Ni salir Ni entrar Estar
En una población cautiva por la melancolía
O en el conglomerado prisionero de la desconfianza
O en la cronología de la comunidad que toca los Cielos
O en el dinamismo de la masa de animales molidos
O en el país de la fiera que controla esta historia
O en pragmatismo antipoético de mi odio.
Del cerro de bella vista a un puerto del Pacífico
Del puerto a la fría capital
De la capital a la eterna primavera
De la primavera a nuestras viejas bananeras
De las bananeras a las tempestades de nieve
De la nieve al territorio del hielo
Y en hielo En su frontera Vivir Quebec
Nuevo Como América Que nace
Con su pasado tan presente
Y que hoy integro al Canto General.
A ella Todo le es extranjero.
Hubieron días en que creyó lo que se le dijo…
En los tontos sentidos del sueño
En los dormidos instintos de la madrugada
Y loca como es Sale a la calle
Corre Canta Salta Saluda
Todo lo que la ciudad arrastra.
A partir de este puerto
Camino hacia Salgo para Voy a
Una tierra que es a sí misma como toda tierra.
Donde me defenderé
Como me defiendo
En el lugar del que jamás partí.
Al cabo de un tiempo
El pasado sumiso gira sin morder la cola
El espino se corona de cuarzo de sien
Los relámpagos de tejidos mudos
Las hojas son aire que se estremece
El espanto quiebra el báculo de la huella
Las patas de conejos raspan espejos
El trópico pierde en sus mandíbulas
Los frutos arrastran el tronco al monte
Cenan las piedras en el pozo de los niños
Las uñas de las plumas hacen cortacircuito
El arco del verbo pasa por el filo del clavel
Las bocas piden un bien a los traspiés
Las guaridas entregan los ríos perdidos
Los colores gimen en los polos
El bostezo cava la sed en la iguana
El celo galopa en el sol.
Como me siento lejos de donde estoy
O porque me empujan hacia donde no iré
Camino
Y con un hábil golpe del lápiz
Que resume las imágenes Que lleva de viaje
Subo al tren.
Me devuelvo donde no deben ignorarme
Retorno porque lo anterior va conmigo
Regreso a mi ciudad y llego a otra.
¿ Qué somos…
La autobiografía de América
Su memoria institucional
La palabra de sus chozas
O el discurso del abrazo electrónico?.
Con el olvido que me es permitido
No sé cuanto llovió anoche
Ni los meses que nevó este año en tu país
O la razón de la sequía de la tierra que no he leído
O si mis sentidos y los actos son efectos de un final
O si el hombre que pasa a mi lado dejó su origen.
Son tan vivos los rubores
de tus flores, raro amigo,
que yo a tus flores les digo:
«Corazones hechos flores».
Y a pensar a veces llego:
Si este árbol labios se hiciera…
¡ah, cuánto beso naciera
de tantos labios de fuego…!
¡Dos alas!… ¿Quién tuviera dos alas para el vuelo?
Esta tarde, en la cumbre, casi las he tenido.
Desde aquí veo el mar, tan azul, tan dormido,
que si no fuera un mar, ¡Bien sería otro cielo!…
Cumbres, divinas cumbres, excelsos miradores…
¡Que pequeños los hombres!
Eran mares los cañales
que yo contemplaba un día
(mi barca de fantasía
bogaba sobre esos mares).
El cañal no se enguirnalda
como los mares, de espumas;
sus flores más bien son plumas
sobre espadas de esmeralda…
Los vientos-niños perversos-
bajan desde las montañas,
y se oyen entre las cañas
como deshojando versos…
Mientras el hombre es infiel,
tan buenos son los cañales,
porque teniendo puñales,
se dejan robar la miel…
Y que triste la molienda
aunque vuela por la hacienda
de la alegría el tropel,
porque destrozan entrañas
los trapiches y las cañas…
¡Vierten lagrimas de miel!
Por las floridas barrancas
Pasó anoche el aguacero
Y amaneció el limonero
Llorando estrellitas blancas.
Andan perdidos cencerros
Entre frescos yerbazales,
Y pasan las invernales
Neblinas, borrando cerros.
Es porque un pajarito de la montaña ha hecho,
en el hueco de un árbol, su nido matinal,
que el árbol amanece con música en el pecho,
como que si tuviera corazón musical.
Si el dulce pajarito por entre el hueco asoma,
para beber rocío, para beber aroma,
el árbol de la sierra me da la sensación
de que se le ha salido, cantando, el corazón.
Aquella muchachita pálida que vivía
pidiendo una limosna, de mesón en mesón,
en el umbral la hallaron al despuntar el día,
con las manitas yertas y mudo el corazón.
Nadie sabe quien era ni de donde venía
su risa era una mueca de la desilusión.
¡Cucú, cucú! ¿Estás gimiendo,
tórtola del arrozal?
¡Mirá que me estás haciendo
con tu cantar, mucho mal!
¡Cucú, cucú! EL caserío
se va llenando de calma,
¡y un naranjo y una palma
se están besando en el río…!
Manos las de mi madre, tan acariciadoras,
tan de seda, tan de ella, blancas y bienhechoras.
¡Sólo ellas son las santas, sólo ellas son las que aman,
las que todo prodigan y nada me reclaman!
¡Las que por aliviarme de dudas y querellas,
me sacan las espinas y se las clavan en ellas!
Ya se acercan los potros; raudamente precisa
el grupo sus contornos de estética salvaje;
entre el pálido rosa del lánguido paisaje
corren desenfrenados, a la par de la brisa.
Los potros ya se acercan: mas lo hacen tan aprisa,
que parece volaran sobre el quieto paraje;
desplázanse los cascos en fantástico viaje
atrás dejando chozas de silueta imprecisa.
La noche fue dantesca… En medio del mutismo
rompió de pronto el retumbar de un trueno…
Tropel de potros que rompiera el freno
y se lanzara, indómito, al abismo…
Un pálido fulgor de cataclismo,
al cielo que antes se mostró sereno,
siniestramente iluminó de lleno,
como si el cielo se incendiara él mismo…
Entre mil convulsiones de montaña
se abrió la roja y palpitante entraña
en esa amarga noche de penuria…
Y desde el cráter en la abierta herida
brotó la ardiente lava enfurecida
como un boa incendiando de lujuria.
Un día -¡primero Dios!-
has de quererme un poquito.
Yo levantaré el ranchito
en que vivamos los dos.
¿Que más pedir? Con tu amor,
mi rancho, un árbol, un perro,
y enfrente el cielo y el cerro
y el cafetalito en flor…
Y entre aroma de saúcos,
un zenzontle que cantará
y una poza que copiará
pajaritos y bejucos.
Eres un brote más para la muerte,
qué esperabas de tu parva finitud.
Acéptalo. Contempla el rostro sin luz
que nada explicará porque es de piedra.
Resuelve la duda que atormenta
tus días, abrígate,
húndete en el turbio lamedal
que destruye tus noches, profiere
en alta voz
el ancestral gruñido que redima
a la especie o que la enfangue
para siempre.
Vivir ha sido arduo. La lengua
de la angustia
como un áspid
sobre la piel enferma. Sobre la piel
que tiembla.
Contra esa turbiedad,
contra la árida rutina de ese légamo,
cada nueva palabra
es un diluvio de paciencia,
una semilla,
el resto de un juguete, un agua
de cristal
que disipa el veneno
y convierte la sed en una excusa
de la supervivencia.
A Enrique Fernández y Mayte Gómez
Porque no es bueno
confundir el aliento con el frío del alma,
ni es bueno que el hombre viva solo,
ni es amable la mesa arrinconada en el salón
con sólo un mustio plato en el mantel,
y las migajas.
La ceniza es un don, como el agua que fluye. Se detiene un instante en la tiniebla que habita las miradas. Arropa con su pátina, y apaga, la luz de los objetos. Hay un deleite imperceptible en esa fragilidad que va tejiendo ruina en nuestras vidas.
A Pedro García Batalla
Pasa la página final y se remueve.
Apoya el tomo, despacio, sobre la manta
que cubre sus rodillas.
Meditabundo,
mira las brasas de la hoguera
e incorpora su integridad al fuego, pone los ojos
en la llama que, al arder,
al unísono es y se consume.
¿Qué bien echas en falta si respiras,
si cuelga en tu mirada la memoria
de aquel fuego?
No todos tuvieron
en las manos la dádiva del gozo
que dejaste escapar, torpe mortal,
a sabiendas de que una vez tan sólo
apoya su tibieza en nuestra puerta.
Nada tienes que decir, después
de tantos años de inútiles esfuerzos
por nombrar lo indeciso.
Te ayudan a saberlo un puñado
de libros, la atroz benevolencia
que adiestra tu mirada,
los continuos achaques, la soledad
y los amigos.
Quizá haya para mí un lugar al sol,
un cubil de soledad donde extender,
como mantel de olor, el fluir de la duda.
Una sola palabra, un ademán, un rito
que diluya el murmullo del pavor
que se acrece por dentro y disminuye
la fuerza de los músculos, la sangre
ya gastada por el severo tránsito
que nos conduce, ciegos, de la vida
a la muerte, de la nada
a la nada.
Morir es un momento, lo demás un vacío
que colmamos de tiempo y de silencio. Vivir, en cambio,
es fácil: proseguir.
Esta severa duda que atraviesa los cuerpos.
Pisar la huella de otros pies sobre la grava,
aprender con certero dolor
el modo más sereno de enfrentar el instante:
desnudo y sin aullar, apegado a la paz
de quien conoce que no puede saber
porque es partícula y no germen, fragmento
en el espacio, mojada brizna que se extingue
y enmudece en silencio bajo el sol,
sobre la piedra casi eterna que lo acoge.
La silenciosa cosecha de todos estos años
se agosta en los cajones, envejece conmigo.
De tarde en tarde, mi mano se distrae
quitándoles el polvo a esos vestigios
de emoción
que se niegan a morir. Vuelven siempre,
sumisos, al anónimo reposo de la espera.
Llégate a mí, sombra segura, anuncia
la postrera conjunción. Polvo dócil seré en tu seno
infinito, mudo polvo. Acógeme: te esperaré sin pánico
en el umbral que elijas, te miraré a los ojos
con el temblor prendido en la humedad
del gesto.
A Félix del Olmo, in memoriam
Cede el cuerpo a la fuerza del sol sobre la arena, a la fatiga. Humilla mansamente la testuz ante el vilo de la vida y reclama inerme ruego exactitud, limpieza, brevedad.
Amaga su fulgor la luna sola.
De un tiempo a esta parte
el corazón elude, con astucia,
ese don de la tierra: el roce de los cuerpos.
A qué volver a mendigar
el fulgor inexperto de unos labios fértiles
pero inconstantes,
derrotados de antemano por la siega del tiempo.
Cuando por fin recuerda, sella el hombre
su borroso pasado, queda en vilo,
venera lo que fue cuando esperaba.
Es un hueso de ayer que cae al hueco.
Hundido, más que preso, en la fatiga
de estar vivo, sin haber hecho
otro merecimiento que señales de humo
desde el pozo,
sentirás descender sobre tu frente
la placentera humedad
de la indolencia, como si aceptaras
que la vida es un reflejo en el cristal,
un atisbo de música en la noche,
un movimiento
en el lindero del bosque que te hizo soñar
cuando eras niño,
un póstumo gorjeo que inaugura el silencio,
un fuego breve
que sin embargo sirve, lo mismo que un milagro,
para olvidar,
una vez y mil veces,
el subterráneo frío de la muerte.
Una lágrima cae
sobre la cal del suelo, arde
bajo mis pies, abrasa en soledad
mi soledad.
A Francisco Álvarez Velasco
Vencido por la erosión, conforme con el triunfo
de la edad, qué paradoja,
abrirá al azar (desvanecido ya el presagio
de una tarde tan triste) el viejo tomo
que arrastra a sus espaldas
veinte años de olvido.
A Ulpiano Ros, en su búsqueda insomne.
I
Se apaga, envejecido,
el párpado de un dios
que en otro tiempo derrochaba ira.
Se arrepiente,
mendigo de sí mismo,
del antiguo vigor de su soberbia.
En el borde de una tarde poco propicia
al escándalo de la mentira,
cuando nadie vigila los síntomas del tedio
que te cerca, entregado a la rumia
de una melancolía espesa y sin origen,
tu cuerpo se desvanece en el incierto placer
de deshojar el tiempo transcurrido.
Solamente es posible envejecer
lo mismo que la música, acorde
tras acorde hasta la nada, el éxtasis,
la cumbre. Queda la música
prendida en la conciencia
como lapa tenaz, como alfiler
de sombra, y nuestra cima
es el silencio, el inmóvil paisaje
de la muerte.
Porque el instante es todo, el beso
que se da es un lento disturbio,
un fantasma de ceniza:
si supiera durar sería fuego.
Anega en un frescor inesperado
la pasión de los amantes,
su ciega soledad.
Se disuelve sin más
y se nos muere
contra la fría losa de los labios.
Toma el cuerpo que se entrega a tu cuerpo
como si eterna fuera la pasión que esgrime.
Holla su carne hasta el abismo del clamor
porque nunca sabrás en qué grieta del bosque
culminará su tránsito, se hundirá tu pisada.
No temo el arraigo de la soledad
en el derrumbadero de las tardes,
ni el desvalimiento de la cólera
que destruye a traición nuestra esperanza,
ni el agudo entrechocar de la erosión
en la conciencia alerta de mis huesos,
sino tu eterna ausencia repentina,
más grave y más amarga que la muerte.
Alguien supo desde el primer momento
que sólo soy un muerto que ha venido
a aprender ese estupor,
un pobre muerto que no puede dormir,
un muerto
que ausculta con paciencia
la rumia de vivir.
Vana ambición,
sin duda, cuando la ejerce un muerto.
A Florentino González
Me he sentado frente al silencio
del atardecer -donde no llega
el graznido de la modernidad-
a indagar en el sentido de la vida,
a contemplar la belleza
de las piernas que pasan, distraídas,
por mi puerta, ajenas al alboroto que levantan.
A Paco Solano
Un tercio de siglo, si somos razonables,
apenas es un soplo. Sentado en una piedra,
pienso que soy un viejo y no siento
temor: miro a las nubes, solas, en lo alto
y el alma, según gime, se serena.
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros
no fuera en verdad.
«¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
»Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.
Bailan las gitanas,
míralas el rey;
la reina, con celos,
mándalas prender.
Por Pascua de Reyes
hicieron al rey
un baile gitano
Belica e Inés.
Turbada Belica,
cayó junto al rey,
y el rey la levanta
de puro cortés;
mas como es Belilla
de tan linda tez,
la reyna, celosa,
mándalas prender.
Rompí, corté, abollé, y dije e hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente y arrogante,
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Aquel que tiene de escribir la llave,
con gracia y agudeza en tanto estremo,
que su ygual en el orbe no se sabe
es don Luis de Góngora, a quien temo
agraviar en mis cortas alabanças,
aunque las suba al grado más supremo.
¡Bien haya quien hizo
cadenitas, cadenas;
bien haya quien hizo
cadenas de amor!
¡Bien haya el acero
de que se formaron,
y los que inventaron
amor verdadero!
¡Bien haya el dinero
de metal mejor!
¡Bien haya quien hizo
cadenas de amor!