Bajo la nervaduras y los arcos
ángeles puros en racimos ebrios
con sus risas de lirios nos deslumbran.
Sobre su piel la pátina del tiempo
difumina los ópalos dormidos
prolongando los oros en su hondura.
En las columnas dóricas se apoyan,
roban sus alas las policromías
para fraguar azahares en el aire.
Poemas de Luzmaría Jiménez Faro
Oblicuamente noche llegas
a sacudir la fiebre que recorre
el azulado horóscopo que anudo.
Abro las manos torpe
y cuento mis diez dedos
que como diez cuchillos afilados
apuñalan lo oscuro.
Y yo,
y tú,
nosotros y vosotros,
los que amamos la voz y la palabra
al margen del insomnio,
descifraremos el ajedrez de espejos
para después, a plena luz, reconocernos.
Derribado el crepúsculo se alza
el hueco de tu frente en el ensueño
por el ámbito oscuro de la alcoba.
Tu perfil transfundido se dibuja
en la pared de cal, y dulcemente
en su blancor se unen nuestras sombras.
No hay derrota en el gesto: soplo somos
compañeros de viaje hacia un poema
fugitivos anclados en un verso.
Echa a volar, gaviota de mi puerto,
por las rotas arterias de mis olas,
y en las blancas estelas de mis pechos
dibújame tu sombra en la distancia.
Allí, donde parece que se estrellan
mi inquieta espuma y tu batir de alas,
allí será el encuentro todo fuego,
allí.
Usted y yo tenemos una cita.
Se que jamás se retrasó en la hora.
Tal vez pueda darme algo ti tiempo
para mirar mi vida.
¿Podré volver la vista hasta mi patio?
Allí la madreselva era alegría
su aroma resbalaba por los sueños
de mi sangre crecida.
Hay mujeres que empapadas en ron
hacen memoria de las cosas perdidas.
La lumbre de sus cuerpos,
el tibio don donde la fruta canta
y se desborda el júbilo,
es un manjar del trópico
para bocas de ortiga.
Mujeres dulces de trago desmedido.
Granos de arena. Travesía del polvo.
Piélago rendido a la distancia.
Vaharada de tiempo que sofoca
la ráfaga encendida.
Fiebre sedienta y ávida.
La memoria es sólo un espejismo.
No remuevas la arena.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad.
Esta mujer va por un campo yerto.
(Dámaso Alonso)
La mujer deja la alcuza sobre su soledad.
Observa
la ciudad nocturna con sus negras pupilas
donde habitan, furiosos, sólo pájaros ciegos.
Hoy mi playa se viste de amargura
Porque tu barca tiene que partir
A buscar otros mares de locura…
Para contar cualquier historia vieja. Para que el tiempo
reconozca que sangre, o grito, o verso es vida.
Un coro de ángeles juega con sus voces:
trisagios, improperios, dies irae;
antífonas, kirieleison, misereres;
benedictus, baladas, sinfonías;
magníficat, angélicas, salmodias…
Los ángeles se cansan de tanta algarabía,
porque saben que al estado de gracias
solamente se llega
cuando el silencio habita.
De este talado tránsito del que nunca podrás vol-
ver sobre tus huellas, lo verdadramente útil es el
tiempo. Tal vez nunca ha tenido buena prensa por
aquello de desgastar la piel y restar a los cuerpos el
sabor de las frutas, la miel y la armonía.
¡Ciudad mía! Hablo de ti,
de tu opulento parque.
Allí, donde tus árboles crecían
con la misma ternura que mi infancia.
Hojas…pájaros…ramas desprendidas
por un viento secreto que jugaba
con el gozoso asombro de lo nuevo.
También él: hermoso ángel caído
expulsado de los cielos y maldito,
sobre su alto pedestal ponía
en nuestro aletear su cruel belleza.
Dicen que llevas una venda…
Otros hablan de tu total ceguera,
y yo…
ni siquiera podría comentarte
nada de nuestro encuentro.
Sí, sé de aquella tarde
que cubriste de ardor mi indiferencia,
que una alegría fiera
saltó del corazón a la garganta,
de la garganta a los inquietos labios
que se tornaron nidos de luciérnagas.
Fueron tus manos tercas y
desnudas
las que me deshojaron.
Yo fui la eterna margarita
del sí y del no:
pétalo a pétalo
talada en tu cintura.
Toda ya cicatriz
abierta hacia la lluvia.
Y se abrió esa Janua caeli
para llenar tu hogar de acompañadas horas.
Crecieron tras de ti predestinados frutos.
Han llovido los mayos y dorado los junios,
y por tu casa habitan
los ángeles pequeños de las cosas.
Cuando estoy contigo
no cambio la gloria
por la dicha grande
de estar en tu historia.
Madrid era la luz y la penumbra en los años
sesenta. Era tan solamente luz su pavimiento para
aquellos zapatos primeros de tacón.
Para contar cualquier historia vieja. Para que el tiempo
reconozca que sangre, o grito, o verso es vida. Para de-
cir tu nombre y no caer en un proyecto de monotonía. Pa-
ra que las flores de Baudelaire encuentren esa capacidad
de asombro y abrir al hombre a una memoria compartida.
Ódiame por piedad, yo te lo pido,
ódiame sin medida ni clemencia.
Odio quiero yo mejor que indiferencia,
porque solamente se odia lo querido.
Querida Olga: tu voz como una algaida contaminaba
nuestros corazones y tu boca nos invitaba al odio.
Reloj: no marques las horas
porque voy a enloquecer;
ella se irá para siempre
cuando amanezca otra vez.
Rosas con alas en el aire mudas.
Latido sin latido de la sangre.
Relámpago de pura luz sin trueno.
Música que, sin notas, acompaña.
La voz amada sin rumor alguno.
Hay un silencio pleno de alegría…
Y es que ha pasado un ángel.
Usted y yo tenemos una cita.
Sé que jamás se retrasó en la hora.
Tal vez pueda darme algo de tiempo
para mirar mi vida.
¿Podré volver la vista hasta mi patio?
Allí la madreselva era alegría,
su aroma rebalaba por los sueños
de mi sangre crecida.
Y nos llegó la hora de bailar. La música caía como
lluvia agitada y un mar en nuestros muslos acentuaba
el vértigo. Llegó la savia nueva con un ritmo de trópicos
y germinó en la piel. Olvidamos la sarga y la estameña
y nos cubrimos ágiles con la encendida pulpa del
tamarindo.
Yo soy la amada, amante, soy la amada:
voy andando las horas que separan
mi cuerpo de tu cuerpo
y restañando las frágiles heridas
de huellas que volaron con tu nombre.
Yo soy la amada, amante, soy la amada:
la que brotó salvaje entre tu trigo
y lo tiñó de púrpura,
la que sin darse cuenta
iluminó de pronto tu paisaje,
la que acudió a tu llanto
y en su aljibe
atesoró tus lágrimas.