polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco de Quevedo
La cercanía infranqueable entre sus cuerpos.
Un puente de miradas donde se cruzan
y se separan.
En sus labios:
un vaivén de palabras o de silencios
no la lenta fragua del beso.
polvo serán, mas polvo enamorado.
Francisco de Quevedo
La cercanía infranqueable entre sus cuerpos.
Un puente de miradas donde se cruzan
y se separan.
En sus labios:
un vaivén de palabras o de silencios
no la lenta fragua del beso.
mom semblable, mon frére.
Baudelaire
De qué herida vendrá el que te hiere.
Así, tan de filo, lujosamente.
De cuánta hambre o sed.
De qué adolescencia
humillada. De qué niñez
a golpes enterrada.
De qué piel perdida
o inútilmente deseada.
Recorriendo taciturno
las calles de Morelia,
recién abierta
la tajante
herida de tu ausencia,
me pregunto
a quién nombran,
ya vacantes,
los nombres de los muertos.
Pájaros huérfanos
sin el árbol del cuerpo,
sin más vuelo
que el inmóvil del recuerdo
¿a quién nombran?
Un abrazo y palabras entrecortadas
habrán dicho el adiós increíble.
Y entre tu cuerpo y el mío
manará sin cesar la distancia.
Como se apela a una hierba mágica
para sanar del mal de ausencia,
escribiré entonces estas líneas.
a Nazri
París, invierno de 1980
Queridos pájaros ausentes
Barrios de nieve
Pinos
Pacientemente sentados
Desde la penumbra de un cuarto
A la luz de la lámpara
Solitaria
Como la Khiswara en el Altiplano
Inclinado sobre la página
El vertiginoso pasado
La infancia apenas un eco
Un silbido lejano
un río
De rostros distantes
O muertos
La patria:
Un río de nombres ensangrentados
No héroes ni hermanos:
Corderos sacrificados
Al buche de topos feroces
Renacerán con su pueblo
(¿Cuándo?)
Cae la nieve
nieva silencio
Así ha de nevar ya está nevando
También el olvido
No escribo para abolirlo
Para nosotros escribo
Elizabeth Peterson:
Nunca tendremos un hijo
En tu vientre hermoso
La cicatriz
Brillaba como un castigo
Y éramos inocentes
éramos dichosos
Ahora mismo recuerdo cómo
Del bosque dormido del diccionario
Una mañana de pronto
Tus labios finos me regalaron
Una palabra:
Mirabilia
Las cosas no son un misterio
Son un obsequio
Vivir
Prodigio de nuestros muertos
Elizabeth Peterson
al separarnos
No me fui solo: me fui contigo
En mi país ya era otro
mirando
El alba entraba a cuchillazos
En el cerro de Urkupiña
Sudor y plegaria
golpeaban
La roca de la injusticia
No se quebró para los pobres
(¿Se quebrará algún día?)
Armadas de su hambre
Cuatro mujeres
estrellas matutinas
Rompieron la noche de siete años
Nos abrieron el camino
Y no supimos caminarlo
¿O no pudimos?
Las velas de las barcas
atadas a los mástiles
como vírgenes mártires
en la hoguera del día.
Transcurren desfallecidas,
estatuas de sal, exánimes,
ajenas a las sucesivas
voces de las suplicantes.
Invisible sobre las aguas,
por donde nadie parecía,
verbo puro, sin estampa,
el viento como un mesías
las toma entre sus brazos.
El sol poniente
orina óxido y oro.
Un estornino.
*
Asperja rojos
el cielo acuchillado.
La luz se agrieta.
*
Bajo los álamos,
las sombras amamantan
grumos de nieve.
*
La tarde se hace
metacrilato y sueño
en el vagón.
Qué dentro hay un sol. Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo. Cómo arraigadamente
brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche.
A Juan Luis Calbarro.
Regresas como un pájaro de sueño,
como un fruto caído del tiempo. Hablas
desde el fin de las cosas, despoblada
de labios, grávida de labios, sexo
en el caz del teléfono, deshielo
de besos que habitaron mi garganta.
¿Estoy muerto? Esta cólera vacía
que recorre los túmulos del cuerpo
¿es el florecimiento de las sombras
o lodo iluminado que profana,
como un frío corcel, la pubertad
de los signos? Este oro mutilado
que se deslíe irremisiblemente
hasta alcanzar la mácula del semen,
que perfora los nombres como a nubes
prohibidas, ¿son mis ojos acercándose
al acero?
Caía como los reos, sembrado, quieto en las horas,
con los pies enloquecidos. Veía ascuas silenciosas,
savias incrédulas, nortes que morían entre sombras
de cuerpo pidiendo líneas. Sólo intangibles palomas
oyen la sangre que nunca naufraga, el níveo idioma
que completa los muñones; sólo lejanas gaviotas
construyen la luz sin nombre, la madera dolorosa
que desata las pupilas; sólo el tiempo levanta olas
sagradas, piedras en flor, enamoradas leonas:
seres que niegan la arena, certidumbres que derrocan,
como una hoguera de carne, los más sólidos aromas.
Tu sexo sabe a corzo, igual que tu tristeza. Antes lo oía como un regato indeciso, como un niño que rebulle entre las sábanas. Se acercaba sin haber comulgado, todavía en su colmena, iniciándose en la mirada, con recuerdos improbables, con hábitos apenas míos, como un olivar interminable.
Te esperaba en el alambre del día, comiendo latidos, sofocando el grito de los huesos. A veces, sin embargo, cuando las poleas levantaban relámpagos y la noche sabía a almacén, callaba. Recordaba entonces las cosas pequeñas: la luna húmeda que encendía nuestros pasos junto al muelle o las palmeras amarillas de Tozeur o aquel lento cometa, sobre los montes caudalosos, a cuyo paso imaginamos la vejez.
Los cuerpos, esferas, se reúnen.
Se unifica la saliva
y circula
desde la migraña hasta el glande,
desde el sudor de la habitación
hasta la flores más negras.
Somos la saliva que gira en los miembros numéricos,
la saliva acoplada al vértigo.
Wardle
Remite el esplendor que ha estallado
como un bulbo doliente.
La luz tropieza
en los nudos del aire
y, en su caída,
produce
sonidos húmedos, lechosidades
secas, que se deslíen en la niebla.
El aire se divide en micas
que buscan
lo que subyace al aire, lo que late en su fondo,
la omnímoda
delicadeza con que el sol le impone
sus labios
interminables.
Ha venido la muerte: era una furgoneta o un gorrión. Un sudor blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las horas, la barba constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi desaparición en la corteza del sueño.
Le he chupado la lengua a la muerte: es áspera y morada.
Recuerdo aquel instante prodigioso
en el que apareciste frente a mí,
lo mismo que una efímera visión
igual que un genio de belleza pura.
En mi languidecer sin esperanza,
en las zozobras del ruidoso afán,
tu tierna voz se oyó en mi largo tiempo
y soñaba con tus divinos rasgos.
Poesía para desnudar la palabra.
Poesía para que se encienda la piel.
Poesía para conjurar el miedo.
Poesía para interpretar el caos.
Poesía para razonar los sueños.
Poesía para hacer exacta la alucinación.
Poesía para ver lo invisible.
Poesía inútil.
¡Adiós mujer oriental amada!
Poco faltó y contra mi extravagancia,
el hábito que me dicta todo o nada
casi me arrastra a las estepas, a la errancia
detrás de las huellas de tu carreta.
Tienes rasgados los ojos,
la naricita rara, la frente amplia,
no balbuceas en francés tus antojos,
los pies no aprietas con seda,
y junto al samovar, a la inglesa,
no sirves el té, ni las galletas,
no suspiras por poetas de moda,
Shakespeare no te inquieta,
no te abrumas de melancolía
cuando la cabeza se queda vacía,
no tarareas ma dov’ é,
el baile último no conoces…
Algo ocurrió conmigo, apenas media hora,
mientras alistaban los caballos,
la mente y el corazón los llenaba
tu belleza agreste, tus ojos.
Apuro sediento tu tierno gemido,
tu intimidad que me embriaga
y ardiente, la lengua del dulce deseo,
pasión cuyo vino no sacia.
Pero corta con ese relato,
oculta, calla tu sueño:
su llama que quema yo temo,
tengo miedo de saber tu secreto.
Bajo el cielo azul de su tierra nativa
languidecía ella, se agostaba…*
Al fin se marchitó, y ya de seguro
su joven sombra sobre mí volaba;
Nos separa una línea infranqueable.
En vano el sentimiento desperté.
Su muerte oí de un labio indiferente
y con indiferencia la escuché.
Tel j’étais autrefois et el je suis encore
André Chenier
Como fui en otro tiempo, así soy ahora,
descuidado, amoroso. Bien sabéis, mis amigos,
si puedo una belleza mirar sin conmoverme,
sin tímida ternura, sin emoción secreta.
Del céfiro nocturno
éter fluye.
Bulle,
huye
el Guadalquivir.
Salió la luna dorada,
¡silen…! ¡chis!… guitarra al son.
La española enamorada
se ha asomado a su balcón.
Del céfiro nocturno
éter fluye.
Bulle,
huye
el Guadalquivir.
¿Echasteis la voz nocturna junto al soto
del cantor del amor, del cantor de su pena?
en la hora matutina, cuando callan los campos
y el son triste y sencillo de la zampoña suena,
¿no la habéis escuchado?
¿Hallasteis en la yerma oscuridad boscosa
al cantor del amor, al cantor de su pena?
Estoy entre rejas en húmeda celda.
Criada en cautiverio, un águila joven,
mi triste compaña, batiendo sus alas,
junto a la ventana su pitanza pica.
La pica, la arroja, mira la ventana,
como si pensara lo mismo que yo.
Fue en su patria, bajo aquel cielo azul
ella, la marchita rosa…
Al fin murió, un hálito eras tú,
sombra adolescente que nadie toca;
pero una línea hay entre nosotros, es un abismo.
Intenté, en vano, avivar mi sentimiento:
la muerte dijeron los labios con oscuro cinismo,
y, yo la atendí indiferente.
Se apagó el astro del día;
el mar azul cubrió la niebla de la tarde.
¡Restallad, restallad, dóciles velas!
¡Encréspate a mis pies, lúgubre océano!
Contemplo las orillas apartadas,
el mágico confín del mediodía;
Voy hacia él con emoción y angustia,
embelesado por recuerdos tantos…
siento que afloran lágrimas de nuevo
hasta los ojos, y me hierve el alma
y deja de alentar; en torno mío
Un sueño familiar revolotea.
para Carmen Boullosa
Que no le sirvan otra cosa,
no foca, no cazón, tonina,
tanto animal del agua.
A la sirena hay que pedirla con cabeza.
Más importante aun que el ajo,
el estragón, pimienta y sal;
antes de ponderar
el cuerpo que Alavesa
le otorga a sus riojas,
o hacer alto homenaje a la cosecha
85 de Burdeos,
hay que mirar de frente a la sirena;
acariciar su cara desvaída,
limpiar de caracoles sus cabellos.
Terminó el día lluvioso; de la lluviosa noche
la sombra el cielo cubre con plomizo vestido.
Lo mismo que un espectro, detrás de la pineda,
la luna, rodeada de niebla, ha aparecido.
Todo inspira en mi alma una angustia sombría.
Allá lejos la luna brilla en pleno fulgor;
allá el aire rezuma tibieza vespertina,
allá la mar agita su manto de esplendor
bajo el azul del cielo.
para Adriana
Las hay muchas y son variados sus hábitos. Unas sólo cantan sentadas a la puerta de su casa. Otras cuando cantan peinan larga cabellera. Se sabe, por raro que parezca, que además de sorda no falta la que es muda. Sirenas arrepentidas y cínicas.
Todo lo sacrifico a tu memoria:
los acentos de la lira inspirada,
el llanto de una joven abrasada,
el temblor de mis celos. De la gloria
el brillo, y mi destierro tenebroso,
lo bello de mis claros pensamientos
y la venganza, sueño tormentoso
de mis encarnizados sufrimientos.
Ya vague por las calles bulliciosas,
ya penetre en el templo populoso,
ya me rodeen alocados jóvenes,
en mis ensueños sigo estando absorto.
Me digo: pasarán raudos los años
y por muchos que aquí nos encontremos,
todos iremos a la eterna fosa
y para alguno ya llegó su tiempo.
hay que soñar hacia atrás
hacia La fuenteOctavio Paz
Aquí, donde la loma desciende al valle áspera como zacate,
donde la ruina crece y guarda en sus adentros molcajetes sin mano,
arcilla requemada,
desde esta esquina de la calle donde el poder requiere un sastre que
le diseñe la sonrisa
veo crecer el culto a la concentración de las monedas,
a la hoja de lata,
a la imagen de uno mismo en el espejo
expresión cada vez más semejante a otro que no existe.
Yo la amé,
y ese amor tal vez,
está en mi alma todavía, quema mi pecho.
Pero confundirla más, no quiero.
Que no le traiga pena este amor mío.
Yola amé. Sin esperanza, con locura.
Sin voz, por los celos consumido;
la amé, sin engaño, con ternura,
tanto, que ojalá lo quiera Dios,
y que otro, amor le tenga como el mío.
¿Acaso yo no sé que hundida en las tinieblas,
jamás a la luz llegaría, la ignorancia,
y que soy un monstruo, y que la dicha de cien mil
no me toca más que la falsa felicidad de cien?
¿Y acaso yo no me ligo al quinquenio,
no me caigo y levanto con él?
Abierto el cuello de la camisa,
peludo como el torso de Beethoven,
recubre con su mano,
cual tablero de damas,
el sueño, la conciencia,
la noche y el amor.
Y una dama negra
-como loca de dolor-
prepara al mundo
para la representación,
cual guerrero a caballo
sobre simples peones.
Por cimbreante ramita aromada,
absorbiendo en tinieblas su néctar,
de un cáliz a otro corría
la humedad de alocada tormenta.
Deslizándose de uno a otro cáliz,
dejó en ellos, muy nítida,
una gota, enorme, cual ágata,
reluciente, colgante y tímida.
Amiga mía, ¿tú preguntas
quién ordena que arda el
habla del inválido?
Vamos a soltar las palabras
como un jardín, cuál ámbar y monda:
con distracción y generosamente,
apenas, apenas, apenas.
No hay que mencionar
porqué con tanta ceremonia
la rubia y el limón
han salpicado las hojas.
No, no soy yo quien le ha hecho estar triste.
Yo no merecía el olvido de mi patria.
Era el sol el que ardía en las gotas de tinta,
como en racimos de grosella polvorienta.
Y en la sangre de mis cartas y pensares
apareció la cochinilla.
Bebo la amargura de los nardos,
la amargura de cielos otoñales,
y en ellos el chorro ardiente de tus traiciones.
Bebo la amargura de las tardes, las noches,
y las multitudes,
la estrofa llorosa de inmensa amargura.
La sensatez de engendros de talleres no sufrimos.
¿Fue todo realidad? ¿Es hora de paseos?
Es mejor dormir eternamente, dormir, dormir,
y no ver sueño alguno.
Otra vez la calle. Otra vez la cortina de tul.
Otra vez, cada noche, la estepa, el almiar, los lamentos,
ahora, y en adelante.
Con el alma en rastras.
Con este ángel custodio de la conciencia
aún borracho y maldiciente.
Despertar
sin la certeza de cuándo se largaron los sentidos
ni cuándo llegó finalmente el sueño.
Con el cuerpo lastimado en sus cinco puntos cardinales.
(dos fragmentos)
I
Yo he amado también, y el aliento
del insomnio, temprano, temprano,
desde el parque bajaba al barranco,
y en tinieblas,
salía en volandas hacia un archipiélago
de calveros cubiertos de niebla felpuda,
de menta, de ajenjo y codornices.
Qué hermosa época para vivir la poesía:
entre los que le mendigan un poco de espacio a la red
y otros a la vieja política.
Los cibernautas y los mochileros, mis colegas
en este precipicio de palabras y garrapatas
que nos chupan el alma por igual.
La genética del alma:
el destino.
Al más puro sentido clásico
regreso.
Me lleva el viento
y en esa circunstancia
se revuelcan también mis sentidos.
Hoy alcanzo a balbucear razones.
Pero más allá de las razones estoy
yo,
hoja del árbol de la vida
que ven pasar los perros y los puercos,
mis contemporáneos y mis enemigos.
Hay que vivir sin imposturas
Vivir de modo que con el tiempo
Nos lleguemos a ganar el amor del espacio,
y oigamos la voz del futuro.
Hay que dejar blancos
En el destino y no en el papel
y en los márgenes anotar
Pasajes y capítulos de la vida entera.
Lo frío del metal
como una extraña fiebre
alimentada por la ofensa.
Su peso de venganza
lo acomodé en mis manos
y a la vieja usanza
di siete pasos antes de voltear.
No había nadie, ni señas del patán
que arruinó mi vida;
por eso disparé contra mi pecho,
a sabiendas que sobreviviría.
Oprimo la mejilla contra el embudo
del invierno, enroscado cual caracol.
«¡A sus sitios! ¡Quien no quiera,
que se aparte!»
Murmullos, ruidos, el trueno de una barahúnda.
«Es decir, ¿en «El mar está revuelto»?
¿En un relato,
que se enrosca cual cordón compresor,
donde se ponen en cola sin prepararse?
Entiendo que este día
nadie va a llamar.
Ni los más caros deseos,
ni esas fantasías que me han acompañado
todo este tiempo.
Sencillamente estaré solo
y está bien.
Entiendo que ya no tendrá sentido fingir.
Poesía, te voy a jurar
y termino, estoy ronco:
tú no eres el habla melosa,
tú eres el estío en tercera clase,
tú eres arrabal, y no estribillo.
Tú eres asfixiante como mayo, Yámskaya,*
un reducto nocturno de Shevardino,*
en el que lanzan gemidos las nubes,
marchándose luego por lados distintos.