Bajo la tela de la noche
y sus linternas diminutas.
La puerta abierta.
La remetida claridad del cuarto
tras las ventanas.
La humedad en reposo de la tierra.
Y el ruido de unos pasos en la grava
que anuncian tu llegada,
tu saludo abstraído,
tu calor.
Poemas de Jordi Doce
Huraña luz de enero, aún recuerdo
tu resplandor sin nadie,
el frío del azul en la garganta,
el aliento helador con que el silencio
salía a recibirnos,
la equívoca extensión del alba
camino de la escuela y el desmonte,
entre zanjas y charcos al azar
que contenían otro cielo
hecho de fugas, ráfagas, reflejos,
como un río se esconde bajo tierra
y la cruza o devora,
aguas de claridad tumultuosa,
secretas desazones que atraviesan los años
y bañan, emergidas, otro enero, otro invierno,
mientras vago sin rumbo
por las calles de Sheffield, y descubro,
o creo descubrir,
bajo la tela cárdena del día,
la misma luz, la misma sombra huraña,
como una geometría
de aristas y vacíos que ordenara
el ladrillo locuaz de las fachadas,
el hormigón cubierto de verdín de los muros,
el asfalto de los aparcamientos
donde pasea el niño que fui, que soy aún,
rumbo a no sé qué escuela
de la que nadie nunca me avisara.
Cruzan el patio las palomas.
Se cuelgan del alféizar, gorgotean,
van y vienen por la penumbra
con sus plumas raídas y su insolencia terca.
Palomas de ciudad,
vestidas del hollín que respiran,
sirvientes del tendal y la basura.
Las odio cordialmente desde mi ventana,
busco espantarlas, cuelgo plásticos,
pero es inútil.
La mano escribe para no morir.
O cuenta el mundo en sílabas contadas
para decir: aquí termina el mundo,
fuera impera la noche
y el frío de la noche,
el lento gotear de las estrellas
y su terco silencio impenetrable.
versión de un poema de Ted Hughes
Donde no había nada
alguien dispuso un lago amedrentado
Donde no había nada
hombros de piedra
se abrieron para sostenerlo
De las estrellas vino un viento
descendió al agua olió el temblor
Con ojos cerrados, con manos
enlazadas
los árboles
se ofrecieron al mundo
El brezo se encogió, asustado
Nada no hay nada
hasta que una gaviota
Rompe
escapa
De la nada a la nada:
un rasguño en la tela
Ojalá que la noche sea esto únicamente:
la pesada respiración del mar
como un animal torpe y hechizado,
un pañuelo de cuentas negras bajo tu frente,
la dulce sensación de estar a la deriva
contigo, de espaldas a la ciudad,
turbados por el pulso de un amor
que es siempre recomienzo.
No hay tiempo en el instante del asombro,
sino el cruce tal vez de muchos tiempos,
baraja ensimismada en un abismo
con fondo en el imán de lo indecible.
Hacia esa lumbre miran tus palabras.
Hacia esa tea que sostiene, alerta,
el ávido crupier de los sentidos.
En la noche, tu mirada abolida
espía entre juncales de negrura:
no acepta de las sombras
su indiferencia, su aparente
estar ajeno a quien
las mira. Piensa
como piensa el mirar, absorto
bajo los párpados
si es nada lo que no ve, o si nada
son sus ojos porque no ven.
(McLean Hospital, 1953)
Puedo sentir el mar, o un fondo de campanas.
El ruido de gaviotas me reconforta, alivia
mis ataques. De vez en cuando una enfermera
ajusta la almohada o despliega las sábanas
hasta que siento un peso en mi barbilla
y no hay frío.
Quien extravió la vida al recrearla
con secreta pasión, al hilo de palabras
que forjaron, tal vez, su limpio emblema,
vuelve a mirarte desde su cansancio,
donde la luz evita esas pupilas
que un antiguo fulgor encaneció.
El premio es la ceguera, el abandono.
El grajo que reposa en esta página
el mismo que ha graznado en tantas otras,
profetizando noches, carencias, desengaños
no tiene constancia de su rango:
el frío del norte enciende su instinto
al azar por los caminos del aire,
pendiente de los hitos del insecto y la semilla.
El vuelo de esta avispa
en el azul del aire, contra un fondo
de cipreses y falsas
columnas medievales, mientras Paula
desanuda con paso
azorado el jardín
y advierte fugazmente cada tronco,
la trama ensimismada
de setos y empedrados,
viene tal vez
de muy lejos, de un tiempo
anterior a los tiempos que recuerdo,
cuando el simple existir
de las cosas
se imprimía en los ojos
con limpieza, y el vuelo recto
y absorto de la avispa
era tan sólo acción y asombro,
humilde acontecer
como este fondo azul
que afirma a los cipreses
de repente crecidos,
igual que ahora Paula
con andar más tranquilo
se acerca hasta sus troncos
y levanta los brazos
(niña avispada)
respondiendo feliz a su saludo.