Me asombran las hormigas que al ir vienen
tan seguras de sí que me dan miedo
porque están donde van sin más preguntas
y aunque asomos de vida son perfectas
si minúsculas máquinas que saben
el dónde y el adónde que les toca
y a la muerte la ignoran como a nada
si no fuese tan útil instrumento
con que hacer de lo inerme nueva vida.
Poemas de Eliseo Diego
Este silencio,
blanco, ilimitado,
este silencio
del mar tranquilo, inmóvil,
que de pronto
rompen los leves caracoles
por un impulso de la brisa,
Se extiende acaso
de la tarde a la noche, se remansa
tal vez por la arenilla
de fuego,
la infinita
playa desierta,
de manera
que no acaba,
quizás,
este silencio,
nunca?
No solo el hoy fragante de tus ojos amo
sino a la niña oculta que allá dentro
mira la vastedad del mundo con redondo azoro,
y amo a la extraña gris que me recuerda
en un rincón del tiempo que el invierno ampara.
La eternidad por fin comienza un lunes
y el día siguiente apenas tiene nombre
y el otro es el oscuro, al abolido.
Y en él se apagan todos los murmullos
y aquel rostro qua amábamos se esfuma
y en vano es ya la espera, nadie viene.
1
Cómo llevar a las palabras
la sensación, el roce de tu mano
por vez primera entre la mía.
Su forma frágil, delicada,
su ser, su estar en mí, su suave entrega.
«Esta es la mano, en fin, de tu muchacha»,
me dices no sé cómo, mientras siento
«esta es la mano de la niña mía».
Un pájaro en lo alto,
en lo más fino
del árbol alto,
un tomeguín
nervioso, breve, tan liviano
como un soplo de luz,
está cantando
su propia levedad,
la maravilla
de su increíble ser
su pura vida
minúscula, perfecta, iluminada.
-¡Ahora nosotros somos buenos
y ustedes malos!
Y los niños,
desde la cima blanca
de la mañana,
todos,
buenos y malos,
se hunden en el fuego
purísimo
-ya espléndidos
-gritando.
Salta el rey, y los bastos cerrados
lo acometen brutales. Los oros
van huyendo en la vasta llanura.
Y ha caído la sota funesta
junto al buen caballero. La parda
extensión se ilumina, destella
con el rojo de infancia, y el verde
memorable y veraz, y los hondos,
los soñados azules de infierno.
Caperuza del alma, está en lo oscuro
el lobo, donde nunca
sospecharías,
y te mira
desde su roca de miseria,
su soledad, su enorme hambre.
Tú le preguntas: ¿por qué tienes
esos ojos redondos?
Y él responde,
ciego, para mirarte
mejor, llorando.
por selva oscura…
Un poema no es más
que una conversación en la penumbra
del horno viejo, cuando ya
todos se han ido, y cruje
afuera el hondo bosque; un poema
no es más que unas palabras
que uno ha querido, y cambian
de sitio con el tiempo, y ya
no son más que una mancha,
una esperanza indecible;
un poema no es más
que la felicidad, que una conversación
en la penumbra, que todo
cuanto se ha ido, y ya
es silencio.
Venid, amigos, a la fiesta mía,
a donde el campo grava el sol de rojo,
campo mi sangre en que mi vida acojo,
árbol mi sangre en que se encarna el día.
Pues mi casa renace en alegría
y el diario pan su eterno sol ofrece,
criaturas de mi sueño que os merece,
venid, amigos, a la fiesta mía.
Voy a nombrar las cosas, los sonoros
altos que ven el festejar del viento,
los portales profundos, las mamparas
cerradas a la sombra y al silencio.
Y el interior sagrado, la penumbra
que surcan los oficios polvorientos,
la madera del hombre, la nocturna
madera de mi cuerpo cuando duermo.
Dirán entonces: aquí estuvo
la sala, y más allá,
donde encontramos los fragmentos
de levísimo barro, el sitio
del calor y la dicha.
Luego
vendrá una pausa, mientras
el viento alisa los hierbajos
inconsolables; pero
ni un soplo habrá que les evoque
la risa, el buenas tardes,
el adiós.
Pules y pules, ves, el duro verde
hasta que al fin brota. Le has querido
forma de pétalo.
(Más tarde
alguien, sagaz, dirá: el hacha
tiene forma de pétalo.)
A solas
pules y pules en la luz de octubre
hasta que asoma el alma de la piedra
en un hoy sonriente.
El general a veces nos decía
extendiendo sus manos transparentes:
«así fue que lo vimo aquel día
en la tranqula lluvia indiferente
sobre el negro caballo memorable».
Suavizaba la sombra del alero
su camisa de nieve irreprochable
y el arco duro del perfil severo.
Juega el niño con unas pocas piedras inocentes
en el cantero gastado y roto
como paño de vieja.
Yo pregunto:
qué irremediable catástrofe separa
sus manos de mi frente de arena,
su boca de mis ojos impasibles.
Y suplico
al menudo señor que sabe conmover
la tranquila tristeza de las flores, la sagrada
costumbre de los árboles dormidos.
1
EL sitio donde gustamos las costumbres,
las distracciones y demoras de la suerte,
y el sabor breve por más que sea denso,
difícil de cruzarlo como fragancia de madera,
el nocturno café,
bueno para decir esto es la vida,
confúndanse la tarde y el gusto,
no pase nada, todo sea
lento y paladeable como espesa noche
si alguien pregunta díganle
aquí no pasa nada, no es más que la vida,
y usted tendrá la culpa como un lío de trapos
si luego nos dijeran qué se hizo la tarde,
qué secreto perdimos que ya no sabe,
que ya no sabe nada.
Pero mañana,
cuando las viejas barran a conciencia
el poco de hoy que queda en las colillas
por todo el ancho espacio desolado
donde no hay nadie nunca: ¿importará
el trueno de la gloria o el silencio
del papel arrugado en una esquina
bajo el polvo de ayer?
Ésta es otra elegía, pero
dedicada a un hombre desagradable,
vecino mío, que nunca
quiso saludarme.
No sé, por tanto, cómo se llamaba.
Cara de limón, cara de perro malo,
jamás se rebajó a mirarme
siquiera. Vivíamos
los dos en la misma calle.
Enrosca el gato su delicia
de sí sobre sí mismo, duerme
de su principio a fin, secreto.
En tanto
esboza la penumbra disidencias
de cazuelas y potes, resistentes
al imperio del sueño.
Cae el mundo
por el filo del agua, gruñe
para sí el fuego, pero el gato
lo ignora:
permanece
sencillamente, inmune
a memoria y olvido, a salvo
en la delicia de su ser
-perfecto.
Como quien toca con un dedo
la punta fría del agua,
mareándose de sólo
su transparencia demasiada,
me he puesto yo a mirar
el no ser infinito que me aguarda.
Los soldados de plomo
están apenas en su caja
y entre la dicha y la tiniebla
no queda sino el filo de la lámpara.
Esta mujer que reclinada
junto a la borda inmóvil de su casa
soporta con las manos arrugadas
el peso dócil de su tedio,
sólo escuchando el tiempo que le pasa
sin gracia ni remedio.
Esta mujer, desde la borda
blanca de su balcón, que el patio encierra,
mira correr, ansiosa y sorda,
la estela irrestrañable de la tierra.
El piano al mediodía, solo,
de álamo en álamo la música,
de resol en penumbra,
no se levanta, no remonta,
se cae del ala, pía, la música,
vuelve otra vez, anhela,
sube, sube, de pronto
la dicha cruza en una ráfaga,
tropieza con la luz,
no puede,
tiembla, quisiera
ser, la música.
Hacia el final de la escalera
te has dado vuelta: en el vacío de abajo
el viento solitario hace
las veces de trajín, y la penumbra
está sucia de olvido. Pero arriba,
en el piso de arriba, el cúmulo
de inútil sueño aguarda.
Hiere el perfil de la Madona
su delicada perfección lastima
los ojos insaciables; ella
no tiene culpa: es ella, la muchacha,
la que borda la luz, la que sonríe
junto al pozo del año, frágil,
menuda hija del vecino
de siempre, sólo ella; pero,
ligeramente vuelta, ladeada
no más un poco hacia la gloria,
el otro
le roza el pelo, se le aparta
si ella lo mira, se hace música
para el dibujo de las manos: hiere
su transparencia, su piedad lastima.
Afuera está el escándalo
del sol,
y la garganta
de la cal desollada que responde
bramando de terror:
la zarabanda
maníaca de la luz
-la quema grande.
Y adentro, fresca, la penumbra
como un baño de paz
-agua del bosque
de la eterna delicia-
la penumbra
en que tu aguja salta
-leve
pececillo de lumbre
y a la tela
vuelve otra vez
iluminándonos
a Bella
El que tenía costumbre de poner las manos
sobre la mesa blanca junto al pan y el agua,
traje rugoso de fervor y alpaca,
y aquella su esperanza filial en los domingos,
ya no conmueve nunca el suave pensamiento de la fronda
con el doblado consejo de su paso.
Casi no roza la palabra
siquiera el borde de la luz
bajo la sombra de los mangos.
Todo
está inmóvil ahora, como a salvo
del tiempo que se va
-sesgado, a oscuras-
por el secreto de tus venas.
Habiendo llegado al tiempo en que
la penumbra ya no me consuela más
y me apocan los presagios pequeños;
habiendo llegado a este tiempo;
y como las heces del café
abren de pronto ahora para mí
sus redondas bocas amargas;
habiendo llegado a este tiempo;
y perdida ya toda esperanza de
algún merecido ascenso, de
ver el mar sereno de la sombra;
y no poseyendo más que este tiempo;
no poseyendo más, en fin,
que mi memoria de las noches y
su vibrante delicadeza enorme;
no poseyendo más
entre cielo y tierra que
mi memoria, que este tiempo;
decido hacer mi testamento.
La muerte es esa pequeña jarra, con flores pintadas a mano, que hay en todas las casas y que uno jamás se detiene a ver.
La muerte es ese pequeño animal que ha cruzado el patio, y del que nos consuela la ilusión, sentida como un soplo, de que es sólo el gato de la casa, el gato de costumbre, el gato que ha cruzado y al que ya no volveremos a ver.
Un patio de la Víbora
donde la sombra crece hasta el silencio
en árboles y hierbas y amarguras
y llagas del adobe, tiene
también palmeras de otro mundo
grabadas en el aire quieto.
Salir al patio, entrar en el aroma
ruinoso de los años, es un poco
viajar al otro extremo de la vida
y estar como no estando,
en la penumbra
de donde todo viene, adonde
todo se va, por fin, a ser silencio.