La muerte
entra y sale
de la taberna.
Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.
Y hay un olor a sal
y a sangre de hembra,
en los nardos febriles
de la marina.
La muerte
entra y sale
de la taberna.
Pasan caballos negros
y gente siniestra
por los hondos caminos
de la guitarra.
Y hay un olor a sal
y a sangre de hembra,
en los nardos febriles
de la marina.
Abejaruco.
En tus árboles oscuros.
Noche de cielo balbuciente
y aire tartamudo.
Tres borrachos eternizan
sus gestos de vino y luto.
Los astros de plomo giran
sobre un pie.
Abejaruco.
En tus árboles oscuros.
Dolor de sien oprimida
con guirnalda de minutos.
Cuando yo me muera,
enterradme con mi guitarra
bajo la arena.
Cuando yo me muera,
entre los naranjos
y la hierbabuena.
Cuando yo me muera,
enterradme si queréis
en una veleta.
¡Cuando yo me muera!
¡Qué esfuerzo!
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
Y el caballo,
¡qué flecha aguda exprime de la rosa!,
¡qué rosa gris levanta de su belfo!
Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan
voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
su corbata carmesí,
pero eran cuatro puñales
y tuvo que sucumbir.
En la casa blanca, muere
la perdición de los hombres.
Cien jacas caracolean.
Sus jinetes están muertos.
Bajo las estremecidas
estrellas de los velones,
su falda de moaré tiembla
entre sus muslos de cobre.
Cien jacas caracolean.
¿Qué es aquello que reluce
por los altos corredores?
Cierra la puerta, hijo mío,
acaban de dar las once.
En mis ojos, sin querer,
relumbran cuatro faroles.
Será que la gente aquélla
estará fregando el cobre.
*
Ajo de agónica plata
la luna menguante, pone
cabelleras amarillas
a las amarillas torres.
Un pastor pide teta por la nieve que ondula
blancos perros tendidos entre linternas sordas.
El Cristito de barro se ha partido los dedos
en los tilos eternos de la madera rota.
¡Ya vienen las hormigas y los pies ateridos!
Duérmete, niñito mío,
que tu madre no está en casa;
que se la llevó la Virgen
de compañera a su casa.
Este galapaguito
no tiene mare;
lo parió una gitana,
lo echó a la calle.
No tiene mare, sí;
no tiene mare, no:
no tiene mare,
lo echó a la calle.
Este niño chiquito
no tiene cuna;
su padre es carpintero
y le hará una.
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato.
Debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero.
Debajo de las sumas, un río de sangre tierna;
un río que viene cantando
por los dormitorios de los arrabales,
y es plata, cemento o brisa
en el alba mentida de New York.
Cirio, candil,
farol y luciérnaga.
La constelación
de la saeta.
Ventanitas de oro
tiemblan,
y en la aurora se mecen
cruces superpuestas.
Cirio, candil,
farol y luciérnaga.
1
Alta va la luna.
Bajo corre el viento.
(Mis largas miradas,
exploran el cielo.)
Luna sobre el agua.
Luna bajo el viento.
(Mis cortas miradas,
exploran el suelo.)
Las voces de dos niñas
venían.
Una rosa en el alto jardín que tú deseas.
Una rueda en la pura sintaxis del acero.
Desnuda la montaña de niebla impresionista.
Los grises oteando sus balaustradas últimas.
Los pintores modernos en sus blancos estudios,
cortan la flor aséptica de la raíz cuadrada.
Por el East River y el Bronx
los muchachos cantan enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.
Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.
El campo
de olivos
se abre y se cierra
como un abanico.
Sobre el olivar
hay un cielo hundido
y una lluvia oscura
de luceros fríos.
Tiembla junco y penumbra
a la orilla del río.
Se riza el aire gris.
Amigo,
levántate para que oigas aullar
al perro asirio.
Las tres ninfas del cáncer han estado bailando,
hijo mío.
Trajeron unas montañas de lacre rojo
y unas sábanas duras donde estaba el cáncer dormido.
El caballo tenía un ojo en el cuello
y la luna estaba en un cielo tan frío
que tuvo que desgarrarse su monte de Venus
y ahogar en sangre y ceniza los cementerios antiguos.
Virgen con miriñaque,
virgen de Soledad,
abierta como un inmenso
tulipán.
En tu barco de luces
vas
por la alta marea
de la ciudad,
entre saetas turbias
y estrellas de cristal.
Virgen con miriñaque
tú vas
por el río de la calle,
¡hasta el mar!
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Sevilla es una torre
llena de arqueros finos.
Sevilla para herir.
Córdoba para morir.
Una ciudad que acecha
largos ritmos,
y los enrosca
como laberintos.
Como tallos de parra
encendidos.
¡Sevilla para herir!
Empieza el llanto
de la guitarra.
Se rompen las copas
de la madrugada.
Empieza el llanto
de la guitarra.
Es inútil callarla.
Es imposible
callarla.
Llora monótona
como llora el agua,
como llora el viento
sobre la nevada.
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde el mar bate y canta
su noche llena de peces.
En los picos de la sierra
los carabineros duermen
guardando las blancas torres
donde viven los ingleses.
Antonio Torres Heredia,
hijo y nieto de Camborios,
con una vara de mimbre
va a Sevilla a ver los toros.
Moreno de verde luna
anda despacio y garboso.
Sus empavonados bucles
le brillan entre los ojos.
A la mitad del camino
cortó limones redondos,
y los fue tirando al agua
hasta que la puso de oro.
Sobre el monte pelado
un calvario.
Agua clara
y olivos centenarios.
Por las callejas
hombres embozados,
y en las torres
veletas girando.
Eternamente
girando.
¡Oh pueblo perdido,
en la Andalucía del llanto!
Me miré en tus ojos
pensando en tu alma.
Adelfa blanca.
Me miré en tus ojos
pensando en tu boca.
Adelfa roja.
Me miré en tus ojos.
¡Pero estabas muerta!
Adelfa negra.
Ya viene la noche.
Golpean rayos de luna
sobre el yunque de la tarde.
Ya viene la noche.
Un árbol grande se abriga
con palabras de cantares.
Ya viene la noche.
Si tú vinieras a verme
por los senderos del aire.
Entre italiano
y flamenco,
¿cómo cantaría
aquel Silverio?
La densa miel de Italia
con el limón nuestro,
iba en el hondo llanto
del siguiriyero.
Su grito fue terrible.
Los viejos
dicen que se erizaban
los cabellos,
y se abría el azogue
de los espejos.
En la mitad del barranco
las navajas de Albacete,
bellas de sangre contraria,
relucen como los peces.
Una dura luz de naipe
recorta en el agrio verde,
caballos enfurecidos
y perfiles de jinetes.
En la copa de un olivo
lloran dos viejas mujeres.
Camina Don Boyso
mañanita fría
a tierra de moros
a buscar amiga.
Hallóla lavando
en la fuente fría.
?¿Qué haces ahí, mora,
hija de judía?
Deja a mí caballo
beber agua fría.
?Reviente el caballo
y quien lo traía,
que yo no soy mora
ni hija de judía.
Los caballos negros son.
Las herraduras son negras.
Sobre las capas relucen
manchas de tinta y de cera.
Tienen, por eso no lloran,
de plomo las calaveras.
Con el alma de charol
vienen por la carretera.
Jorobados y nocturnos,
por donde animan ordenan
silencios de goma oscura
y miedos de fina arena.
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.
Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
¡Mi soledad sin descanso!
Ojos chicos de mi cuerpo
y grandes de mi caballo,
no se cierran por la noche
ni miran al otro lado,
donde se aleja tranquilo
un sueño de trece barcos.
Sino que, limpios y duros
escuderos desvelados,
mis ojos miran un norte
de metales y peñascos,
donde mi cuerpo sin venas
consulta naipes helados.
Por la calle brinca y corre
caballo de larga cola,
mientras juegan o dormitan
viejos soldados de Roma.
Medio monte de Minervas
abre sus brazos sin hojas.
Agua en vilo redoraba
las aristas de las rocas.
Noche de torsos yacentes
y estrellas de nariz rota
aguarda grietas del alba
para derrumbarse toda.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
I
Un bello niño de junco,
anchos hombros, fino talle,
piel de nocturna manzana,
boca triste y ojos grandes,
nervio de plata caliente,
ronda la desierta calle.
Sus zapatos de charol
rompen las dalias del aire,
con los dos ritmos que cantan
breves lutos celestiales.
Se ven desde las barandas,
por el monte, monte, monte,
mulos y sombras de mulos
cargados de girasoles.
Sus ojos en las umbrías
se empañan de inmensa noche.
En los recodos del aire,
cruje la aurora salobre.
I
Coches cerrados llegaban
a las orillas de juncos
donde las ondas alisan
romano torso desnudo.
Coches que el Guadalquivir
tiende en su cristal maduro,
entre láminas de flores
y resonancias de nublos.
Los niños tejen y cantan
el desengaño del mundo,
cerca de los viejos coches
perdidos en el nocturno.
Por las orillas del río
se está la noche mojando
y en los pechos de Lolita
se mueren de amor los ramos.
Se mueren de amor los ramos.
La noche canta desnuda
sobre los puentes de marzo.
1
¡Viva Sevilla!
Llevan las sevillanas
en la mantilla
un letrero que dice:
¡Viva Sevilla!
¡Viva Triana!
¡Vivan los trianeros,
los de Triana!
¡Vivan los sevillanos
y sevillanas!
2
Lo traigo andado.
Yo pronuncio tu nombre
En las noches oscuras
Cuando vienen los astros
A beber en la luna
Y duermen los ramajes
De las frondas ocultas.
Y yo me siento hueco
De pasión y de música.
Loco reloj que canta
Muertas horas antiguas.
Cuando llegue la luna llena
iré a Santiago de Cuba,
iré a Santiago,
en un coche de agua negra.
Iré a Santiago.
Cantarán los techos de palmera.
Iré a Santiago.
Cuando la palma quiere ser cigüefla,
iré a Santiago.
Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Este pichón del Turia que te mando,
de dulces ojos y de blanca pluma,
sobre laurel de Grecia vierte y suma
llama lenta de amor do estoy pasando.
Su cándida virtud, su cuello blando,
en limo doble de caliente espuma,
con un temblor de escarcha, perla y bruma
la ausencia de tu boca está marcando.
Muerto se quedó en la calle
con un puñal en el pecho.
No lo conocía nadie.
¡Cómo temblaba el farol!
Madre.
¡Cómo temblaba el farolito
de la calle!
Era madrugada. Nadie
pudo asomarse a sus ojos
abiertos al duro aire.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Cayó una hoja
y dos
y tres.
Por la luna nadaba un pez.
El agua duerme una hora
y el mar blanco duerme cien.
La dama
estaba muerta en la rama.
La monja
cantaba dentro de la toronja.
El remanso del aire
bajo la rama del eco.
El remanso del agua
bajo fronda de luceros.
El remanso de tu boca
bajo espesura de besos.
Las manos de mi cariño
te están bordando una capa
con agremán de alhelíes
y con esclavina de agua.
Cuando fuiste novio mío,
por la primavera blanca,
los cascos de tu caballo
cuatro sollozos de plata.
La luna es un pozo chico,
las flores no valen nada,
lo que valen son tus brazos
cuando de noche me abrazan,
lo que valen son tus brazos
cuando de noche me abrazan.