El niño solo

Como escuchase un llanto, me paré en el repecho
y me acerqué a la puerta del rancho del camino.
Un niño de ojos dulces me miró desde el lecho.
¡Y una ternura inmensa me embriagó como un vino!

La madre se tardó, curvada en el barbecho;
el niño, al despertar, buscó el pezón de la rosa
y rompió en llanto… Yo lo estreché contra el pecho,
y una canción de cuna me subió, temblorosa…

Por la ventana abierta la luna nos miraba.

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El papagayo

El papagayo verde y amarillo,
el papagayo verde y azafrán,
me dijo «fea» con su habla gangosa
y con su pico que es de Satanás.

Yo no soy fea, que si fuese fea,
fea es mi madre parecida al sol,
fea la luz en que mira mi madre
y feo el viento en que pone su voz,
y fea el agua en que cae su cuerpo
y feo el mundo y Él que lo crió…

El papagayo verde y amarillo,
el papagayo verde y tornasol,
me dijo «fea» porque no ha comido
y el pan con vino se lo llevo yo,
que ya me voy cansando de mirarlo
siempre colgado y siempre tornasol…

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Este largo cansancio

Este largo cansancio se hará mayor un día
y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
arrastrando su masa por la rosada vía
por donde van los hombres, contentos de vivir…

Sentirás que a tu lado cavan briosamente,
que otra dormida llega a la quieta ciudad.

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Himno al árbol

Árbol hermano, que clavado
por garfios pardos en el suelo,
la clara frente has elevado
en una intensa sed de cielo;

hazme piadoso hacia la escoria
de cuyos limos me mantengo,
sin que se duerma la memoria
del país azul de donde vengo.

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In memoriam

Amado Nervo, suave perfil, labio sonriente;
Amado Nervo, estrofa y corazón en paz:
mientras te escribo, tienes losa sobre la frente,
baja en la nieve tu mortaja inmensamente
y la tremenda albura cayó sobre tu faz.

Me escribías: «Soy triste como los solitarios,
pero he vestido de sosiego mi temblor,
mi atroz angustia de la mortaja y el osario
y el ansia viva de Jesucristo, mi Señor».

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Interrogaciones

¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas?
¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas,
las lunas de los ojos albas y engrandecidas,
hacia un ancla invisible las manos orientadas?

¿O Tú llegas después que los hombres se han ido,
y les bajas el párpado sobre el ojo cegado,
acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido
y entrecruzas las manos sobre el pecho callado?

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Íntima

Tú no oprimas mis manos.
Llegará el duradero
tiempo de reposar con mucho polvo
y sombra en los entretejidos dedos.

Y dirías: «No puedo
amarla, porque ya se desgranaron
como mieses sus dedos».

Tú no beses mi boca.

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La casa

La mesa, hijo, está tendida
en blancura quieta de nata,
y en cuatro muros azulea,
dando relumbres, la cerámica.
Ésta es la sal, éste el aceite
y al centro el Pan que casi habla.
Oro más lindo que oro del Pan
no está ni en fruta ni en retama,
y da su olor de espiga y horno
una dicha que nunca sacia.

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La flor del aire

Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: «Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas.»

Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

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La fuga

Madre mía, en el sueño
ando por paisajes cardenosos:
un monte negro que se contornea
siempre, para alcanzar el otro monte;
y en el que sigue estás tú vagamente,
pero siempre hay otro monte redondo
que circundar, para pagar el paso
al monte de tu gozo y de mi gozo.

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La lluvia lenta

Esta agua medrosa y triste,
como un niño que padece,
antes de tocar la tierra
desfallece.

Quieto el árbol, quieto el viento,
¡y en el silencio estupendo,
este fino llanto amargo
cayendo!

El cielo es como un inmenso
corazón que se abre, amargo.

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La maestra rural

La Maestra era pura. «Los suaves hortelanos», decía,
«de este predio, que es predio de Jesús,
han de conservar puros los ojos y las manos,
guardar claros sus óleos, para dar clara luz».

La Maestra era pobre. Su reino no es humano.

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La manca

Que mi dedito lo cogió una almeja,
y que la almeja se cayó en la arena,
y que la arena se la tragó el mar.
Y que del mar la pescó un ballenero
y el ballenero llegó a Gibraltar;
y que en Gibraltar cantan pescadores:
«Novedad de tierra sacamos del mar,
novedad de un dedito de niña:
¡la que esté manca lo venga a buscar!»

Que me den un barco para ir a traerlo,
y para el barco me den capitán,
para el capitán que me den soldada,
y que por soldada pide la ciudad:
Marsella con torres y plazas y barcos,
de todo el mundo la mejor ciudad,
que no será hermosa con una niñita
a la que le robó su dedito el mar,
y los balleneros en pregones cantan
y están esperando sobre Gibraltar…

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Los sonetos de la muerte

I

Del nicho helado en que los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada.
Que he de dormirme en ella los hombres no supieron,
y que hemos de soñar sobre la misma almohada.

Te acostaré en la tierra soleada con una
dulcedumbre de madre para el hijo dormido,
y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna
al recibir tu cuerpo de niño dolorido.

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La otra

Una en mí maté:
yo no la amaba.

Era la flor llameando
del cactus de montaña;
era aridez y fuego;
nunca se refrescaba.

Piedra y cielo tenía
a pies y a espadas
y no bajaba nunca
a buscar «ojos de agua».

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La tierra

Niño indio, si estás cansado,
tú te acuestas sobre la Tierra,
y lo mismo si estás alegre,
hijo mío, juega con ella…

Se oyen cosas maravillosas
al tambor indio de la Tierra:
se oye el fuego que sube y baja
buscando el cielo, y no sosiega.

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La tierra y la mujer

Mientras tiene luz el mundo
y despierto está mi niño,
por encima de su cara,
todo es un hacerse guiños.

Guiños le hace la alameda
con sus dedos amarillos,
y tras de ella vienen nubes
en piruetas de cabritos…

La cigarra, al mediodía,
con el frote le hace guiño,
y la maña de la brisa
guiña con su pañalito.

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Los que no danzan

Una niña que es inválida
dijo: ?«¿Cómo danzo yo?»
Le dijimos que pusiera
a danzar su corazón…

Luego dijo la quebrada:
?«¿Cómo cantaría yo?»
Le dijimos que pusiera
a cantar su corazón…

Dijo el pobre cardo muerto:
?«¿Cómo danzaría yo?»
Le dijimos: ?«Pon al viento
a volar tu corazón…»

Dijo Dios desde la altura:
?«¿Cómo bajo del azul?»
Le dijimos que bajara
a danzarnos en la luz.

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Manitas

Manitas de los niños,
manitas pedigüeñas,
de los valles del mundo
sois dueñas.

Manitas de los niños
que al granado se tienden,
por vosotros las frutas
se encienden.

Y los panales llenos
de su carga se ofenden.

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Miedo

Yo no quiero que a mi niña
golondrina me la vuelvan;
se hunde volando en el Cielo
y no baja hasta mi estera;
en el alero hace el nido
y mis manos no la peinan.
Yo no quiero que a mi niña
golondrina me la vuelvan.

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Nocturno

Padre Nuestro, que estás en los cielos,
¡por qué te has olvidado de mí!
Te acordaste del fruto en febrero,
al llagarse su pulpa rubí.
¡Llevo abierto también mi costado,
y no quieres mirar hacia mí!

Te acordaste del negro racimo,
y lo diste al lagar carmesí;
y aventaste las hojas del álamo,
con tu aliento, en el aire sutil.

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Pan

Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo.

Me parece nuevo o como no visto,
y otra cosa que él no me ha alimentado,
pero volteando su miga, sonámbula,
tacto y olor se me olvidaron.

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Piececitos

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos!

El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

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Puertas

Entre los gestos del mundo
recibí el que me dan las puertas.
En la luz yo las he visto
o selladas o entreabiertas
y volviendo sus espaldas
del color de la vulpeja.
¿Por qué fue que las hicimos
para ser sus prisioneras?

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Ruth

I

Ruth moabita a espigar va a las eras,
aunque no tiene ni un campo mezquino.
Piensa que es Dios dueño de las praderas
y que ella espiga en un predio divino.

El sol caldeo su espalda acuchilla,
baña terrible su dorso inclinado;
arde de fiebre su leve mejilla,
y la fatiga le rinde el costado.

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Tres árboles

Tres árboles caídos
quedaron a la orilla del sendero.
El leñador los olvidó, y conversan
apretados de amor, como tres ciegos.

El sol de ocaso pone
su sangre viva en los hendidos leños
¡y se llevan los vientos la fragancia
de su costado abierto!

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Volverlo a ver

¿Y nunca, nunca más, ni en noches llenas
de temblor de astros, ni en las alboradas
vírgenes, ni en las tardes inmoladas?

¿Al margen de ningún sendero pálido,
que ciñe el campo, al margen de ninguna
fontana trémula, blanca de luna?

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