Gracias, compañera, por haber
rescatado mi corazón cautivo
en la maldita región de la bruma,
acaso solitario vicio de mirar por el ojo de una caverna,
gracias por esta ventana abierta al viento,
por esta victoriosa amapola,
por esta palabra ahora cobijada
y ayer apenas flotando, sin tregua y sin mañana,
como un tronco viejo deriva debajo de la esperanza.
Porque ahora este mundo que habito
(acaso también el tuyo y el de todos)
es una pequeña sala
en la que solemos conversar sobre el diario quehacer del sueño,
sobre el siempre necesario bálsamo
del verso y la lluvia y la primavera,
en torno
a esa colectiva pregunta cotidiana que nos ocupa
y a la que damos respuesta día y noche
quizá absueltos o condenados,
dispuestos a ser cada uno, según nuestra propia corona de espumas
o escorpiones, los felizmente jóvenes del porvenir
o, simplemente, incrédulos fantasmas
de que éste exista de veras.
Porque en este prodigio
que en mí has obrado,
oh ingenuidad
nunca parecida y siempre perdurable,
retornan todas las fábulas
de la infancia: que si dios creó al perro
para enamorar con su ladrido a la luna,
que si el viento
para sostener, en vilo, el corazón de la mariposa,
que si la luz
para que brillase, como una punta de alfiler,
en el frutal asomo
de una lágrima tuya, hermosa compañera culpable de tanta tontería.