Frente a él descubre que dejó de ser niño
y el hombre, frente al niño,
entiende que se volvió espejo,
y el ser reclama al hombre y al niño toda la
calamidad: máscaras, órganos mutilados,
juguetes rotos, viejos sueños de fin de año,
en fin, el arrebato de la memoria sustraída;
la que el asustado espejo quiere
escamotearnos sin saber que el niño o el
hombre salen de un charco negro
como un embrión de luz, victoriosos,
como una antigua fábula
que confirma la persistencia
de las calles, de los juegos,
del color de la luz,
a pesar de que ésta, con los años,
ha palidecido;
aunque todo se jodió para todos,
la renovación del asombro siguió su
deambular, catequista insomne,
maniantal cristalino, denso,
aunque el borracho
de la esquina de siempre
eche al aire sus acostumbradas palabras:
hijoeputas, hijoeputas
y el niño, el hombre, el ser y nosotros
lo ayudemos a comprar su aguardiente
para que en sus ojos se desborde
una cascada de gracia que purifica las calles,
los balcones,
los geranios que retozan en las cenizas del
aire, lanzados por siempre, como un engaño
a la elocuencia que esconde
la señora del delantal aparente,
la que nos acusó de comernos
los ojos de los santos de la iglesia,
esa discontinuidad de adobe y claroscuros
que aspira a domiciliar el alma de todos:
el viejo vendedor de periódicos,
el señor de la tienda, el zapatero,
el carnicero, las mujeres,
el chofer, el mecánico,
los desplazados de El Quiché,
en fin, esas derrotas invertidas
en espera del puñal y su perdón.
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