya crecida.
Toda mi angustia tuvo la forma de un zapato,
de un zapatito roto, opaco, desclavado.
El patio de la escuela… Apenas tercer grado…
Qué largo fue el recreo, el más largo el año.
Yo sentía vergüenza de mostrar mi pobreza.
Hubiera preferido tener rotas las piernas
y entero mi calzado.
Entonces,
ciega y sorda, me abrazo a la poesía.
La aprieto contra el pecho,
la muerdo, la trituro,
me prendo a sus dos manos,
hundo en ella mi grito,
me aniño en su regazo,
sollozo en sus rodillas,
y encuentro que me acoge
piadosa a su ternura,
se adhiere a mi tristeza,
me entrega
gota a gota, su sangre, me amamanta,
me acuna, me adormece,
y en sueños,
poesía madre, le elevo mi plegaria.
Necesito entonces,
adherirme a la tierra,
prematuramente, descalza por el campo,
sentándome en los troncos quebrados y caldos,
ya casi horizontales al sitio
de sembrarme.
Me duele esa piel ruda, vegetal, mal herida,
y deslizo despacio por ella
hasta la hierba.
Sueño que llueve y que me estás queriendo.
Cielo en congoja, mi corazón deshace,
y deshaces con él; lluvia tú mismo
me transcurres lento;
yo me dejo llevar por los canales
inundados de hojas
y de pasos
y un crujido me llora desde el hueso.
Tienes algo de montaña…
A tu lado me he sentido leve y me he creído blanca.
Sin reparo te he mostrado mis llagas
y a tu cumbre nevada a veces traje barro,
y hecha pedazos mi alma.
Y he vuelto siempre limpia, y he vuelto siempre sana.
Tiemble tu corazón antes de hacerlo.
Vas a juzgar.
No olvides, que hay un dolor de siglo
en cada hombre,
y una causa anterior , a lo querido.
Cuando pongas tu pesa en la balanza,
Suma en piedra
la parte que nos toca.