Libreta militar, diploma de doctor
y algunos líricos tormentos.
Sobre la colina,
tranquilo,
el molino de viento.
El espejo del lago
se ensombrece en la tarde.
En una casa abandonada
llama el mochuelo.
Están lejos las estrellas.
Con un paso ya lento o más apresurado,
sobre un camino pavimentado de milenios
se van los muertos, los vivos,
se van los vivos y los muertos.
A veces un vivo se detiene
para surgir como un muerto cerca de ti,
para marchar como un muerto junto a ti.
Hazle, Dios mío, una cabaña al sol,
en un rincón de la vieja campiña,
no debe ser más alta que una flor
que sea del tamaño de una oreja.
Hazle una charca de agua bajo el sol,
y de un palo de fósforo una nave
para que en su azufrada cabecita
ella pueda tocar el infinito.
Oh, tú, la de otro tiempo
perdido en los caminos de la tierra!
Quién ha puesto tu frente sobre mi alma
tomando en ella el sitio de la madre?
Mujer en mí esparcida
como está la fragancia en una selva
porque tu nombre se escribió en el sueño
a golpe de hacha se grabó en mí mismo,
Tú amarraste mi vida a la canción
e hiciste que mis brazos la buscaran
en tus manos y sobre tus mejillas.
El azadón agudo planté en mi habitación,
fuera soplaba el viento, la lluvia estaba afuera.
Cavé mi habitación debajo de la tierra,
afuera era la lluvia, el viento estaba afuera.
Por la ventana eché la tierra de la fosa.
Quieres ser tu mi tierra
con sembrados, con viñas, con estanques,
con bosques, con arroyos y animales salvajes?
Las vacas traerán sus ubres llenas
y mugirán en nuestra puerta
adornada de acacias y de flores azules.
Las comadrejas jugarán en el patio
con lechones y patos,
con polluelos de seda, sin dañarlos.
A Walt Whitman
He aquí, alma mía, los versos sin rostro,
sin sonoridad y sin eco,
de polvo y arena.
Recíbelos, susúrralos.
Respetuosamente tú nos recibes de nuevo.
Teníamos miedo porque te habíamos visto
salvaje e inquieto.
La ceniza de nuestros sueños
se derrama a montones en nosotros,
como caen en los cántaros
los pétalos azules,
atacados por un insecto
oculto entre las hojas.
Se agita el viento y gime.
La tierra se funde con el cielo,
las ciudades son maraña y laberinto,
hondos laúdes de blasfemia,
y el aire es frío como el hierro.
En el año milnovecientos siete,
en una noche del mes de Marzo,
desde Hodivoy de pronto surgió al cielo,
desde Flaminzi y desde Stanislesti,
una gran llamarada.
Los cirios y las antorchas se encendieron
a lo largo de todos los caminos
como si fuera Pascua de Resurrección.
Te busco en el bullicio, en el silencio,
y así como a una presa te persigo
por ver si tú eres el halcón que busco
y postrarme a tus pies o aniquilarte.
Entre la negación y la creencia
ando en tu siga inútil y audazmente.
Hay revuelta en el campo.
-Buenos muchachos, hacia dónde van?
No es día de mercado ni de feria.
-A la buena de Dios vamos andando.
Bendito seas, viejo!
Como no estamos muertos todavía
y como ya llegó la primavera
vamos a acariciar a los Boyardos!
Cuando me muera no dejaré bienes,
un nombre sobre un libro, nada más.
En la noche rebelde que partió
hacia ti desde mis antepasados,
porque a través de abismos y de fosos
por donde se arrastraron mis abuelos,
hacia ti comenzó a marchar mi libro:
Hijo mío, los míos te esperaban.
Un punto de partida, alguna idea
transformada en un ritmo, un decorado
abstracto vagamente o bien simbólico:
el jardín arrasado, la terraza
que el otoño recubre de hojas muertas.
Quizás una estación de tren, aunque mejor
un mar abandonado:
Gaviotas en la playa, pero quién
las ve, y adónde volarán.
Hay noches que debieran ser la vida.
Intensas largas noches irreales
con el sabor amargo de lo efímero
y el sabor venenoso del pecado
-como si fuésemos más jóvenes
y aún nos fuese dado malgastar
virtud, dinero y tiempo impunemente.
Si el tiempo en la memoria no muriese
tan lento y torturado, disponiendo
por tanto una manera melancólica
de volver al pasado y de sentirlo
no como un algo muerto, sino siempre
a punto de morir y siempre herido
-y renacido siempre, y de tiniebla.
Era un sonar de llaves indecisas.
Un ruido profundo de ascensores;
inquietados huéspedes de aquellos edificios
de la periferia, dorados por la tarde.
Era buscar a ciegas
interruptores de luz, como quien busca
en esas bibliotecas truculentas
el secreto resorte
que conduce a la cámara privada,
al sitio inconfesable.
Aquel verano, delicado y solemne, fue la vida.
Fue la vida el verano, y es ahora
como una tempestad, atormentando
los barcos fantasmales que cruzan la memoria.
Alguien retira flores muertas
del cuarto de los invitados
y hay una luz cansada tendida sobre el suelo,
como un dios malherido, y van yéndose coches
en que agitan pañuelos unos niños.
Recuerdo una ciudad como recuerdo un cuerpo.
Caía ya la luz sobre las calles
ya caía en tu cuerpo
-en un hotel oscuro, o en no sé
qué habitación sin muebles de no sé
qué ciudad- la luz agonizante
de velas encendidas.
También en los supuestos de la nada,
el amor se presiente en la querella
de una futura creación: doncella
sabiéndose fecunda, recreada.
Antes de ser mi vida inaugurada,
fui barro enamorado de una huella,
de un talle vegetal, de alguna estrella…
Yo estoy hecho de tierra enamorada.
( Madrigal póstumo )
Lento el carmín, cayó de su mejilla.
Ya se apagó ese pétalo de fuego.
Ya no es la sangre más desasosiego
que el de saberse quieta y amarilla.
Aquella de antes, ágil y sencilla,
es esta dura realidad de luego.
Ejercicios de amor, los que ahora hago,
y los que hacen conmigo. Sacrificios
sin duda, y de dudosos beneficios.
Hoy, mérito es amar. Ayer, halago.
Antes, cuando los cisnes sobre el lago,
amante era el mejor de los oficios.
Aquel clavel que abrió tu llamarada…
Aquella inolvidable quemadura…
Aquella doble y única locura,
¡ay!, maravilla fue, mas será nada.
Recordaré el clamor de tu mirada.
Recordará tu voz mi mordedura,
mas se deshojará mi dentadura
sobre el otoño de mi boca helada.
( Madrigal decadente )
Esa garganta en que su voz habita,
adelgazada, amor en lo que cabe,
ni es comparable a nada ni se sabe
con qué vecinos pájaros limita.
Y si, a tal perfección, trino imita,
podría tutearse con el ave
este soneto de la voz más suave.
Dos perfiles, son dos, en el inerte
yacer del afilado caballero,
pero un solo perfil, el verdadero,
haciendo la moneda de su muerte.
Moneda del vivir -azar y suerte-
ya jugó su caer triste y austero,
y ahí está el amante más sincero
esperando un amor que lo despierte.
La escalera del viento hacia Tu altura,
se deshace en mis pies, y yo no puedo
subir, oh Dios, y sin subir, me quedo
flotando como pluma a la ventura.
¿En dónde estoy, oh Dios, o en qué postura
pondré mi vida, o cómo desenredo
los hilos de mi ansia, y me hallo, y cedo
-a quién, mi Dios- mi peso de amargura?
Queridísima y diestra profesora
de mi difícil corazón inquieto,
¿podrías restaurarme este soneto
que, amarillento, tu atención implora?
Mira cómo mi voz se decolora,
cómo se ha oscurecido este cuarteto.
Un tratamiento mágico y discreto
recompondría su esbeltez sonora.
Mala es mi sombra, mala. ¿Me convino
nacer? Pero nací. O así lo cuentan.
Y si me busco en mí, mis manos tientan
una pared al fondo de un camino.
Yo soy un ser nacido a contra sino.
Los hombres formidables me lamentan.
Esos rostros románicos inmóviles, iguales
en sus ojos redondos, ¿sabemos lo que vieron?
Telarañas de siglos hasta que aparecieron
los rostros delicados de cejas ojivales.
Considero mi vida, repaso sus anales.
Pregunté a los tomistas y no me respondieron.
Esa boca después, esa burbuja
de una sangre que hoy hierve alborotada…
Esos ojos después, esa mirada
que ha incendiado al clavel, y lo dibuja…
Y el corazón después, que hoy late y puja…
La mariposa de su vida… Nada…
Después la muerte, digo, despiadada,
la clavará a la nada con su aguja.
Seguramente tú porque tú eres
una nube que pasa, un puro río,
y yo tengo una sed, y un cielo frío,
seguramente como tú prefieres.
Como los quieres tú, como los hieres,
seguramente es cierto que te ansío,
y es todo cierto, sí, ¿ verdad, bien mío?