Es tocar el cielo, poner el dedo
sobre un cuerpo humano.
Novalis
Cuando contemplo tu cuerpo extendido
como un río que nunca acaba de pasar,
como un claro espejo donde cantan las aves,
donde es un gozo sentir el día cómo amanece.
Es tocar el cielo, poner el dedo
sobre un cuerpo humano.
Novalis
Cuando contemplo tu cuerpo extendido
como un río que nunca acaba de pasar,
como un claro espejo donde cantan las aves,
donde es un gozo sentir el día cómo amanece.
Unas pocas palabras en tu oído diría.
Poca es la fe de un hombre incierto.
Vivir mucho es oscuro, y de pronto saber no es conocerse.
Pero aún así diría. Pues mis ojos repiten lo que copian:
tu belleza, tu nombre, el son del río, el bosque,
el alma a solas.
Brilla la luna entre el viento de otoño,
en el cielo luciendo como un dolor largamente sufrido.
Pero no será, no, el poeta quien diga
los móviles ocultos, indescifrable signo
de un cielo líquido de ardiente fuego que anegara
las almas,
si las almas supieran su destino en la tierra.
Te amé, te amé, por tus ojos, tus labios, tu garganta, tu voz,
tu corazón encendido en violencia.
Te amé como a mi furia, mi destino furioso,
mi cerrazón sin alba, mi luna machacada.
Eras hermosa. Tenías ojos grandes.
Palomas grandes, veloces garras, altas águilas potentísimas…
Tenías esa plenitud por un cielo rutilante
donde el fragor de los mundos no es un beso en tu boca.
Tienes ojos oscuros.
Brillos allí que oscuridad prometen.
Ah, cuán cierta es tu noche,
cuán incierta mi duda.
Miro al fondo la luz, y creo a solas.
A solas pues que existes.
Existir es vivir con ciencia a ciegas.
Si miro tus ojos,
si acerco a tus ojos los míos,
¡oh, cómo leo en ellos retratado todo el pensamiento de mi
soledad!
Ah, mi desconocida amante a quien día a día estrecho en los
brazos.
Cuán delicadamente beso despacio, despacísimo,
secretamente en tu piel
la delicada frontera que de mí te separa.
Venus, la de los senos adorados
que nutren de vigor savias y rosas;
la que al mirar derrama mariposas
y al sonreír florecen los collados;
la que en almas y cuerpos congelados
fecunda vierte llamas generosas,
de Eros a las caricias amorosas
ostenta sus ropajes cincelados.
Si Venus Afrodita hablase un día,
dijera así: «Sed, pechos maternales,
sagrados y serenos manantiales
de paz, de amor, de leche y de poesía.
Sed, caderas, que iguala la armonía,
santo molde de razas inmortales;
sed, labios, aromáticos panales
donde los besos zumben de alegría.
Ved el ave inmortal, es su figura;
la antigüedad un silfo la creía,
y la vio su extasiada fantasía
cual hada, genio, flor o llama pura.
Su plumaje es la luz hecha locura,
un brillante hervidero de alegría
donde tiembla 1a ardiente sinfonía
de cuantos tonos casa la hermosura.
Visión impecable de nácar riente,
ara de alabastro y hostiario viviente,
cisne, frágil arco de la idealidad;
alma que desfila bajo de tu cuello
digna es del gran triunfo de gozar lo bello
y del sol que alumbra la inmortalidad.
Ya acudes a tu cita misteriosa
con el inquieto mar, luna constante,
y asoma las playas de Levante,
hostia de luz, tu cara milagrosa.
En la onda azul, cual nacarada rosa,
se abre tu seno con pasión de amante,
y dibuja un reguero rutilante
tu pie sobre la espuma en que se posa.
Mujer de luz, mujer idealizada,
que apagaste tu lámpara de oro:
aun pienso ver la escarcha de tu lloro
dentro de tu ataúd amortajada.
Vuelve a surgir de gloria coronada;
sal otra vez del mármol incoloro;
yo te amo, yo te vivo, yo te adoro,
llena de luz como una desposada.
Porque de ti se vieron adorados,
tengo un vaso de lirios juveniles:
unos visten pureza de marfiles;
los otros terciopelos afelpados.
Flores que sienten, cálices alados
que semejan tener sueños sutiles,
son los lirios, ya blancos y gentiles,
ya como cardenales coagulados.
Está tu carne de ágata y de rosa
donde el sol con la nieve se combina
dotada de una luz casi divina,
casi extrahumana y casi milagrosa.
Tiene ideal traslucidez preciosa
que cual racimo de oro te ilumina,
y en tu cutis de leche se adivina
sangre de fresas pura y ruborosa.
Fue cuando la flor del vino se moría en penumbra
y dijeron que el mar la salvaría del sueño.
Aquel día bajé a tientas a tu alma encalada y húmeda,
y comprobé que un alma oculta frío y escaleras
y que más de una ventana puede abrir con su eco otra voz, si es buena.
Asombro de la estrella ante el destello
de su cardada lumbre en alborozo.
Sueña el melocotón en que su bozo
Al aire pueda amanecer cabello.
Atónito el limón y agriado el cuello,
Sufre en la greña del membrillo mozo,
Y no hay para la rosa mayor gozo
Que ver sus piernas de espinado vello.
Y el mar fue y le dio un nombre
y un apellido el viento
y las nubes un cuerpo
y un alma el fuego.
La tierra, nada.
Ese reino movible,
colgado de las águilas,
no la conoce.
Nunca escribió su sombra
la figura de un hombre.
Un año, ya dormido,
alguien que no esperaba
se paró en mi ventana.
¡Levántate! Y mis ojos
vieron plumas y espadas.
Atrás montes y mares,
nubes, picos y alas,
los ocasos, las albas.
‹¡Mírala ahí!
Dentro del pecho se abren
corredores anchos, largos,
que sorben todas las mares.
Vidrieras,
que alumbran todas las calles.
Miradores,
que acercan todas las torres.
Ciudades deshabitadas
se pueblan, de pronto. Trenes
descarrilados, unidos
marchan.
Precipitadas las luces
por los derrumbos del cielo,
en la barca de las nieblas
bajaste tú, Ceniciento.
Para romper cadenas
y enfrentar a la tierra contra el viento.
Iracundo, ciego.
Para romper cadenas
y enfrentar a los mares contra el fuego.
Seriamente, en tus ojos era la mar dos niños que me espiaban,
temerosos de lazos y palabras duras.
Dos niños de la noche, terribles, expulsados del cielo,
cuya infancia era un robo de barcos y un crimen de soles y de lunas.
Feo, de hollín y fango.
¡No verte!
Antes, de nieve, áureo,
en trineo por mi alma.
Cuajados pinos. Pendientes.
Y ahora por las cocheras,
de carbón, sucio.
¡Te lleven!
Por los desvanes de los sueños rotos.
Un sueño sin faroles y una humedad de olvidos,
pisados por un nombre y una sombra.
No sé si por un nombre o muchos nombres,
si por una sombra o muchas sombras.
Reveládmelo.
Sé que habitan los pozos frías voces,
que son de un solo cuerpo o muchos cuerpos,
de un alma sola o muchas almas.
¡Nostalgia de los arcángeles!
Yo era…
Miradme.
Vestido como en el mundo,
ya no se me ven las alas.
Nadie sabe como fui.
No me conocen.
Por las calles, ¿quién se acuerda?
Zapatos son mis sandalias.
Mi túnica, pantalones
y chaqueta inglesa.
Para que yo anduviera entre los nudos de las raíces
y las viviendas óseas de los gusanos.
Para que yo escuchara los crujidos descompuestos del mundo
y mordiera la luz petrificada de los astros,
al oeste de mi sueño levantaste tu tienda, ángel falso.
Acordáos.
La nieve traía gotas de lacre, de plomo derretido
y disimulos de niña que ha dado muerte a un cisne.
Una mano enguantada, la dispersión de la luz y el lento asesinato.
La derrota del cielo, un amigo.
Acordáos de aquel día, acordáos
y no olvidéis que la sorpresa paralizó el pulso y el color de los astros.
Ese ángel,
ése que niega el limbo de su fotografía
y hace pájaro muerto
su mano.
Ese ángel que terne que le pidan las alas,
que le besen el pico,
seriamente,
sin contrato.
Si es del cielo y tan tonto,
¿por qué en la tierra?
Yo te arrojé de mi cuerpo,
yo, con un carbón ardiendo.
-Vete.
Madrugada.
La luz, muerta en las esquinas
y en las casas.
Los hombres y las mujeres
ya no estaban.
-Vete.
Quedó mi cuerpo vacío,
negro saco, a la ventana.
Guerra a la guerra por la guerra. Vente.
Vuelve la espalda. El mar. Abre la boca.
Contra una mina una sirena choca
Y un arcángel se hunde, indiferente.
Tiempo de fuego. Adiós. Urgentemente.
Cierra los ojos. Es el monte.
Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio,
cal viva,
arena hirviendo,
para no ver la luz que salta en nuestros actos,
que ilumina por dentro nuestra lengua,
nuestra diaria palabra.
Hace falta querer morir sin estela de gloria y alegría,
sin participación de los himnos futuros,
sin recuerdo en los hombres que juzguen el pasado sombrío de la tierra.