Hoy dejé la ciudad mientras dormía.
Sé que no he de volver, y ella lo sabe.
Tal vez, pasado el tiempo, todo acabe
por ser tan sólo el sueño en donde huía
la sombra vertical de un mediodía
cuya imagen conservo como un grave
ciprés que va a caer.
Hoy dejé la ciudad mientras dormía.
Sé que no he de volver, y ella lo sabe.
Tal vez, pasado el tiempo, todo acabe
por ser tan sólo el sueño en donde huía
la sombra vertical de un mediodía
cuya imagen conservo como un grave
ciprés que va a caer.
El ángel de pasión dejó tu casa
con un desorden tal que no sabías
por dónde comenzar: copas vacías,
ceniza por doquier. Y su amenaza
rotunda de carmín: “En la terraza
te aguardo. Un beso. Adiós”. Tú conocías
la forma de cumplir sus profecías.
El tiempo que fue siempre tu enemigo
se detuvo en tu imagen. Ya eres esa
chica de calendario, la princesa
sin fábulas, el ángel que consigo
colgar de cualquier nube. De oro y trigo
la luz ensortijada en tu cabeza,
la arena que se acaba en donde empieza
la línea de tu sexo.
He vuelto a releer aquellos versos
que hablaban del amor y que leímos
la noche que ardió Troya y nos perdimos
al fondo de sus negros universos.
He oído en cada página los tersos
acentos de tu piel donde creímos
haber bebido al sol en sus racimos
y al mar que reflejaba en sus diversos
murmullos nuestro ascenso al precipicio.
para Martha Iga
La manera de peinarte desnuda
ante el espejo húmedo del baño,
de apresar en la palma tu cabello
para escurrir el agua y agacharte
en medio de palabras que no entiendo;
el acto de secar tu piel, la forma
de sentir con las yemas una arruga
que ayer no estaba, o de pasar la toalla
por la pátina oscura de tu pubis;
el modo de mirarte a ti contigo
tan cerca y tan lejana, concentrada
en una intimidad que a mí me excluye,
son gestos cotidianos de sorpresa,
ritos que desconozco al observar
las mismas ceremonias que renuevas
al calor de tu cuerpo y que dividen
un segundo en partículas: espacios
donde la vida expresa su sentido
posible y que se afirman al peinarte
desnuda en las mañanas, como un fruto
que yo contemplo por primera vez.
Tienes que detenerla
–dijo. Su voz temblaba
con pasión. Me gustaba
aquel temblor; el verla
actuar así, tenerla
cerca mientras mudaba
su gesto, confortaba.
Tienes que detenerla
–insistió. Ya es muy tarde,
no lo puedo evitar
–le respondí–, no hay nada
que hacer.
Ella besó en la rosa
(su nombre fue una espina
brutal y femenina)
la imagen de otra rosa
grabada en una losa
de mármol, cristalina.
La luz era más fina
y al tacto, tan hermosa
como la flor que ardía
sin pausa en su memoria.
Las jóvenes diosas, nocturnas
apariciones (ropa oscura,
plata quemando sus ombligos)
en la cadencia de la pista,
comenzarán a despintarse
con la premura de los años,
los problemas, quizá los hijos
que no tienen aún. Ahora
miran tus ojos con un claro
desprecio (ya tienes cuarenta)
y piensas en ciertas palabras
de Baudelaire que les darías
como si fueran frutas tuyas
(si al menos se acercaran), si
supieran quién es el poeta.
para Amalia Bautista
Lo más original no fue el pecado
ni la ira de Dios, ni la serpiente,
sino aquella oración que se dijeron
al salir al exilio, temblorosos
con el sexo cubierto por vergüenza:
‘amor no soy de ti sino el principio’.
Se despertó al oír un ruido
a sus espaldas, un murmullo
de frondas embozado. Abrió
los ojos y rozó en silencio
sus brazos recogidos entre
la nervadura de la sábana.
Qué sucede, por qué no duermes
–le preguntó mientras el alba
ya era otra forma en los espejos.
Calculaste al detalle cada paso,
sutil, desde hace siglos. Finalmente
tu esposo está de viaje y tus pequeñas
se fueron a dormir con sus abuelos.
Así que ahora estás sola y con euforia
te has vuelto a maquillar y te has vestido
de negro riguroso y perfumado
tu mínima porción de lencería.
En un libro de mi padre, leo
la frase: ‘A ti, que me estás leyendo’.
Es el título de una elegía
escrita hace dos siglos, o un hálito
de la soledumbre que ha subido
al lector imaginario desde
fuera de los círculos del tiempo.
Miras arder lo que ha quedado
en pie del último sendero:
la luna llena de otro enero
sobre la piel de tu pasado,
un mar que olvidas y ha olvidado
en su esplendor tu verdadero
rostro, la luz que fue primero
verbo y temblor en tu costado
y que hoy dejas partir a solas,
detrás del fuego.
Algo como un rumor que se despide
tiembla sobre el jardín, lleva las hojas
por la sombra del valle, nubes rojas
y pájaros arriba. Nada impide
su vuelo hacia el crepúsculo. Y el viento
trae junto a las súbitas estrellas
un polen de bondad, desiertas huellas
del mar en rotación, el crecimiento
de la tarde.
para Eugenio Montejo
Son siete contra el muro, de pie, y uno sentado.
Apenas si conservan los rasgos desleídos
por los años. Las caras resisten su desgaste,
aunque ya no posean los nítidos colores
que ayer las distinguieron. Entre libros y copas,
las miradas sonrientes, las manos enlazadas
celebrando la vida de plata y gelatina
se borran en el sepia de su joven promesa.
para José Emilio Pacheco
De nuevo abrió sus fauces calientes el Averno.
Vienen las pesadillas y el terror a morir
si el sueño al invadirlo se vuelve flama negra,
si al dormir se lo llevan a él, al lujurioso
lagar de los demonios.
La muchacha del cuadro
mira a la visitante
del museo. Son jóvenes
las dos de frente, y bellas
mirándose a los ojos
a través de los siglos
que urdieron el encuentro.
La muchacha de afuera
sonríe al contemplarla
como a una antigua amiga,
a un tiempo eterna y breve;
da unos pasos atrás,
murmura algo en latín
y busca en el bolsillo
el bulto que advirtió
inquieto un policía
al verla entrar.
(Homenaje a Chuang Tzu)
Anoche te soñé. Llevabas una
gabardina de piel, y abajo nada.
Era otoño y estabas empapada
de lluvia; caminabas en alguna
estación de Madrid hacia ninguna
parte. Detenías tus pasos, cada
tanto, para sentir azafranada
tu piel resplandecer ante la luna
de un espejo invisible donde había
un hombre que soñaba una mujer,
y una mujer semidesnuda, hermosa,
mojada en el orvallo.