Quinto

Y decirle: Acúsome, reverendo padre. Acúsome del descuido que os reveló
mi rostro, de la negligencia de mi velo en ocultar mi codicia. Acúsome del
lazo que tendí a los pies de vuestra reverencia, de la tela de araña emboscada, del grillete que aprisionó
vuestra mirada en mi sombra.

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Primero

Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Oh, Dios mío, tened misericordia de mí, pues
el enemigo ha conseguido entrar en la ciudadela; cautamente, ha derribado
hasta el último bastión, como cera ha fundido toda vigilancia y ha alcanzado mis ojos para asomar sus oriflamas
desde ellos.

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Ocho

A los pies de la cama, oí el ruido
y a mi grito aterrado se encendieron las luces
y el alforzado traje de abombado organdí
que desde ayer pendía de la lámpara
y el viso de rayón, y la enagua crujiente
de batista, y el ingrávido velo
ya no estaban.

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Nueve

No juegas ya conmigo, tan orgulloso estás
que más allá de ti no necesitas nada.
Tú observas incesante, sin embargo
te olvidas de que yo te soy tan parecida
que te describiría con la fidelidad
de un espejo: tan semejante a ti
que hasta podrías amarme sin temor a excederte.

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Notas para un blues

DO
lor por estar contigo en cada cosa. Por no dejar de estar contigo en cada cosa. Por estar irremediablemente contigo
en mí.

RE
cordar que mis monedas no me permiten adquirir.
Que mi deseo no es tan poderoso como para taladrar blindajes,
ni mi atrevimiento tan hábil como para no hacer saltar la
alarma.

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Momento IV

Y después, las arrugadas sábanas
por entre las baldosas serpentean;
los cajones volcados, vacíos los estantes
y roto el estilete tras obstinado estupro.
Mas si él tuvo la fruta del verano
y la ilusión de amor casi duró una hora,
quién fue el depredador y qué lo más valioso.

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Momento III

Y ese instante: la puerta traspasada
que se cierra apresando,
y el peligro contiguo y el abrazo inminente
pues la luz ha prendido por sorpresa la estancia
y una ajena presencia, radiante entre las joyas,
devuelven las vitrinas.
Y quizás la belleza sea sólo desconcierto.

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Momento II

Y la larga experiencia -femineidad rapaz
del ojo- ha descifrado en cierta boca triste
o impaciente ademán, o en traslúcida cera
de una carne vencida, al tasador más alto.
Lentos dedos resbalan, por la cadena, un dije,
del escote el confín, yerta gota cayendo,
amenazando al torso que se ahueca.

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Momento I

Y la música ardiendo, estallando,
araña es de cristal, o una bengala;
el limón sobre un vaso teñido de violeta,
vigilante; y el blanco pantalón,
que en medio de la noche resplandece,
arrogante y magnífico como un corcel de Uccello,
hasta la madrugada perseveran.

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Mi jardín de los suplicios

En el jardín secreto, bajo el árbol,
despacio, muy despacio, desataste mis trenzas
y luego, impetuoso, porque yo sentí frío
y terca me negaba, arrancaste mi ropa.
Con cíngulo de larga enredadera
la deslucida organza que sirviera de colcha
a la cuna común, experto me ceñiste.

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Los ojos de la noche

Terminando el rosario a nuestros dormitorios
subiremos donde el ángel maligno,
que quiere atormentarnos, nos espera.
La espalda en la pared, cuidando que las ropas
no escondan nuestros ojos mucho tiempo,
la fragante franela nos ha vestido al fin.
Y sabemos, tras el vuelo fruncido
del tibio cubrecama, quién se oculta.

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Llámame

Paraíso sin ti, ni imagino ni quiero
Julio Aumente

Yo aguardo la señal para reconocerte.
Cada noche, mientras tiembla el invierno
y abatida la lluvia se derrama
y el frío elige calles y restalla cordeles,
indóciles cabellos de pronto destrenzados,
yo aguardo la señal.

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Isolda

Si alguien sabe de un filtro que excuse mi extravío,
que explique el desvarío de mi sangre,
le suplico:
Antes de que se muera el jazmín de mi vientre
y se cumplan mis lunas puntuales y enteras
y mis venas se agoten de tantas madrugadas
en las que un muslo roza al muslo compañero
y lo sabe marfil pero lo piensa lumbre;
antes de que la edad extenúe en mi carne
la vehemencia, que por favor lo diga.

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Invitatorio

No te contemples en la muerte;
deja que tu imagen sea llevada
por las aguas que corren
Marcel Schwob

No hay cortejo comparable para ti,
alma melancólica, a esta multitud
de ecos silenciados, galería monótona
que la quietud repite y obstinada refleja
sus trastornados ritmos.

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Inconfesiones de gilles de rais

Es tan adorable introducirme
en su lecho, y que mi mano viajera
descanse, entre sus piernas, descuidada,
y al desenvainar la columna tersa
-su cimera encarnada y jugosa
tendrá el sabor de las fresas, picante-
presenciar la inesperada expresión
de su anatomía que no sabe usar,
mostrarle el sonrosado engarce
al indeciso dedo, mientras en pérfidas
y precisas dosis se le administra audacia.

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Hubo un tiempo

Hubo un tiempo en el que el amor era un
intruso temido y anhelado.
Un roce furtivo, premeditado, reelaborado durante
insoportables desvelos.
Una confesión perturbada y audaz, corregida mil
veces, que jamás llegaría a su destino.
Una incesante y tiránica inquietud.

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Festividad del dulcísimo nombre

Yo te elegía nombres en mi devocionario.
No tuve otro maestro.
Sus páginas inmersas en tan terrible amor
acuciaban mi sed. Se abrían, dulcemente,
insólitos caminos en mi sangre
-obediente hasta entonces- extraviándola,
perturbando la blancura espectral
de mis sienes de niña cuando de los versículos,
las más bellas palabras, asentándose iban
en mi inocente lengua.

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Exaltación de la preciosa sangre

Desvelado el espejo -dosel del costurero
saqueado- tantos dones magníficos
excesiva duplica.
Y, no obstante, sólo tiene su cómplice
e incitante señal la madeja encarnada.
Oh, tomémosla. Rasguemos las vítolas,
las hebras desprendiendo con esmero,
y en las tensadas palmas de tus queridas manos
laceolados estigmas bordaré diestramente.

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El más encantador instante de la tarde

El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito.

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El jardín de tus delicias

Flores, pedazos de tu cuerpo;
me reclamo su savia.
Aprieto entre mis labios
la lacerante verga del gladiolo.
Cosería limones a tu torso,
sus durísimas puntas en mis dedos
como altos pezones de muchacha.
Ya conoce mi lengua las más suaves estrías de tu oreja
y es una caracola.

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Diotima a su muy aplicado discípulo

El placer es el mejor de los cumplidos.
Coco Chanel

El más encantador instante de la tarde
tras el anaranjado visillo primorosa.
Y en la mesita el té
y un ramillete, desmayadas rosas,
y en la otomana de rayada seda,
extendida la falda, asomando mi pie
provocativo, aguardo a que tú avecines
a mi cuello, descendiendo la mirada
por el oscuro embudo de mi escote,
ahuecado a propósito.

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Demonio lengua de plata

Arcángel desterrado y refugiado en mi anhelo;
cada vez que la albahaca se movía
a mi vientre tu mano apuñalaba
y en el raudo abanico de luces y luciérnagas
o en la pared confusa, donde el enfebrecido
pájaro de la noche se cernía,
aparecías tú.

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Custodio mío

Salamandra es deseo
bebiendo en los topacios de un estanque,
en cielos de Giotto,
en las bóvedas húmedas de translúcida yedra.
Morera y vid se agotan en tu mano.
Es deseo caballo enloquecido
de temor bajo un raudal de agua,
cascada donde estalla el arcoiris,
desbaratada trenza entre piedras cayendo.

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Cuarto

Apoyar la frente enfebrecida en la nublada celosía del confesionario. Enumerar los inasibles recorridos de la serpiente. Buscar un nombre para hacer cada crimen discernible. Dibujar las noches; las llagas de las paredes
encaladas en la oscuridad, brillando; los colibríes enzarzados, enredando sus lenguas de pistilo bajo los rígidos almidones de mis tocas.

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Cuando mi hermana

Y cuando al jardín, contigo, descendíamos,
evitábamos en lo posible los manzanos.
Incluso ante el olor del heliotropo enrojecíamos;
sabido es que esa flor amor eterno explica.
Tu frente entonces no era menos encendida
que tu encendida beca*, sobre ella reclinada,
con el rojo reflejo competía.

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Creí que te habías muerto

Creí que te habías muerto, corazón mío,
en Junio.
Creí que, definitivamente, te habías muerto:
sí, lo creí.
Que, después de haber esparcido el revoloteo púrpura
de tu desesperación, como una alondra caíste en el
alféizar; que te extinguiste como el fulgor atemorizado
de un espectro; que como una cuerda tensa te rompiste,
con un chasquido seco y terminante.

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