Tras un hombre que amé en la primavera
se marchó mi vestido, enamorado.
Él me abrazó diciendo «vuelvo pronto».
La flor que me dejó arrugó mis manos.
Mi chal de Cachemira se llevó
quien me acostó a la sombra del verano,
y mudó a sus mejillas mi color,
y la sal de sus besos a mis labios.
Te celo de las niñas imposibles,
rostros de brasa y lágrimas de nieve.
Me encuentras a tu madre parecida,
y de razón mudable cuando llueve.
Te quiero y tú me quieres, mas no basta,
ni esta promesa de quererse siempre.
O sea, entrecierra las vistas parada-sentada 100 años
como abuela huilliche atizando la llama.
Así el color de la memoria
será un retrato desvaído de la in-memoria,
un borrón afiebrado un cuento
de revoltura entre vivientes y finados tu cuento.
La bolsa de agua reventada para siempre
empapó a Adán y Eva o sea
a la autobiografía del hombre.
La bolsa de agua de la Santísima Virgen
chorreando desde la punta de los volcanes
bajó a empozarse
para que nacieran las hijitas del paraíso
las hijitas como yo, como tú, como
las pecadoras que somos
para que con esas mismas aguas de pariciones
nos laváramos los ojos empapados.
Soy como los animales:
presiento la desgracia en el aire
y no duermo sobre arenas movedizas.
Arriba siempre el viento
-desde el tiempo de los pañales mojados-
raspando la solidez de los cartílagos
mientras alguien
con mano sosegada escribe en mi cuaderno
cortas palabras de tristeza.
Te canto como si fuera a morir.
Esto quiere decir: me mato cantándote
y da pie para soltarle las polleras
a la metáfora, e hilar cosas preciosas
para la boca de una señorita.
Pero mejor, te contracanto
bajo las linternas enmohecidas
justamente a la entrada del invierno
donde mi guitarra quedó descabezada
en la bohardilla de mi casa de campo.
En el cielo
El sol mira para atrás
Porque tiene que llamar agua,
Y tú conoces las señales
Los sagrados olores de la tierra
Y empiezas a lustras tus botas
La escopeta del 16
Que el abuelo colgó en el comedor
En este otoño de su muerte.
Quien quiera saber lo que acontece
a las lluvias en marcha sobre la tierra,
véngase a vivir sobre mi techo, entre los
signos y presagios.
Saint-John Perse.
Esta es la casa
aquí la tienes con la puerta abierta
Aquí vivo
conjurada por la noche de campo
y los mugidos de las vacas
que van a parir a la salida del invierno.
O sea, pura clara, imitación de huevo completo,
huevo de utilería que nunca va a cuajar
sin pasión ni calentura de nido nunca.
Huevo de culebrón según la enciclopedia del campo,
desvanecido de alma mostrenco
huevo de entierro y luto
fin de huevo.
Te decía en la carta
que juntar cuatro versos
no era tener el pasaporte a la felicidad
timbrado en el bolsillo,
y otras cosas más o menos serias
como dándote a entender
que desde antiguamente soy tu cómplice
cuando bajas a los arsenales de la noche
y pones toda tu alma
y la respiración
perfectamente controlada,
por mantener en pie tus rebeliones
tus milicias secretas
a costa de ese tiempo perdido
en comerte las uñas, en mantener a raya
tus palpitaciones,
en golpearte el pecho por los
malos sueños,
y no sé cuántas cosas más
que, francamente, te gastan la salud
cuando en el fondo
sabes que estoy contigo
aunque no te vea
ni tome desayuno en tu mesa
ni mi cabeza amanezca en tu pecho
como un niño con frío,
y eso
no necesita escribirse.
Tengo los pies helados
y nadie va a llegar con calcetines de lana
a hacerme compañía
porque ayer me cruzó la lechuza
de sur a norte en el camino
y sobrevoló hasta la medianoche
-como buen pájaro agorero-
a dos metros de la camioneta roja
donde traía los víveres del pueblo.
Yo católica mestiza
minimalista y campesina.
Yo perrera y caballera de ombligo amarrado a
la telúrica madrecita tierna de
nunca acabar.
Yo de sesenta para arriba y para abajo
mes de corrido los Diez Mandamientos,
El Ojo (o-j-o) y la Pastoral de L.
Un día
uno sale a encontrar la muerte,
sin equipaje,
sin muda para la otra semana
con la única camiseta blanca
que quedaba
del tiempo de colegio.
Un día
uno se apura como malo de la cabeza,
como si tuviera que llegar
a todos los trenes
y saludar a medio mundo.
La cosa es saber sin abrir los ojos sólo al tanteo
si el huevo está producido o esta huero,
porque si está huero
seríamos nonatos yemas de culebrón
y el poema que estoy escribiendo
no se escribiría nunca, a no ser, que
el propio Resucitado empollara
y entonces:
creo en Dios Madre todopoderoso…
Las estrellas cuando mueren dejan un hoyo negro.
Los que amamos cuando mueren dejan un hoyo negro.
Pero si tú mueres y yo muero
no quedará un hoyo negro sino una astrología en
la carta cósmica una escritura tan elemental
que podrá ser leída hasta por los niños que no
saben leer.
Con cierta gente,
uno se siente incómodo
como cuando tiene arena en el espinazo
o un clavo en la bota
y busca la puerta de salida con urgencia.
Con otra gente,
uno estira las piernas -se afloja-
enciende un cigarrillo
lee un verso
se agarra de las mechas por ideas políticas,
habla del hijo que se engendró una vez
entre girasoles,
recibe un puñete de frente,
lo devuelve,
come pan
y duerme en la misma pieza.
Encinta de sol,
colmada de tu barro limpio y firme
vas trasmutando mi cuerpo
en viva flor que destila rocío tras tu ruta.
Vegetal,
el temblor de mis dedos
trenza cuencas azules
y transitan por tus ojos
leves hiervas de fiebre
y fértiles vagidos que me anuncian.
Yo pondré la esperanza, hermano.
Caerá en tu frente,
en tus axilas,
entre el músculo fuerte
y la coraza que te cubre las arterias.
Te nacerá entonces una rosa sobre el pecho
y volcará el horizonte su distancia
para juntar su infinitud silvestre con el cielo.
No supe que mi padre
tenía hojas en las manos,
hasta que verde vi
la plenitud lunar
de sus dedos
que troncharon, cotidianos,
la estrella -pan que nos alumbra
la boca y la garganta.
No supe de sus yemas jardineras,
hasta que florecí como llama angustiada,
anunciación, agua o frío,
como maíz o como miel tan sólo.
No te diré
de qué fibra está formado
el corazón que me sostiene:
me será más dulce decir
que lo tengo hecho de Ti,
de tu sonrisa,
y de las penas inmensas
que me llegan contigo…
(A los mártires de 1962)
Marzo, tilitante responso
viejo y ensombrecido clavel.
¡Qué multitud de ojos desgarrados
reflejan aún tus amapolas!
¡Qué avalancha de voces
hace rugir la delgadez callada de tus ríos!
¡Cuántas sombras errantes hieren
tu adorada canícula de siglos!
Estoy aquí
-mirando sin mirar-
a las niñas que suspiran
por mecerme en sus brazos
renovando el sarcasmo
de las cortas ideas y los largos cabellos
y sin embargo la fábrica
no me dió las lágrimas
ni la ira
para llorar con ellas
esta afrenta de siglos.
En nuestros templos
habita el paraíso
profundo y claro
en la oquedad que dejan
los besos
y el temblor de espasmos milenarios
el fuego es apenas un roce
en la curva del tiempo
un trecho recorrido
en algas,
tibiezas y recuerdos.
¿Dónde
si no en el beso,
encontraremos la orilla redentora?
Leve espada
anida y combate
compartiendo la savia
que deviene en torrente.
Uva frugal.
Ayuno de antiguas plenitudes.
Agua y jugos
humanamente turbios
coronan
sin laureles
la puerta vital del paraíso.
Todo lo dulce y amargo
brotó de un solo instante:
tiempo espacio
sacrificados
al día que llegaba entre cenizas.
Visión, su luz, para vivir.
Cerrazón, su luz, para no saber vivir
sino atada a las manos
que escribieron la primera
y la última palabra.
En sus manos,
en mi piel, Edipo vuelve.
Niño casi
levanta la mirada
y aspira polen
de lunas renovadas.
Hombre casi
tiembla y solloza
hundido en terrenales simas,
desconocidos fuegos.
De sus ojos
a mis pies, Edipo resucita.
Si intentaras abarcar
con la mirada
toda la tempestad
que nubla mis sentidos,
tú -pequeño dios errante-
dudarías entre el llanto
y la rabia
de tus ojos vencidos.
Y acaso,
náufrago indeciso,
querrías compartir mi tempestad,
en este universo donde el calor
y la furia de mis besos,
te dejaran -apenas-,
sensación,
olor,
quietud de olvido…
No puedo saber
si tu muerte
hirió la arena y el musgo
del pasado.
Ávido,
te cubriste de tiempo
con una espada
de odios y silencios.
Cardo tu corazón,
hiel tus ojos,
filo enhiesto y amargo
las manos
que apretaron la sal,
de tus playas
y el surco
de tus lágrimas tardías.
Caes,
caigo
en el abismo
de una lágrima:
agua que no es agua.
Sal que no admite lo salobre.
Trémula ¿de dónde llega?
¿Hacia dónde alza
su breve bastión de tiempo ido?
¿En qué iris descompone
su color, su forma vieja
de cristal y olvido?
La tarde se tiñó de pájaros,
fue preñándose de plumas…
La vi alzarse
profunda como una campanada.
Pero fue quedándose quieta,
tornándose lejana:
se borraron las plumas,
su tintura de pájaros
fue muriéndose toda…
Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego…
Pido a tus manos todopoderosas
¡su cuerpo excelso derramado en fuego
sobre mi cuerpo desmayado en rosas!
La eléctrica corola que hoy despliego
brinda el nectario de un jardín de Esposas;
para sus buitres en mi carne entrego
todo un enjambre de palomas rosas.
¿No has visto descender desde la altura
de la montaña, entre tupidas lianas,
dos fuentes de agua pura
que al llegar a la paz de la llanura
se buscan y se abrazan como hermanas?
Separadas nacieron, separadas
bajaron por los recios peñascales
como si en vez de alegres camaradas
se dijese que fueran dos rivales.
Voy atado a la vida como bestia a la noria,
pisando, a cada vuelta, sobre mi propia huella,
sin nada que me diga de un canto de victoria
y viendo en el espacio brillar la misma estrella.
Un día -cualquier día- yo sentiré la extraña
sensación de que se abre este círculo estrecho,
sentiré una luz nueva que mi pupila baña
y un grito de aleluya brotará de mi pecho.
En la altiva y vetusta catedral de Toledo,
en la puerta que se abre por el lado de Oriente,
he visto una cariátide que, al decir de la gente,
de un hereje famoso era vivo remedo.
Cuando la lluvia cae por entre el fino enredo
de los frisos que adornan esa mole imponente,
una gota resbala sobre la faz doliente
y, al llegar a los ojos, se detiene con miedo.
Soñé que en las instancias de mi ruego
tu amor me prometiste enamorada,
y al brillo de la luz de tu mirada
para siempre quedé tu esclavo ciego.
Al estrecharte entre mis brazos luego
hiciste alarde de la fe jurada,
y con tu boca ardiente y perfumada
me contagiaste tu pasión de fuego.
Este otoño que en ser galante insiste,
este otoño angustiado de promesas,
quiere alegrarse y sin embargo es triste
y me engaña otra vez cuando me besas.
Este otoño es cruel, verja florida,
por dentro es sombra, vencimiento, nada.
Yo no quiero los mármoles
ni una estatua como esa
que en aquel parque me enseñaste, en tanto
me hablabas de la joya de una tienda.
Yo quiero algo más hondo,
más tuyo, más eterno:
¡yo tan sólo quisiera
vivir en tu recuerdo!
Gringos, gringos, gringos… Negros, negros, negros…
Tiendas y almacenes, cien razas al sol.
Cholitas cuadradas y zafias mulatas
llenan los zaguanes de prostitución.
Un coche decrépito pasa con turistas.
Soldados, marinos, que vienen y van,
y, empantalonadas, las caberetistas
que aquí han descubierto la tierra de Adán.
Un recuadro de amanecer
en un taller en la falda de la colina
dio a estas estrofas
su zancuda forma.
Si mi oficio es bienaventurado;
si esta mano fuera tan
esmerada, tan honesta
como las de su carpintero,
cada marco, resuelto
en sus ángulos, se haría
eco de esta construcción
de madera sin pintar
como las consonantes, volutas
salidas de mi cepillo de carpintero
en el criollo fragante
de su veta natural;
desde una mesa de caballetes
se enroscarían a mis pies,
ces y erres, con raíz francesa
o africana occidental
de un rico dialecto,
nunca leído
pero ligero sobre la lengua
de su senda nativa;
pero los árboles se acercan
a mi cordel calibrado
en forma de tablas biseladas
de pino sin pintar,
como el murmullo de la caracola,
la exhalación de la madera refresca
la memoria con su aroma;
bois canot, bois campêche,
siseando: Lo que quieres
de nosotros nunca podrá ser,
tus palabras son inglés,
es un árbol diferente.
En la grava del riachuelo
empiezan las suaves guturales,
en el valle, un perro mestizo
que ladra una negra vocal
emite óvalos que se desvanecen;
junto a un puente de hierro rojo,
trabajadores con palas
rastrillan asfalto borboteante,
cada áspero chirrido
trae hasta esta altura
una lengua que hablan,
pero no saben escribir.
Mediodía. Las secas cigarras gimen
como los pedales oxidados
de la máquina de su madre,
de repente se detienen. Pétalos de lima
vuelan a la deriva como retales
en el silencio hilvanado;
como el polen, su abundancia
es su provisión.
Al oeste de las estrofas
escritas por el amanecer,
las plantaciones de plátanos responden
a su luz; por encima,
un halcón que describía círculos
con mi corazón en su pico
hasta el borde del mundo,
lo trae de vuelta
al puente que se desvanece,
al río que se revuelve
en su lecho, al risco
donde regresa el árbol
tras sus lecciones, tarde.
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón.
De esta aldea, empapada como un trapo gris en agua salada,
llegó un lenguaje guarnecido de conchas marinas,
con una sombra de bayas en sus axilas
y codos como flexibles remos. Toda ceremonia comenzaba
en las vaguadas, los estercoleros, los funerales al alba y el ocaso
a los que asistían los cangrejos.
Dado que la peluda ortiga, la bifurcada mandrágora y la maligna
seta, la baba de sapo o el afilado y espinoso erizo
son, por su naturaleza, venenosos, no deberíamos dudar de
lo que murmuran haber visto con sus ojos de luna los mariscadores de
caracolas.
Recuerdo las ciudades que nunca he visto
exactamente. Venecia con sus venas de plata, Leningrado
con sus minaretes de toffee retorcido. París. Pronto
los impresionistas obtendrán sol de las sombras.
¡Oh! y las callejas de Hyderabad como una cobra desenroscándose.
Haber amado un horizonte es insularidad;
ciega la visión, limita la experiencia.
No tenía dónde registrar
el avance de mi trabajo
salvo el horizonte, ningún lenguaje
salvo los bajíos en mi largo paseo
hasta casa, por lo que extraje toda la ayuda
que mi mano derecha pudiera aprovechar
de las algas cubiertas de arena
de lejanas literaturas.
(Para George Odlum)
Una palada de mirlos
salió disparada desde el borde de la carretera
y la memoria trinó retrocediendo
más allá de la estremecida apisonadora
que asfaltaba el camino
este amanecer a través de Roseau
hasta la fábrica de azúcar, que rugió
al detenerse, y del eco cada vez más amplio
de la caña, cuando solían cultivarla
en este dulce valle;
entonces, desde las flechas de las cañas,
salieron disparados los mirlos, andanada
tras andanada de acólitos,
convirtiendo todos los días en domingo
tras la huelga.
He construido un jardín como quien hace
los gestos correctos en el lugar errado.
Errado, no de error, sino de lugar otro,
como hablar con el reflejo del espejo
y no con quien se mira en él.
He construido un jardín para dialogar
allí, codo a codo en la belleza, con la siempre
muda pero activa muerte trabajando el corazón.
Marea de mi corazón
déjame ir
en las ligustrinas
como un insecto o como la
misma ligustrina en el rumor
en el rasante
vuelo de las
golondrinas alrededor
de los aleros en la música
minimal donde se hunde
mi vecino mientras tapiza
con golpecitos los respaldos
de las sillas en el sol
rasgado por la brisa
no ser lo otro
lo que mira.