Aún
no sé qué mano esconde tu sorpresa
hoy que nada se parece a lo que amo.
Me salva en el largo acecho
la inseguridad que afirma mi pulso,
cada rompimiento que incita a un nuevo embate
y ese ángel justador que acude a veces
en el vago placer de la antesala.
Poemas de Ricardo Hernández Bravo
Boca arriba en los sacos,
donde el verano tiende los cuerpos a la noche,
donde la luz imanta ojos
tenso hacia lo alto
el arco sin flechas.
Como una pausa de resaca,
donde el día es sólo víspera
de otra noche para la quema,
un sexto sentido nos excluye.
Femenino el sabor de la indolencia.
Desojado en mi recuadro de luz
de la ciudad insomne
en los recuadros de cada fachada adivino
siluetas detrás de las cortinas,
los cuerpos encogidos en sus camas
y en sus vasitos sobre la mesilla
el corazón en cuarentena.
Día a día de rumbos encontrados,
de mieles esfumadas,
de apaños a deshora.
Este bombear y no cundir la sangre,
afirmarnos desmintiendo a los ojos
y hacerse cuesta el pulso
y no alcanzar la altura.
Durante años en cuarentena
la más leve impureza
crece en ropajes. Cubre
con brillos su vergüenza
y mientras delira en su concha
toma la forma de su encierro.
Cada perla un coágulo perfecto
para el engaño.
El buscador de joyas traga estiércol
como abono a una tierra sin raíces.
Escarba cuerpos con sus uñas negras
y arranca corazones
picados de gusano.
En cada frente de mina esa veta
de ojos que se resiste al picador.
El maniquí tras el cristal.
Fijos los ojos en un punto
invisible a los ojos.
Ajeno al tiempo penetra
el silencio que lo aísla
mientras multitud de vestidos cubren
un desnudo huérfano de brazos.
Eje
de un mundo que gira
ignorando su centro.
El ojo se hace fuerte tras la máscara,
furtivo en el festín de los escotes.
Tienta en el cruce de miradas,
puntea los sentidos como cuerdas
en la noche de alcohol.
Bebe en los pasadizos de la música,
en los desagües de la piel
enfebrecida por el baile.
Hacia tu mano cuelgan paraísos
del árbol sin hojas. Donde el cuerpo
da sombra a su propia sombra,
fácil a lo prohibido
como boca de niño.
Así el brillo de un ojo nos seduce.
Así la inteligencia
el gusano en la fruta.
La claridad presa.
La mosca en su camino.
Y la mano que acude,
la ventana al fin
y ella trazando círculos,
rehuyendo la mano,
terca, contra su propia
sed de luz.
No llegamos más adentro
de la piel inaugurada por el miedo.
Traiciona el corazón, lo que tragamos
y nos sirve de puente en la riada.
Indigesta el viejo afán de pureza,
inútil el cincel en el desbaste.
La otra cara del hambre nos enfanga,
la mariposa enferma crecida en la manzana,
su vuelo raso en la carne mordida, y ese polvillo
de sus alas entre los dedos siempre
condenados al roce.