Déjame que te llame
mi chiquitita,
aunque sepa de sobra
que es gran mentira.
El chiquitito
soy yo, señora mía,
y el pobrecillo.
Poemas de Baldomero Fernández Moreno
Sol en el jardincillo de noviembre.
Un día de éstos cumplo los sesenta.
Tiende el oído como yo y escucha
el abejeo de las madreselvas.
Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza agobia,
¡Dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
Ya ves que no te suelto, que me ato
a tu recuerdo rubio y vaporoso,
fugitivo en la calle y silencioso,
yo, que era poderío y arrebato.
Me estiro lo que puedo; dudo y trato
de asir tu traje, por ser tuyo, hermoso;
ceñido siempre y a la vez pomposo,
tentación por aquí y allí recato.
Esto que escribo ahora es el postrero
son de mi pobre lira fatigada,
la mano de escribir está cansada
y el corazón me dice que me muero.
Canto de cisne moribundo, quiero
te ilumine como una llamarada
y te deje por siempre señalada
a la contemplación del mundo entero.
Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones,
canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada.
A doña Dalmira López de Osornio, por cuyas venas corre la sangre terrible de don Juan Manuel
Tienes sangre de tiranos
en tus venas, novia mía;
lo sé por la tiranía
dulcísima de tus manos.
Hay instintos inhumanos
en tu fiero corazón,
en tus ojos de traición
acecha don Juan Manuel,
y es tu boca roja y cruel
como la Federación.
Jamás he visto más revuelto el cielo,
más lóbrego, más bajo, más vibrado
de rápido relámpago azufrado,
víbora sobre torvo terciopelo.
Nunca cargué tamaño desconsuelo
ni nunca me sentí tan amargado;
aquí estoy solo, triste, hosco, callado,
erizado de furia y de recelo.
Cuando el agua esperábamos ansiosos,
una nube de polvo cubrió el cielo.
Fue Inútil cerrar puertas y ventanas:
nos invadió los hondos aposentos,
cubrió maderas, apagó cristales,
cayó sobre mis libros y cuadernos,
fue crujido gris entre los dientes
y ceniza fugaz en los cabellos.
Me he detenido enfrente del Congreso,
y en medio del urbano torbellino,
he soñado en un rústico camino
y me he sentido el corazón opreso.
Una tranquera floja, un monte espeso,
el girar perezoso de un molino,
la charla familiar de algún vecino,
¿no valen algo más que todo eso?
El olorcillo a incienso, el rumor de los fieles
te rodea, te embebe, te eleva y te transfigura.
Torbellino de cirios y de místicas mieles
a mí también me arrastra y me sube a la altura.
Amor crepuscular, idilio sin mañana,
yo que empecé hecho un ángel, y, ¿habré perdido el cielo?
De pronto, en el silencio de la noche,
se alzó un rumor lejano y temeroso
y el camino que corre frente a casa
sonó de viento y se encrespó de ola.
Era una larga tropa de ganado,
cientos de vacas, bajo los testuces,
desgarrando la sombra con los cuernos,
midriáticas de espanto las pupilas,
deshechas con la helada las pezuñas,
dolientes de mugidos maternales.
Yo me lancé a la vida,
audaz, desnudo,
apretada una rosa
en cada puño.
Y no he hecho nada,
aquí estoy sentadito
a la ventana.
He sido siempre el hombre
de última hora,
el que pierde ocasiones
y el que llora.
¡Qué serena va la quilla
por el río de león!
Suavidad y decisión,
parece mano y cuchilla.
Se pinta en tinta amarilla
un pespunte luminoso,
ya recto, ya tortuoso,
de camarotes y puentes,
y se adivinan las gentes
con el rostro caviloso.
Pedazo de verde banco
que ocupo ahora otra vez…
Pienso en la ola y el pez
y el faro tuerto y blanco.
Yo tuve un día a mi flanco
otro río de calor,
alguna cintura en flor,
hasta en este propio asiento.
De pronto, como un breve latigazo,
mi nombre, Friedt, estalló en el aula.
Yo me puse de pie, y un poco trémulo
avancé hacia la mesa, entre las bancas.
Era el examen último del curso
y al que tenía más miedo: la gramática.
Fue preciso que el sol se ocultara sangriento,
que se fueran las nubes, que se calmara el viento.
que se pusiese el cielo tranquilo como un raso
para que aquella gota de luz se abriese paso.
Era apenas un punto en el cielo amatista,
casi menos que un punto, creación de vista.
Sobre la espuma,
sobre la piedra,
sobre el asfalto,
sobre la hierba,
sobre los cardos,
sobre las tejas,
brilla una estrella,
brilla mi estrella.
Lleva una malla
de oro y de seda.
¿Habrá en el mundo vacas más benignas que éstas?
Se anuncian con un claro cencerro matinal,
y en las ruidosas puertas de hoteles y pensiones,
al pie de las crías flacas, se dejan ordeñar.
Viven en pobres tambos, pacen escasa hierba,
entre piedra y arena, tamarisco y cardal;
pero siempre rebosan medio litro de leche
para los niños tristes que envía la ciudad.
Todos duermen en el tren,
todos duermen menos yo.
Por la abierta ventanilla
mirando, mirando voy
el campo negro, que argenta
la luna con su esplendor.
Todos duermen en el tren,
todos duermen menos yo.
Nadie tiene sed de espacio,
sed de luna, sed de Dios.
A pesar de la lluvia yo he salido
a tomar un café. Estoy sentado
bajo el toldo tirante y empapado
de este viejo Tortoni conocido.
¡Cuántas veces, oh padre, habrás venido
de tu graves negocios fatigado,
a fumar un habano perfumado
y a jugar el tresillo consabido!
Yo sueño con un sueño de pastores
en una choza ríspida y perdida,
la majada muy cerca recogida
en un seto de espinos y de flores.
Con un alba de aromas y colores,
de oculto brezo y nieve derretida,
y después del temblor de la partida
descender vegas y trepar alcores.