Mete las armas, traidora,
vuelve tus ojos vellidos,
oye mis llantos agora,
quita las manos, señora,
con que arapas los oídos.
Tus deseos son cumplidos
y mis días,
ora harás alegrías
si alguna pasión te daba
el gran despecho que habías
cuando de mí conoscías
que en verte resucitaba.
Que al plenilunio del amor, tu vida
De rauda claridad presto se alumbre
Y baje a ti, de la lejana cumbre,
La luz lunar, en besos convertida.
Los ojos volverás, enternecida,
A los astros errantes, y su lumbre
Dibujará con sideral vislumbre
El fugaz ideal que nadie olvida,
Y allí, en la soledad de ese paisaje,
En medio de una calma misteriosa,
Que te escancie el placer, dulce brebaje;
Mientras en lo alto la nocturna Diosa
Funge cortés de complaciente paje
Que sostiene una lámpara radiosa
Arrasados de lágrimas los ojos,
solíame decir: —Cuando me muera
no vayas presto a mi sepulcro, espera
al claro mes de los claveles rojos.
«Entonces habrá pájaros y flores
y brisas olorosas a tomillo,
y esplenderán las lápidas con brillo
de lucientes cristales de colores.
Di, rapaz mentiroso, ¿es esto cuanto
me prometiste presto y a pie quedo?
¿Andar mirlado entre esperanza y miedo,
cercado de respetos, hecho un tanto?
¡Sus!, tus varios favores, risa y llanto,
dalos, Amor, a quien se lame el dedo;
los que me diste a mí te vuelvo y cedo:
no quiero soñar más cosa de espanto.
Amor, no es para mí ya tu ejercicio,
porque cosa que importa no la hago;
antes, lo que tu intentas yo lo estrago,
porque no valgo un cuarto en el oficio.
Hazme, pues, por tu fe, este beneficio:
que me sueltes y des carta de pago.
Cansado estoy de haber sin Ti vivido,
que todo cansa en tan dañosa ausencia;
mas, ¿qué derecho tengo a tu clemencia,
si me falta el dolor de arrepentido?
Pero, Señor, en pecho tan rendido
algo descubrirás de suficiencia
que te obligue a curar como dolencia
mi obstinación y yerro cometido.
En Ronda, donde resido,
vive don Diego de Sosa,
y diréte, Inés, la cosa
más brava dél que has oído.
Tenía este caballero
un criado portugués,
pero cenemos, Inés,
si te parece, primero.
La mesa tenemos puesta;
lo que se ha de cenar, junto;
y el vino y tazas y a punto:
falta comenzar la fiesta.
Cercada está mi alma de contrarios;
la fuerza, flaca; el castellano, loco;
el presidio, infïel, bisoño y poco,
ningunos los pertrechos necesarios.
Los socorros que espero, voluntarios,
porque ni los merezco ni provoco;
tan desvalido, que aun a Dios no invoco
porque mis consejeros andan varios.
En Jaén, donde resido,
vive don Lope de Sosa,
y diréte, Inés, la cosa
más brava d’él que has oído.
Tenía este caballero
un criado portugués…
Pero cenemos, Inés,
si te parece, primero.
La mesa tenemos puesta;
lo que se ha de cenar, junto;
las tazas y el vino, a punto;
falta comenzar la fiesta.
No siento yo, dulcísima María,
con no veros dolor, porque deseo
y amor os representan, y así os veo
y está en vos gozando el alma mía.
En mí juego con vos con osadía
y gozo por verdad lo que no creo,
y en este libre estado que poseo
no hallo quien me turbe el alegría.
Si a vuestra voluntad yo soy de cera,
¿cómo se compadece que a la mía
vengáis a ser de piedra dura y fría?
De tal desigualdad, ¿qué bien se espera?
Ley es de amor querer a quien os quiera,
y aborrecerle, ley de tiranía:
mísera fue, señora, la osadía
que os hizo establecer ley tan severa.
Tres cosas me tienen preso
de amores el corazón,
la bella Inés, el jamón,
y berenjenas con queso.
Esta Inés, amantes, es
quien tuvo en mí tal poder,
que me hizo aborrecer
todo lo que no era Inés.
De veras que no sé qué hacer contigo,
oh César, hasta ayer blanda pelusa.
Llena de rebelión está tu blusa,
y aunque no quieras ya eres mi enemigo.
Alzo la voz, levanto el dedo y digo
esto y lo otro, en fin, lo que se usa…
¡Si hasta te inspira ya contraria musa
y, a tu padre, prefieres a tu amigo!
Hijita: con tu venida
este verano feliz,
has agregado un matiz
maravilloso a mi vida.
Que te vea yo crecida
y no quiero más riqueza:
entre la tuya que empieza
y la de ella al terminar
veré mis años pasar,
mas pasarán en belleza.
Última flor de mi áspero camino,
mejor que última flor, flor de las flores,
resumen de lo humano y lo divino,
escapas, huyes por los corredores.
Sólo veo tus rizos saltarines
y de tus dulces codos los hoyuelos,
mientras de puntas en tus escarpines
eras la bailarina de los cielos.
Pienso a veces con algo de tristeza
que pudiste elegir para tu viaje
—claro de luna y temblador follaje—
la cuna de marfil de la riqueza.
Perdona mi poética pobreza
y el combativo hogar al que te traje,
mas tu hermano mayor será tu paje
y yo el primer cantor de tu belleza.
Desnuda como un yunque, mesa mía,
no admites ni una flor para tu adorno,
nada se aquieta en ti ni permanece:
el torrente infantil lo barre todo
Negro tintero, blando cartapacio,
búcaro de cristal o marco de oro
hace mucho que están en las alturas
o yacen de cajones en el fondo.
Es compañero Ricardo
tu novela campesina
tan nuestra, tan argentinas
como el ombú, como el cardo.
Epico aliento del bardo
resopla en ella profundo
nos ha descubierto un nundo
ahí no más, que nos asombra.
¡Que para segundo sombra
no haya de sombra un segundo!
Jamás he visto a nadie, señor, en sus ventanas,
siempre el gris antipático de herméticas persianas.
El hermoso jardín se muere flor a flor,
inútilmente eleva su chorro el surtidor.
Como no hay criaturas que lo pueblen de trinos,
ni siquiera gorriones saltan por los caminos.
Llegaste un día hasta mi casa,
hasta mi puerta doctoral;
de un alamillo eras la sombra,
frío, sin hojas, otoñal.
Con tu presencia ya decías
más que pudieras hablar,
y me dijiste lo preciso
que no olvida nunca más.
Estás hecha, mujer, para evocada
contra el nocturno ébano bruñido:
eres como un jazmín humedecido,
eres como una valva nacarada.
Incitante frescor de agua salada
engólfase en tu nuca, estremecido;
tienes los ojos de un color perdido,
tu boca como el mar es ondulada
y un alga de oro finge tu melena.
Esfenoides, huesito misterioso,
calado, aéreo:
¿para qué quieres tus cuatro alas
inmóviles en medio del cerebro?
Pajarito, pajarito,
llevarás mi alma al cielo.
Embadurna de luz el alba mi postigo,
y a perfilarse empiezan mis pobres muebles viejos…
Los primeros en despertar son los espejos.
Pende la luz eléctrica del techo, como un higo.
Tienen mis pobres muebles un manso despertar,
sobre todo el lavabo… Acoge a la mañana
como deshecho en blancas risas de porcelana.
I
Te has traído, hijo mío,
cierto aspecto de viejo:
la carita arrugada,
las manos con pellejos.
Envuelto en tus pañales
y abrigados pañuelos,
apenas se te ven
cuatro pelitos negros.
Un envoltorio largo,
un conito perfecto.
Cuando regreso a casa no me lavo las manos
si es que he estado contigo un instante no más,
el aroma retengo que tú dejas en ellas
como una joya vaga o una flor ideal.
Por aquí huelo a rosas y por allá a jazmines,
alientos de tus ropas, auras de tu beldad,
aproximo una silla y me siento a la mesa
y sabe a ti y a trigo el bocado de pan.
Es menester que vengas,
mi vida, con tu ausencia, se ha deshecho,
y torno a ser el hombre abandonado
que antaño fui, mujer, y tengo miedo.
¡Qué sabia dirección la de tus manos!
¡Qué alta luz la de tus ojos negros!
Darío, Silva, Nervo, B. Fernández Moreno…
Delante de mis ojos tengo el programa abierto.
Capuchón de la lluvia, arbusto de sol lleno,
yo soy el que te ama, pero mírame muerto.
Era la sombra del amor,
la sombra del amor: no pudo ser.
Ya pasó por mi vida otro dolor,
ya pasó otra mujer.
No era su pecho mi cabezal,
no eran sus manos las guiadoras
por el camino triste y fatal.
Aunque tuvieras, poeta,
un castillo en una cumbre,
un salón lleno de lumbre
y un gran sillón de vaqueta;
al llegar la noche quieta,
sobre mi hastío de pie,
me diría: bueno, ¿y qué?
y componiéndome el talle
me largaría a la calle,
a la calle y al café.