En tanto que de rosas
hacemos una piña…
San Juan de la Cruz
La cueva sin nadie que conocía el agua
y las espátulas de pizarra del mar contra las rocas
no eran una música más arriba,
o que provocasen siquiera frente a barcas de palo.
En tanto que de rosas
hacemos una piña…
San Juan de la Cruz
La cueva sin nadie que conocía el agua
y las espátulas de pizarra del mar contra las rocas
no eran una música más arriba,
o que provocasen siquiera frente a barcas de palo.
Lo que de amor yo supe
lo aprendí desamándote.
Por eso te idolatro
mejor que si te amara.
Decías que querías llevarme entre tus manos
-yo besé esa locura, yo la lloré y la quise-,
como a un frágil lucero de amor alucinado;
casta palma y abierta que irradiase en tu noche.
Y vi cómo la alzabas, cómo su luz se erguía
frente a los farallones férreos del mundo, contra
las turbias embestidas de lo oscuro y lo incierto,
ante esa furia cárdena que rugía en tu ergástula…
Pero el mal fue más hondo.
como un puñal ardiendo;
un revólver sonoro,
una tortura de instrumentos.
Las rosas, el champán…,
-¿te duele?-, el gesto
tuyo, como de alondra
que me abrasaba de tu aliento.
Dispara ya, y abrázame,
que estoy dispuesto
a todo, y se hace tarde
para morir.
Homenaje a Pablo García Baena
I
Cuan largas, tortuosas, miserables e inútiles
son siempre las congojas del amante obstinado.
Su pensamiento yerra aunque acierte su instinto,
su corazón se aprieta de agresivos venablos
sin objeto, a no serlo de su propio veneno.
rojas, de irrefutable arcilla humana,
las que han de herirme a su pesar mañana.
¿Suyo es mi ensueño? Míos son sus vanos
reinos de laberintos y de arcanos.
Yo sé muy bien su condición rufiana,
y cuánto pierde aquel que siempre gana
salvo ante dos asaltos soberanos.
Una carta, un poema, una música, un llanto…
¿Cómo te apreso, cómo te amo o me consumo?
¿Nuevas muertes u otras vidas? Restituidme
a los gélidos féretros del verbo y de la carne.
Yo te amé en el silencio de la ignota atalaya
que calla su tesoro de oro inaccesible.
Y ahora que te canto -¡maldito sea el llanto
del amor que se canta!-, qué soledad sonora,
qué insensata y agónica trompetería, qué estéril,
qué grave fundamento, qué infierno irreparable.
Te amé tanto que, un día, abandonó mi alma
la cárcel de su cuerpo. Errátil, y no hallándote,
regresó a la morada que yo daba por mía.
Mas no estaba mi cuerpo donde allí lo dejara,
sino el tuyo, vastísimo, como un templo de oro.
¿Cómo he dilapidado tanto afán, amor mío?
¿Por qué tejí poemas en días ya lejanos
pudriendo de silencio mi voz? La insomne palia
de Penélope astuta cada vez me alejaba
más y más de lo único que importaba a mi vida.
Dos miradas se amaron en secreto
durante muchos años. Dos palabras
no dichas. Dos palabras que nadie
habrá de pronunciar. Pobres tesoros
que guardan pobres páginas. (Lo mismo
que este roto jardín, el delicado
amor de Abderrahmán.)
Entre las olas que se obstinan
en la arena
y los tamarindos que se mecen
en manos de la brisa
surge
súbita como un salto
de gacela
la mirada temible de una niña.
¿A qué ese vano afán? ¿Es que no sabes
el fin para el que estás determinado?:
andar, andar sin rumbo, andar en cierto
modo como si ciego, por lugares
que nunca podrás ver. Piensa un instante:
¿de qué te sirve el oro?
La espuma y altas proas en la espuma
de las playas de Italia y de Virgilio.
Ese Eça de Queiroz tan estirado,
y toda la ironía que se trae en sus páginas.
París, que se resume en las mañanas
grises de Simenon.
Tu carne
tan desnuda
quieta
en la oscuridad
Tus pechos
dos
temblores
dos
lunas
en medio de la noche
Mis brazos
te rodean
violento
cuerpo a cuerpo
lucha
que sólo acabará
conmigo
sobre ti
conmigo
que me voy enredando en esas algas firmes
húmedas
suaves como tentáculos
Hasta que allá
en la calle
se acerque el alba de puntillas
sorbo
una a una tus lágrimas
gozosas
mansamente te lamo
chupo
igual que chuparía
un niño un caramelo
de frambuesa
Tu boca
ahora me sabe a almíbar
ahora
a cortezas amargas de naranja
Veo
a Dios
justo en ese momento en que mi cuerpo
se vacía de golpe entre tus piernas
Dices
(y es muy cierto)
que soy tímido y muy muy indeciso
y que siempre consigo lo que quiero
lo malo
es que tan sólo quiero
un poco más
de ti
un poco
más
en esta larga noche que se niega a morírsenos
así de cualquier modo
entre las manos
Estoy solo
Amanece
Una campana salta como un gato
sobre todas las cúpulas
las cópulas
y todos los tejados humeantes
La bruma
suelta su pedrería en la ventana
araña
los cristales
y me muerde la espalda con desgana.
El paso innumerable de las olas.
La inquietante presencia del crepúsculo.
La noche en el sauzal, depositando
su voluntad de sombras.
Pero no estabas tú, y aquel instante
en vano negará
su propensión a olvido.
El ciego Amor se me posó en los ojos
y te vi como sólo puede él ver a sus hijos:
coronada en la noche de fragantes guirnaldas
y danzando en silencio a la luz de la luna,
en un temblor de sistros que agitaban tus manos.
Esta noche, Francesca,
tus ojos son dos pájaros y van
en vuelo delicado
hacia un silencio verde de hondas ramas
sin nadie.
Vuelo quieto del ibis impasible,
del ibis mayestático sobre un Nilo ya apócrifo.
Ojos en los que siempre siempre está
soñando cosas raras
una esmeralda líquida en peligro.
Ojos tristes. Azules.
No conocen, mas saben.
No miran, pero duelen.
Se derraman
gota a gota en el vaso
íntimo de algún sueño.
Fueron.
¿Recuerdas una tarde en que te puse flores
granates en el pelo, allá en el Aventino?
Parecías talmente una diosa pagana.
O mejor, una ninfa: la Dafne legendaria
que jamás tuvo Apolo, por obra de los dioses.
Esa tarde aún espera su momento preciso,
temblando en cierta página de un libro ¿Y aquella
noche antigua, su tibieza de estío, rodeados
de faunos y bacantes, de amorcillos inquietos,
en un café de Vía Veneto?
Más de una hora inquieto,
tratando de encontrarla por las calles, apostado
en sitios estratégicos esquinas
en teoría casi inevitables, húmedos
bares de tres al cuarto, paradas
de autobuses
qué se yo
y ahora,
ahora estaba ahí,
tranquila,
tan campante, guapísima, del otro
lado del cristal.
Ciertos andares levemente hombrunos;
un diente que ahí está
descolocado;
la nariz regordeta, o bien, alzado
su arco un poco más de lo que algunos
puristas (pienso en Fidias) aconsejan.
Aquella piel tan pálida que muertos
ya sus pies te parecen; los inciertos
pasos adolescentes que se alejan
(¡y, oh Dios, con qué torpeza!) de ti; esa
diabólica sonrisa
Cuántos años
y no entender aún de qué extraños
ardides usa el Ciego con su presa.
Tienes ojos extraños.
Palpitantes caderas con inquietud de río.
Lentas ondas oscuras que tiemblan en tu frente
como algas mecidas por las olas.
Tus manos bien podrían alzar en vilo el mundo,
frío cáliz de espanto ofrendado a los dioses.
a Paulina
Un castillo de naipes que se vino
abajo, para siempre; tu pasado:
horas que fueron tristes; el transcurso
de un ebrio atardecer; días fugaces
como guirnaldas súbitas, honrando
las sienes de tus hijas. Qué de errores
al cabo de los años.
Las manos de la diosa
no prodigan
calor.
Vale mil veces
más la humilde ternura de esas otras,
comunes y encontradas
en la noche del puerto,
que toda la destreza de Praxíteles.
El instante es azul
El mar, aquella quieta
piedra verde que ocupa la mañana
Palpitante
abierta como un párpado
la tentación
me asalta
Venus
emergente en la espuma
muy joven
delgadita
y con bañador rojo.
No te engañes: no hay más que dos caminos.
Mas puedes escoger, así que deja
tu estameña y el cuenco de las gachas
y cúbrete en silencio de orgullosa
púrpura, suave lino, azul diadema,
o de húmedas guirnaldas palpitantes,
y avanza como un rey o como un toro
que inmolaran los flámines a Júpiter.
Este asombro de ser apenas una
parte del universo, y ser sin duda
tan vasto como el orbe, y ser gemido,
e instante, y eco, y dardo sin destino
ni otra cosa que un rumbo me depare.
Este ser una sombra que no sabe
ni puede comprender, que olvida acaso
porque es su condición.
Descompensadas pasiones
se apoderan del mundo;
deseos de poder y podar,
de dominar y domar,
de someter y arremeter.
Adormecida la humanidad,
nada es lo mismo,
ni el amor sabe a rosa,
ni la rosa a poesía,
ni la poesía a vida,
ni la vida a manantial de luz.
I
Ante tanta crisis de autenticidad,
registremos la poesía como signo
de identidad y señal de amor.
II
La educación hace al hombre.
Le ayuda a hacerse a la vida.
Y a vivir más humanamente.
Nívea de fragancias y esperanza
nos despierta las ganas de vivir,
nos renace el amor y su latir
de versos, nos dona etérea danza.
Un dulce albor de vida se nos lanza
en primavera, sólo hay que sentir
la voz del Creador, y el alma abrir
a la estela de luz, que nos alcanza.
«Estas son tres formas elementales de la experiencia de Dios
y de la relación con Dios;
nosotros vivimos por obra de Dios,
ante Dios,
y podemos vivir con Dios»
(Gerhard Ebeling, «Sui Salmi», Brescia 1973, p. 97).
A Dios hay que buscarle
en el verso de la vida,
en la vida sigilosa
y en los latidos del alma.
Digo que la paz se reduce al respeto
de los derechos del hombre
y se somete a la devoción
de que nadie es más que nadie
y de que nadie es menos que nadie
y de que todos somos alguien.
En la justicia justa,
sólo vive la gesta de la paz.
Nadar en armonía,
sin vencedores
ni vencidos,
es el más cálido
concierto a la concordia
y el más sublime ensamblaje justo.
El hombre tiene hambre,
hambre de ley natural
ante tanta ley sin ley
a la justicia social,
necesidad de vuelo,
ansiedad de verdad,
frente a tantas necias necedades.
I
Todos pedimos más,
más ley,
todos pedimos más,
más orden,
mientras todos tratamos
de burlar la norma
y eludir el cumplimiento.
II
Tenemos leyes para todo,
menos la ley de la palabra.
Toda acción bélica es abusiva,
por la reacción de odio que genera,
por su terror, bandera que abandera,
por el desamor de llamas que aviva.
Toda intriga bélica es revulsiva,
crea mal y repele alma sincera:
es necio modo de humanizar fiera,
de amparar derechos de forma altiva.
Digo que la paz se reduce al respeto
de los derechos del hombre
y se somete a la devoción
de que nadie es más que nadie
y de que nadie es menos que nadie
y de que todos somos alguien.
Hay que defender la paz a todo trance
y trenzar trazos de versos,
que aniden en la verdad y bondad.
Para de la verdad beber y vivir,
esta receta:
escucha y no escarches,
observa y no reserves,
ama y no llames, ¡ama!.
Vivir el día a día,
y en el día vivir:
cortés en las formas,
gentil en el fondo;
para donarse a la existencia
y darse vida en la vida.
Haré una buena acción
y no lo diré a nadie
y no lo echaré en cara
y no diré sí,
sí tengo que decir no.
Quise medir el amor
con los labios del mar,
y el mar me bañó de versos
con los labios de tu boca.
Tu boca es el olvido del yo
y la memoria del alma
que se funde y se confunde.
La acogida, el amor, y el servicio al niño,
nota distintiva de las familias cristianas.
(Juan Pablo II.-
Exhortación apostólica postsinodal Familiaris Consortio,
noviembre de 1981)
Los niños del mundo pobre,
se les recluta para ser escudos,
se les arma para ser guerreros,
se les adoctrina para ser leones,
y a cambio de pan, reciben odio,
que les mutila la sonrisa del alma.
Madre, que portas al Hijo, ¡Madre!
Nos descubrimos ante Vos, reina de la Vida.
Todo el pueblo de Granada está contigo.
Contigo y con los versos poblados de Evangelio.
¡Tú eres la llena de poesía!
El verso más níveo y el universo más nieve.
Como la brisa apareció en la tarde
de aquella tibia calle con naranjos.
A mi encuentro venía lentamente,
como si no quisiera llegar nunca
o buscara quién sabe qué misterio.
Por fin llegó a mi altura y se detuvo
-justo cuando esperaba su pregunta
con ese rubio acento de ojos claros
que tienen las muchachas extranjeras-
a coger unas flores de azahar,
hasta entonces tan lejos, de tan cerca.
Con la luna has llegado hasta el umbral
sin que a tu voz ladraran mis mastines.
Segura y fácilmente
has abierto la puerta
de mis ojos,
como si siempre hubieran sido tuyos.
Luego, en silencio -mientras iban
cayendo
una
a una
todas tus prendas en el suelo-
el lóbrego pasillo que sube al corazón.
No es que yo viva para la añoranza
ni que, a menudo, ande cabizbajo
pero, si alguna vez se viene abajo
mi corazón y pierdo la esperanza,
si retrocede la ilusión y avanza
sombrío el desaliento, no hay atajo
mejor, para ponerme a salvo bajo
el cielo, que volver a la bonanza
de aquella luz, de aquella primavera,
de aquel tiempo de sueños sin frontera
cuando nada se sabe de la muerte.
He puesto cuanto tengo a plazo fijo,
y renovable por el tiempo
que Dios quiera, en la nueva sucursal
bancaria de mi calle;
que, tal y como están las cosas hoy,
es mucho desaliento para llevarlo encima
y demasiada sombra para tenerla en casa.
(Gaspar Melchor de Jovellanos,
por Francisco de Goya)
Como un lento, oscuro, inmenso
mar que anega el corazón,
crece mi desolación
hoy, más cuanto más lo pienso.
Tan débil, tan indefenso
me hallo ante la soledad,
la responsabilidad,
los ataques, las intrigas…
Y carcomidas mis vigas
por la pobreza y la edad.
Si siempre ha sido flor
de un día la esperanza
y hasta la piel que tocas
mañana será nada;
si todos somos nadie
y nadie supo nunca
que fuera más que sombra,
que fuera más que duda;
si ni siquiera sé
si aún nos queda tiempo,
¿qué me quieres pedir?
Mana recuerdos tibios
la tarde de noviembre
mientras sobre la cama
me acostumbro a la muerte.
Acodado y absorto,
un niño, desde el puente,
contempla, al sol, las barcas.
Con ojos transparentes
el niño mira, y tiembla
el agua en las paredes.
Tal vez la dicha sea, entre otras cosas
cotidiana y hermosamente simples,
venir, como esta tarde, a recogerte,
a la salida del colegio, ¿sabes?,
y bajo el sol dorándose en tu pelo,
llevarte de la mano y sorprenderme,
como si del olvido regresara,
de ver que ya me llegas justo al pecho
y de lo mucho que a ella te pareces;
y al aire nuevo de la primavera,
pasear por el parque y de palomas
llenarme el corazón y la mirada
cuando alegre me cuentas que sacaste
un siete en Naturales y que Bea
te ha invitado a su fiesta de cumpleaños.