Detrás de cada noche se esconde una amenaza
y ante una amenaza sólo queda el balcón abierto
o sus labios eran juncos que por un momento detenían
el incesante llover de la tristeza
o nuestra historia es tan pequeña y además ya tiene tanto frío
que en su único verso ahogado
resume por entero al mundo
o no debemos olvidarnos de recordar a la mañana
que para que sigamos viviendo es del todo imprescindible
que se refleje alguna vez
en los sueños del estanque.
Poemas españoles
Pero si yo fuera aún más torpe
y un torpe poema te enviara
quizá sí conseguiría explicarte
por qué sólo creo en quien fracasa,
en el hombre pequeño que no sabe,
en el triste hombre que es el miedo
y también frío, en aquel que no halla
sino nada y que si su nombre dice un sol barrido-
se ríe en su vacío.
Minuciosamente sueño a Dios durante el día
para por la noche poder creer que me perdona.
Desde la culpa de no ser feliz, de no haberlo sido,
desencuaderno mis ojos huecos y de sobras sé
que no dormir es un rastro del infierno.
y nada sino yo es el precipicio:
sobre los desvencijados telares de los sueños
no hay polvo ni sombra que pudiéramos
trabajosamente arañar ahora
para encontrar razones
que la vida hicieran fácil,
razones, espejos con nombres o tan sólo
alguna memoria y algún bache.
De todos mis amigos
yo tuve la muerte más extraña:
con el alma dislocada
fui silencio por la página.
¿DE PARTE DE QUIÉN?
En nombre de Dios abandonamos las señales en el aire.
Nos quedaba el vivir, el vivir sin trabas,
en nombre de nadie.
Yo nunca he estado en Praga, pero le sueño jardines,
escaparates llenos de temblorosos misterios y también
que los tranvías se alejan justo con la extraña forma
que cursi como soy siempre me ha hecho
llorar por los falsos recuerdos.
Si llega la noche populoso soy y la atravieso
o me pierdo en una fiesta y no entiendo
por qué estoy ante las ventanas
que se esconden en las anónimas piernas
preguntándome con insistencia cómo fue
que le crecieron a nuestro amor tantos nenúfares
y a la vez dándome por fin perfecta cuenta
de que la soledad siempre ha sido una flor seca
que alguien se dejó olvidada en un ojal.
Supongo que por ser casi lo único que estaba abierto los domingos
en el acuario municipal que están estos días derribando
habíamos pasado no sé qué desmesurado número de tardes,
y recuerdo cómo sólo llegar nos dirigíamos
a saludar a tío Alfonso convertido en un besugo,
aquel besugo afable, exacto a él y que creíamos
que a la fuerza tenía ya que conocernos.
Tras los llantos o el último gesto del sol
nada queda. Nada tras los llantos, los versos,
los retratos. Y una sombra dice que fue ella.
(Las sombras, ya se sabe, no quieren tener la culpa
de ser sombras y por eso buscan amantes, asesinas).
Pues si huérfano estuvo del aire y fue
quien le cercó la noche y no la sangre
y por ser roja cruz el miedo y crepúsculo
espeso ya su arte
ya no guardaba fuerzas
para levantar sobre el papel
aspiraciones de ventana
las tierras del suicida
no han de ser jamás las tierras muertas.
Toda historia es simple y se me olvida.
Quizá me fui a tomar café, quizá la amaba
y me perdí entre jardines de piernas esmaltadas
que fueron juncos trenzados de palabras
y después retama que mi lengua de trapo
había hecho trizas.
Una mujer se hace así: sobre las espinas del sueño,
con un poco de luna y como escogida cárcel
donde la luz se amanse. Una mujer se hace así,
y si no debería hacerse de un modo parecido.
Porque alguien fue un instante hermoso
y de antiguos, nunca escritos libros rescató
palabras parecidas a piedad -o casi tan extrañas-
ante la impasibilidad estéril de los muros
como en un final cualquiera comprendimos
que la única edad del hombre es la que calla.
Me han dicho que por aquí vive un poeta
que a fuer de humano ha llegado a celestial, dije.
Y añadí: si cree que es broma, ahora viene lo bueno:
lo digo totalmente en serio. En antiguas hojas
crepitaba el silencio.
Demasiados modos de interpretar la lluvia
ofrecen las películas; demasiados modos, demasiados ojos
y del todo excesiva esa facilidad como de postal ridícula
con que a medias entre copa y cigarrillo
los maquillados gestos de una imagen
sopesan, trituran, absorben y administran
distancia de muchacha; excesiva y también ridícula, eso,
más o menos eso es lo que me digo
cuando repaso el manual de adioses de mi vida
y desde él comprendo que es del todo cierto aquello
de que no suicidarme es algo que siempre me dio mucho trabajo,
que no suicidarme ausencia, clínica y demás patéticos
retratos desbocados- en verdad ha sido para mí
la diaria gran tarea
y que por causa del afónico equipaje
que ha tenido a bien irme imponiendo el tiempo
a estas altura ya sólo podría doctorarme
con una absurda colección de vaguedades que intentara hacer ver
a qué ruinosos extremos puede llevarnos la torpeza
si desde siempre ha dominado
la expresión de los afectos.
Crepusculaba amenazas y con fingidos jazmines
carne daba a miserias o batallas
por conseguir ponerse nombre
a través de papeles o misterios sepultados:
cinturas con livianas mordeduras de hambre,
martillos, rojos, clavados adioses y ojos
con demasiadas tortugas como para ser fotografiados:
crepusculaba, del cielo precisamente huérfano
nostalgias de sí o de nada
crepusculaba.
¿A quién pediremos noticias de Córdoba?
Ben Suhaid.
Se ha poblado de mirto el canto de las fuentes
y la paloma corta en dos el aire azul.
Allí está, con sus sombras, la luz de los recuerdos,
la geometría frágil del suave surtidor;
aquí, los laberintos de la medina blanca
con sus puertas abiertas al campo, a las palmeras,
a los pozos sonoros, a los limones frescos
y a las acequias dulces con espliego en la voz.
La plaza de tu sueño es una algarabía
de razas que contemplan el viejo palmeral.
En esa plaza miras fluir el chorro lento
de cada atardecer:
el agua se detiene en acequias con sándalo
y alminares sonoros que dan la espalda al tiempo.
No te engañe la tarde serena del oasis
que lentamente afina, desde la alfarería,
la terca estalactita azul de la nostalgia,
las murallas de greda,
la luz arrebatada del desierto infinito,
el cordobán brillante de las noches sin luna.
Tarde en los alminares rojos de la medina.
Los almuecines ciegos llaman a la oración.
Hazam el cojo sube por las callejas de agua
trémula bajo el sol en las cúpulas de oro.
Tú ves oscurecerse la vida en el jardín.
Igual que una gacela herida por la tarde,
el dolor se refugia en la humedad del huerto.
Las sombras tutelares del vergel cicatrizan
la huella incandescente del león en su piel.
La estirpe de la aguja, la raíz del escorpión,
las llagas numerosas que muerde un viento antiguo,
tenaz como la verde pimienta de Ceilán.
Desde los arrabales de la Puerta del Vino,
¿no oís bajar la voz
por los caminos de agua
tibia de las acequias
del buen Abdul Bashur,
el de Guadalajara?
La hora de la oración en la mezquita de oro.
A mí dadme las tardes serenas de la infancia.
La lentitud del patio, la penumbra del agua
invisible, el naranjo con flores, el mirto,
las columnas de mármol con racimos y acanto.
La plaza de los muertos en la medina, el arco
curvo de luz, el borde vegetal de la tarde.
La antigua voz del viento que lame como un perro
la arena innumerable, el crisol de los días,
la desolada cara secreta del leproso.
Donde los ballesteros, en la cima secreta
y apical de la tarde,
Israfil, el que anuncia el final de los días,
enciende sus hogueras de sándalo en las torres.
Los esclavos de Nubia sueñan en los zaguanes
con el álabe frío de las dagas, con ríos
de venganzas secretas del ángel de la muerte.
Ha quedado en el aire morado de la tarde
un hueco de alabastro y pigmentos de almagre.
Las palomas rasean su vuelo indiferente
sobre el mudo estertor del horizonte estrecho.
Se ha cerrado la noche. Es otoño en el mundo
y el viento tras los muros es una bestia ciega
que aúlla en los arrabales de escarcha de la muerte.
Ya los músicos ciegos, con su salmodia oscura,
cruzan lentos la Puerta del Leproso. El estuco
dudoso de la tarde se enfría en las copas de oro
del salón del visir.
Y por los muladares que muerde un viento antiguo
la sombra extiende el velo balsámico del sueño.
Recostado en la arena,
el buen Abul Jaqam
te había prometido una noche de amor.
Tras la primera unión se ha quedado dormido
hasta el amanecer.
Y tú has tenido tiempo
de ver en él la imagen de las hogueras leves
del ocaso, la imagen
exacta, ausente y lenta de la muerte.
La luz de parasceve, la casa de David.
Con espadas de fuego, los ángeles del sueño
encienden luminarias detrás de la medina.
En las puertas de bronce los eunucos se duermen
escuchando los cuentos de los fabuladores.
Abu Imram les ofrece el pebetero antiguo
que vio arder una noche caliente en Tremecén.
Un hombre no es un hombre hasta que no ha sentido
en su pecho los negros lebreles del olvido,
la torva geografía del dolor riguroso,
la arquitectura aguda del ajimez desierto,
el alpechín amargo y turbio de la ausencia.
Hasta la alcaicería la madrugada arrastra
por acequias sonoras estrellas con hinojo,
aliagas con espinas y rastros de planetas.
Desde la alberca oscura en donde los cipreses
como ciervos de vidrio se ensismisman y tiemblan.