Llora, porque toda mirada entraña error.
Mas los andrajos, horca, palio y cruz no morirán por este llanto. Mejor, fulgir a solas y rezar en balde. ¿Cómo el topo? Así; dueño de la penumbra y de su asfixia.
Hablando por hablar. A ciegas.
Poemas españoles
Persistente, la rosa. Esclavos somos de raíz. Rosa hedionda, zozobra y estupor de la mordaz melancolía.
A la fosa nasal llama la Historia con sus inciensos categóricos. Corre el verso al runrrún del sacrificio, de mar a mar y seductor.
¡Musa servil! Sobre tu altar, un huracán de esperma.
El sordo dios: la carcajada inmóvil.
Murmullo de otra luz será tu fe. Aléjate de la expresión forzada o del silencio amilanado. Oye tan sólo la armonía neutra de lo indeciso e indomable. Deja abierta la puerta más sumisa.
Esa ignorancia zumbará en tu oreja.
Si la mano va y pierde la cabeza y, en un doble ademán de supresión, rompe la flecha y borra el blanco, ciérrase luego sobre el gran reloj, sangra y se ofrece al vilipendio abyecto, nada esperes que iguale esta pasión, Teoría.
A todo lo demás diles que bueno.
Tú, cadáver, camina con madura
amenaza de albor, fúnebre risa
y ojos cerrados para darte prisa
en deslizar el pie quebrado. Ay, jura
por la capilla donde yacen dura
cucarda, cetro, banderín, incisa
boca de luto, patriarcal camisa.
No te imagino heroica
tampoco en vano
Déjame al ir
Velarte
Sin dar tu nombre
Virtud de no estar nunca
Lo suficiente
En cualquier parte
La luna reina como pocas noches.
Camináis lentamente.
Llevas a tu mujer como si fuera
un ánfora sutil que el tacto rompe.
—¿Cómo será?… ¿Será niñito el hijo?
¿Sus ojos serán grandes y expresivos?
¿Lo quieres ya sin verle?
En las letras de un cantoral,
entre la retama y el jacinto serrano,
en el ancho mar, en la taberna inquieta,
en el fondo de la copa verde,
después de todo eras tú lo que yo buscaba.
Preguné muchas veces a las guías turísticas
dónde suspira el lugarejo ignorado por la epopeya;
pregunté a los filósofos por la llave del secreto;
fuí devorando pregunta a pregunta mi vida,
y después de todo resultas tú lo que yo buscaba.
Un renglón hay en el cielo para mí. Lo veo, lo estoy mirando;
no lo puedo traducir,
es cifrado.
Lo entiendo con todo el cuerpo;
no sé hablarlo.
Ya no tocan los ángeles sus clarines
y los demonios de la carne se acurrucan medrosos.
Una gran sordera
recorre las galerías de mi alma sin ti.
Vanidosamente, pienso que mis gemidos alcanzan alturas bíblicas,
y que mis brazos llenan en aspa el cielo azul, hoy turbio.
Esta felicidad fugitiva,
esto que se me va de las manos,
esto que me devora los días
esto que se llama boca, ojos, pecho, piernas amadas,
corazón alígero, mente como la brisa del amanecer,
pretendo loca y tercamente
fijar de modo
que a tientas en la noche, si despierto,
lo encuentre vivo, intacto, invariable.
Hunde la rama del sauce
en la alberca su fatiga;
levanta el ciprés su lanza
infatigable a los cielos.
Con el sauce, vivo.
Con el ciprés, sueño.
Lánguida rama de sauce
me cuelga entenebrecida.
Lanza de ciprés emerge
de mi piel hasta el misterio
Con el sauce, vivo.
Yo detesto las rosas;
una rosa me encanta.
Yo detesto los árboles;
pero un álamo, un chopo,
un níspero, un olivo
son como gente mía.
Yo detesto las piedras,
pero el agua-marina,
la esmeralda, el topacio
y el profundo zafiro
son almas misteriosas
que agrada sondear.
Sangrienta perdición, yugo trano,
Guerra cruel, origen y osadía
De la injusta primera tiranía,
Que puso cetro en poderosa mano.
Bárbara ley, tan murmurada en vano,
Ayudar del morir a la porfía,
Como si no costara solo el día
Como si no costara el ser humano.
¡Hola!
Saca esa ropa, Escobarrillo.
¡espinosa, qué noche y qué calor!
Parece
que se ha soltado el mismo Purgatorio.
¡Cual es el Getafe!
¡Es una perla!
De aquí fue natural la primera chinche,
patria de pulgas y solar de moscas,
de sólo verte estoy, a fe de hidalgo,
asado en tejas y en adobes frito.
Conozco un pueblo –no lo olvidaré–
que tiene un cementerio demasiado grande.
Hay en mi tierra un pueblo sin ventura
porque el cementerio es demasiado grande.
Sólo hay cuarenta almas en el pueblo.
No sé para qué tanto cementerio.
Cierto año la gente empezó a irse
y en muchas casas no quedaba nadie.
Detrás de la oscuridad están los rostros que me han abandonado.
Yo ví su piel trabajada por relámpagos. Ahora
ya sólo veo, en el instante amarillo,
el resplandor de sus lejanos párpados.
1
El vigilante fue herido por su madre;
describió con sus manos la forma de la tris-
teza y acarició cabellos que ya no amaba.
Todas las causas se aniquilaban en sus ojos.
2
En la ebriedad le rodeaban mujeres, som-
bra, policía, viento.
I
Yo invoco la cabeza
más sagrada que exista
debajo de la nieve.
Mi corazón azul
canta purificado por el silencio.
II
Vándalo de pureza,
hostígame. Si hablas,
yo bajaré mis labios
hasta el agua salvaje.
La luz hierve debajo de mis párpados.
De un ruiseñor absorto en la ceniza, de sus negras entrañas musicales, surge una tempestad. Desciende el llanto a las antiguas celdas, advierto látigos vivientes
y la mirada inmóvil de las bestias, su aguja fría en mi corazón.
La memoria es mortal. Algunas tardes, Billie Holliday pone su rosa enferma en mis oídos.
Algunas tardes me sorprendo
lejos de mí, llorando.
Miro mi desnudez. Contemplo
la aparición de las heridas blancas.
Envuelto en sábanas mortales,
bebo en las aguas femeninas
la dulzura y la sombra.
I
Si pudiera tener su nacimiento
en los ojos la música, sería
en los tuyos. El tiempo sonaría
a tensa oscuridad, a mundo lento.
Mezclas la luz en el cristal sediento
a intensidad y amor y sombra fría.
Propongo mi cabeza atormentada
por la sed y la tumba. Yo quería
despedir un sonido de alegría;
quizá sueno a materia desollada.
Me justifico en el dolor. No hay nada;
yo no encuentro en mis huesos cobardía.
En mi canto se invierte la agonía;
es un caso de luz incorporada.
Ví lavandas sumergidas en un cuenco de llanto y la visión ardió en mí.
Más allá de la lluvia ví serpientes enfermas -bellas en sus úlceras transparentes-, frutos amenazados por espinas y sombras, hierbas excitadas por el rocío. Ví un ruiseñor agonizante y su garganta llena de luz.
Vienen con lámparas, conducen
serpientes ciegas a
las arenas albarizas.
Hay un incendio de campanas. Se
oye gemir el acero
en la ciudad rodeada de llanto.
Bajo qué ramas, di, bajo qué ramas
de verde olvido y corazón morado
la roja danza muerde tus talones
y te estrechan amantes amarillos.
Desde qué repentina lontananza
giras, me nombras, saltas entre el aire,
mientras yo permanezco absorto en sueños
aún dormida creyéndote en mi alcoba.
El arma que te di pronto la usaste
para herirme a traición y sangre fría.
Hoy te reclamo el arma, otra vez mía,
y el corazón en el que la clavaste.
Si en tu poder y fuerza confiaste,
de ahora en adelante desconfía:
era mi amor el que te permitía
triunfar en la batalla en que triunfaste.
Hay tardes en que todo
huele a enebro quemado
y a tierra prometida.
Tardes en que está cerca el mar y se oye
la voz que dice: «Ven».
Pero algo nos retiene todavía
junto a los otros: el amor, el verbo
transitivo, con su pequeña garra
de lobezno o su esperanza apenas.
Es hora ya de levantar el vuelo,
corazón, dócil ave migratoria.
Se ha terminado tu presente historia,
y otra escribe sus trazos por el cielo.
No hay tiempo de sentir el desconsuelo;
sigue la vida, urgente y transitoria.
Muda la meta de tu trayectoria,
y rasga del mañana el hondo velo.