Hazle, Dios mío, una cabaña al sol,
en un rincón de la vieja campiña,
no debe ser más alta que una flor
que sea del tamaño de una oreja.
Hazle una charca de agua bajo el sol,
y de un palo de fósforo una nave
para que en su azufrada cabecita
ella pueda tocar el infinito.