Estoy solo en mi casa,
ya lo sabes, y triste como siempre,
Me canso de leer y de escribir,
y necesito verte.
Ayer pasaste con tus hermanitas
por mi puerta; tú, seria, ellas alegres.
Irías a comprar alguna cosa…
Ganas tenía yo de detenerte,
tomarte despacito de la mano
y decirte después, muy suavemente:
—La noche está muy fría,
correr un viento inclemente…
Sube las escaleras de mi casa
y quédate conmigo para siempre.
Poemas de Baldomero Fernández Moreno
Agradezco tus versos, Vasco, y siento
el álamo, en su hilado, y la laguna.
El talle de la niña, el de la luna,
los filos de la lluvia y los del viento.
Y renovado en ti mi sentimiento
del lugar, con tal brío y tal fortuna.
La calle, amigo mío, es vestida sirena
que tiene luz, perfume, ondulación y canto.
Vagando por las calles uno olvida su pena,
yo te lo digo que he vagado tanto.
Te deslizas por ellas entre el mar de la gente,
casi ni la molestia tienes de caminar,
eres como una hoja marchita, indiferente,
que corre o que no corre como quiere ese mar.
Hoy no pudimos más, y envueltos
del crepúsculo azul en la penumbra,
nos fuimos por el pueblo lentamente
a comprar una cuna.
Y compramos de intento la más pobre,
mimbre trenzado a la manera rústica,
cuna de labradores y pastores…
Hijo: la vida es dura.
Hecha una fierecilla deliciosa
se arrojó de la cama en un momento.
Vibró un instante la cadera de oro,
rodaron por la espalda los cabellos,
sonaron unos pasos por la alfombra,
se abrió una puerta y se perdió a lo lejos.
La Rita tiene que tiene
tal meneo cuando anda,
que arriba mueve los senos
y que abajo las enaguas.
La nariz tiene picuda
y la mejilla picada,
y una melena cortita
de greñas tristes y lacias
en que clava una peineta,
cual su boca, desdentada.
—«La torre, madre, más alta
es la torre de aquel pueblo,
la torre de aquella iglesia
hunde su cruz en el cielo.
»Dime, madre, ¿hay otra torre
más alta en el mundo entero?»
—«Esa torre sólo es alta,
hijo mío, en tu recuerdo».
Lentamente venía la vaca bermeja,
por el campo verde, todo lleno de agua;
lentamente venía, los ojos muy tristes,
la cabeza baja,
y colgando del morro brillante
un hilo de baba.
Enferma venía la buena, la única» de la pobre chacra.
Se llamaba Lamberto, se llamaba Lamberto,
un nombre medieval como un guante de hierro.
Vivía en una casa carcomida del pueblo,
sobre la puerta escudo, sobre el escudo yelmo.
El siempre por el monte, de caza, con sus perros
o en la taberna, ebrio.
Ved en sombras el cuarto, y en el lecho
desnudos, sonrosados, rozagantes,
el nudo vivo de los dos amantes
boca con boca y pecho contra pecho.
Se hace más apretado el nudo estrecho,
bailotean los dedos delirantes,
suspéndese el aliento unos instantes…
y he aquí el nudo sexual deshecho.
No quiero no, no quiero serranías,
ni la ola marina y su jactancia,
ni el fondo verde y oro de una estancia…
Quiero pasar, verano, aquí mis días.
Cerca de aquí y de tus niñerías
y de tu lealtad y tu constancia,
adherido a tu piel a su fragancia…
Que te enojes, que hables, que te rías.
No ha de apagar su lámpara el poeta,
aunque el fino pincel de la mañana
el desnudo cristal de la ventana
pinte con el azul de su paleta,
sin tejer otra lírica violeta
en la ideal corona que engalana
tu divina cabeza soberana,
por buena, por hermosa y por discreta.
La luna estaba blanca,
el cielo estaba gris.
Eran dos sombras negras
y era un beso sin fin.
La rueda del molino
dio media vuelta y empezó a gruñir.
Ocre y abierto en huellas, el camino
Separa opacamente los sembrados…
Lejos, la margarita de un molino.
Me borré el doctor
hace mucho tiempo.
Borré la inicial
de mi nombre feo.
No quiero ser nada
ni malo ni bueno.
Un pájaro pardo
perdido en el viento.
Nunca debí dejaros dispersar a los vientos,
discípulos queridos que me brindó el azar.
Yo debí cada curso separar unos cuantos,
llevarlos de la mano y atarlos en un haz.
Cada año regalome cuatro o cinco cabezas
en que estaba la estrella dando destellos ya.
Caminando hacia el suburbio
con mi rebaño de versos,
para todos invisible,
para mí ruidoso y crespo,
pasó adrede por mi banda
casi afeitándome el cuerpo,
un automóvil cuchillo,
largo, afilado y estrecho,
de cachas negras y azules
y hoja de cristal y acero,
que aventó mi pobre hato
y al rabadán dejó lelo.
A punto está de deshacerse el negro
nudo de tus cabellos sobre el hombro.
Se desharía bajo un largo beso,
con un suspiro demasiado hondo.
Baña la dulce lámpara de seda
tu cara en lluvia de reflejos rojos,
mientras que blando, perezoso y puro,
en cobre vibra tu perfil morocho.
Creo a veces que estás a mi lado tendida,
sobre mi brazo izquierdo la cabeza dormida.
Realidad me parece mi amorosa locura,
me sonrío a mí mismo con inmensa dulzura
y silenciosamente para no despertarte
me inclino hacia tu rostro quieto para besarte
pero mis labios juntos se pierden en la nada
y mi beso se hiela sobre la fría almohada,
tal como un pajarito que en una noche eleve
al abatir su vuelo se cayera en la nieve.
Un hombre que camina por el campo
y ve extendido entre dos troncos verdes
un hilillo de araña blanquecino
balanceándose un poco al aire leve.
Y levanta el bastón para romperlo,
y ya lo va a romper, y se detiene.
Las hojas verdes, las baldosas rojas,
templado el sol y lánguida la brisa,
bajo la parra familiar del patio,
en los maternos brazos sonreías.
Yo pensaba, feliz, al contemplarte:
¡dulce es el mundo, sin dolor la vida!
Cuando te echaste bruscamente al suelo
y tu inocente pie mató una hormiga.
Cómo duermes, pequeña, en tu cunita,
cerca del fuego que te abriga y dora.
Te contemplo un minuto, media hora,
y tú sigues dormida, dormidita.
Un carro pasa, un leño azul crepita,
sube una voz del aire triunfadora,
y tú como si tal, mínima aurora,
la pestaña ¡ay de mí!
Ésta que viene aquí toda vestida
de un traje blanco y un negro sombrero
tiene la obligación de mi sendero
y las rosas y espinas de mi vida.
Porque una noche el ánima afligida,
mustia de soledad, dijo: Te quiero.
Alzo en la noche tu rollizo cuerpo,
altos mis brazos sobre mi cabeza.
Rosada fruta es tu desnuda carne,
mis manos se abren como dos bandejas.
Y coronado de tu gracia pura,
los pies hundidos en la fresca hierba,
saliente el pecho en el ligero esfuerzo,
os lo presento, atónitas estrellas.
No te he visto, Marcela, en todo el santo día,
pero sé que has estado en una escribanía.
Buen lugar para estar los dos un rato solos
y arrojar al azur todos los protocolos.
¿Quién podría distinguir
en el campo, a la distancia
si aquel pobre montoncito
es un rancho o una parva?
El mismo color de tierra,
la misma forma aplastada,
el mismo aspecto de abrigo
de pequeñez resignada.
¡Una parva es un ranchito
sin puertas y sin ventanas!
Hoy fuimos lentamente
a la laguna, amigas.
Vuestros vestidos claros
festonearon la orilla.
Violeta estaba el agua,
blanca la luna arriba.
Al regresar hablábais:
Tengo las manos frías…
Tengo las trenzas húmedas…
Yo estaba distraído, y os oía.
Si el destino te dio mujer virtuosa,
hijos innumerables y lozanos,
piensa, mortal, que tienes en las manos
la parte de la vida más sabrosa.
Trabaja, vuelve a trabajar, reposa,
para ti será el sol de los veranos,
el dulce fuego en los inviernos canos,
el valle verde y la ribera rosa.
Bajo el árbol redondo de hojas nuevas,
en el rústico banco del idilio,
ella estalló de pronto en carcajadas
como fuente que brota a borbotones.
Y estremecido el olvidado banco,
como si todo el júbilo del mundo
hinchara de vigor sus viejas fibras,
hizo saltar mi cuerpo alegremente
con renovada furia hacia las nubes.
Orillas del Uruguay
una piedra encontré hoy
aplastada, redondita,
y de encendido color:
pequeña obra maestra
de agua, de viento —y de sol.
Y decidí recogerla
y usarla como reloj.
El mismo peso me hace
que la máquina mejor,
la compañía es idéntica
y guarda el mismo calor.