Tal vez no sea en vano
la herencia de una llaga púrpura
el límite del miedo pintado en espejos enfrentados
lamiendo tus paredes interiores.
Mi abuelo repetía
‘Siempre hay que mirar
el lado bueno de las cosas’.
Son ciertas sus palabras.
Tal vez no sea en vano
la herencia de una llaga púrpura
el límite del miedo pintado en espejos enfrentados
lamiendo tus paredes interiores.
Mi abuelo repetía
‘Siempre hay que mirar
el lado bueno de las cosas’.
Son ciertas sus palabras.
Sobre la dura camilla
con una goma que rodea la cabeza y mantiene mi boca abierta,
después de haber sentido náuseas tantas veces,
el médico y la enfermera bromean sobre la forma
de mantener a una mujer sin emitir palabra.
El monitor en colores muestra imágenes
que semejan instantes
de la película ‘2001.
A Natalia
Por un hilo descienden las estrellas
hasta el río sin peces/
tus sueños van y vienen
entre noches y días/
la tierra grávida respira primavera.
Tus manos siembran fragancias
despedazan la muerte/
indagan temores infantiles/
hay un dios que se luce entre tus dedos.
Dentro de mí hay una fuente
Me estoy ahogando en ella.
El insomnio ha llegado. Siempre llega.
Aturde.
Se levanta como un fantasma gigante
cubre con su sombra lo que toca.
Fabrica pájaros de vidrio
se deja caer entre letras entrelazadas.
He sido la cautiva
de palabras hambrientas de justicia.
Pero no soy la única.
Los campos y el fondo del río
son calendario de huesos
de los sin miedo.
Hierba de utopía.
I
Amanezco entre nieblas de jabón perfumado
y visito los cuartos.
Allí el sueño espía entre dos pétalos pequeños
y una boca perfecta
sonríe
quien sabe a qué duende secreto y misterioso.
Y también aquel otro
donde la frente pálida
esconde sus abismos
caminos que suelen bifurcarse
y que huelen a hierbas.
El otoño está cerca
nadie calla las chicharras/
el mediodía se desliza en fuego
desde la espuma nacen lágrimas redondas
pequeños rubíes encendidos.
Ese grano de sal resuelve eternidades/
la pequeñez se derrama
diluvio de amanecer
cardumen que remonta la vida.
‘Hay momentos en que la vida es
una bruma que no se puede navegar’
Juan Gelman (‘Valer la pena’)
Intentó ser historia amó lo natural
llenó el vacío/ creó un destino
conquistó el abismo de la grieta
y dudó de la huella.
Y pienso qué será de vos cuando me vaya
como se fue mi madre
Quién te ayudará a recordar
que la vida hay que vivirla con espadas de luz.
Como si fuera una pausa de la muerte.
A cada ser le brotan alas o muñones.
‘El perfume nocturno instala su cuerpo
en una segunda perfección de lo natural.’
Joaquín Giannuzzi (‘Poemas’)
Está sin nombre / es el cuerpo quien habla/
gesticula humanidad / expresa miradas en gemidos/
enuncia incomprensión / susurra soledad/
atrapa palpa se anuncia/
reconoce los olores/
reclama la piel tibia/
adentra música en palabras/
bebe la miel descubre las opciones/
y elige
la esperanza se muda a una botella
con marcas y medidas.
El tribunal es alto, final y sin fronteras.
Sensible a las variaciones del azar como la nube o como el fuego,
registra cada trazo que se inscribe sobre los territorios insomnes
(del destino.
De un margen de la noche a otro confín, del permiso a la culpa,
dibujo con mi propia trayectoria la escritura fatal, el ciego testimonio.
No con lechos viscosos ni con instrumentales de tortura,
no con esas aviesas escaleras que te devuelven siempre
al enemigo prometido,
ni con falsos paneles ni laberintos circulares,
y aun menos con la llama inextinguible que te devora
y te preserva indemne
-¡ah la intolerable prestidigitación del escarmiento!-,
sino con aquel día que se adhirió a la dicha como un
color, como una enredadera,
fabricaste tu infierno.
Más borroso que un velo tramado por la lluvia sobre los ojos de la lejanía,
confuso como un fardo,
errante como un médano indeciso en la tierra de nadie,
sin rasgos, sin consistencia, sin asas ni molduras,
así era tu porvenir visto desde las instantáneas rendijas del pasado.
Son apenas dos piedras.
Nada más que dos piedras sin inscripción alguna,
recogidas un día para ser sólo piedras en el altar de la memoria.
Aun menos que reliquias, que testigos inermes hasta el juicio final.
Rodaron hasta mí desde las dos vertientes de mi genealogía,
más remotas que lapas adheridas a ciegas a la prescindencia y al sopor.
Me encojo en mi guarida; me atrinchero en mis precarios
bienes.
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena juventud por un
huracán de fuego
antes de convertirme en un bostezo en la boca del tiempo,
me resisto a morir.
Si la casualidad es la más empeñosa jugada del destino,
alguna vez podremos interrogar con causa a esas escoltas de genealogías
que tendieron un puente desde tu desamparo hasta mi exilio
y cerraron de golpe las bocas del azar.
Cambiaremos panteras de diamante por abuelas de trébol,
dioses egipcios por profetas ciegos,
garra tenaz por mano sin descuido,
hasta encontrar las puntas secretas del ovillo que devanamos juntas
y fue nuestro pequeño sol de cada día.
Aún conservas intacta, memoriosa,
la marca de un antiguo sacramento bajo tu paladar:
tu sello de elegida, tu plenilunio oscuro,
la negra sal del negro escarabajo con el que bautizaron tu linaje sagrado
y que llevas, sin duda, de peregrinación en peregrinación.
Se descolgó el silencio,
sus atroces membranas desplegadas como las de un
murciélago anterior al diluvio,
su canto como el cuervo de la negación.
Tu boca ya no acierta su alimento.
Se te desencajaron las mandíbulas
igual que las mitades de una cápsula inepta para
encerrar la almendra del destino.
No es en este volcán que hay debajo de mi lengua falaz
donde te busco,
ni es esta espuma azul que hierve y cristaliza en mi
cabeza,
sino en esas regiones que cambian de lugar cuando se
nombran,
como el secreto yo
y las indescifrables colonias de otro mundo.
Lejos,
de corazón en corazón,
más allá de la copa de niebla que me aspira desde el fondo
del vértigo,
siento el redoble con que me convocan a la tierra de nadie.
(¿Quién se levanta en mí?
¿Quién se alza del sitial de su agonía, de su estera de zarzas,
y camina con la memoria de mi pie?)
Dejo mi cuerpo a solas igual que una armadura de intemperie
hacia adentro
y depongo mi nombre como un arma que solamente hiere.
Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan
por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente,
sin orgullo;
mucho después del llanto de la muerte.
En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el
revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo
imposible.
Vete, día maldito;
guarda bajo tus párpados de yeso la mirada de lobo
que me olvida mejor;
camina sobre mí con tu paso salvaje, simulando un
desierto entre el hambre y la sed,
para que todos crean que no estoy,
que soy una señal de adiós sobre las piedras;
cierra de para en par, lejos de mí, tus fauces sin crueldad
y sin misericordia,
como si fuera ya la invulnerable,
aquella que sin pena puede probarse ya los gestos de
los otros;
y tiéndete a dormir, bajo la ciega lona de los siglos,
el sueño en que me arrojas desde ayer a mañana:
esta escarcha que corre por mi cara.
Como una grieta falaz en la apariencia de la roca, como un
sello traidor fraguado por la malicia de la carne, esta boca
que se abre inexplicable en pleno rostro es un destello ape-
nas de mi abismo interior, una pálida muestra de sucesivas
fauces al acecho de un trozo de incorporable eternidad.
Es angosta la puerta
y acaso la custodien negros perros hambrientos y
guardias como perros,
por más que no se vea sino el espacio alado,
tal vez la muestra en blanco de una vertiginosa dentellada.
Es estrecha e incierta y me corta el camino que promete
con cada bienvenida,
con cada centelleo de la anunciación.
Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
-injurias del amor-
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando
la soledad asciende con un canto radiante
por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel
lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
Es este aquel que amabas.
A este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado
(a ciegas tu destino,
a estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,
consagraste los años del pesar y de la espera.
Estos son mis dos pies, mi error de nacimiento,
mi condena visible a volver a caer una vez más bajo las
(implacables ruedas del zodíaco,
si no logran volar.
No son bases del templo ni piedras del hogar.
Apenas si dos pies, anfibios, enigmáticos,
remotos como dos serafines mutilados por la desgarradura
(del camino.
No, ninguna caída logró trocarse en ruinas
porque yo alcé la torre con ascuas arrancadas de cada
infierno del corazón.
Tampoco ningún tiempo pronunció ningún nombre
con su boca de arena
porque de grada en grada un lenguaje de fuego los levantó
hasta el cielo.
a Valerio
-¡Ya se fue! ¡Ya se fue! se queja la torcaza.
Y el lamento se expande de hoja en hoja,
de temblor en temblor, de transparencia en transparencia,
hasta envolver en negra desolación el plumaje del mundo.
-¡Ya se fue!