Sentir tan sólo, conocer de cada cosa
el nombre sencillo, el simple nombre, caricia
cual la de abril sobre las nuevas hojas,
mientras la luz de lluvia de la tarde
se aleja poco a poco con los jacintos.
Claro momento de la flor, reflejada,
muy escondida, última
belleza de unas flores en mis ojos.
¿Adónde huir? Sólo sombra, recuerdo,
oscuro dominio. Ciega y lenta, en triunfo
por calles de agua negra, la noche
ha besado este mármol.
Versión de José Batlló
No conviene que digamos el nombre
de aquel que nos piensa más allá de nuestro miedo,
Si tropezamos a tientas
con este extraño ciego
y nos sentimos observados siempre
por la blanca mirada del ciego,
¿dónde, sino en el vacío y en la nada,
fundamentaremos nuestra vida?
Palidez. Súplicas,
hundido, con ávidos labios
de nieve, más cántico
instantes de abril. Todavía,
en cerco de noche, se debatían
los guerreros, música, púrpura,
frágiles recuerdos de sedas,
en tanto quedas inmóvil,
sin regreso del aire,
recia blancura que velo
Versión de José Batlló
El viento, los bosques
mueren besando la lenta
luz de la tarde.
Ejércitos de noche llegan
por los caminos solitarios.
Versión de José Batlló
Estalla tu risa, y miro
cómo crece en la garganta
un vulgar disfraz
de deseos metafísicos.
Ante mí, creerías
que pienso en ti, cuando siento
tan sólo pesadumbre de árboles,
salvajes clamores de sueños.
Te he visto llena de tristes
pecados y faringitis.
En el fondo de los ojos tranquilos del mar
he visto el sueño
caído, roto, del templo
de un dios antiguo.
¡Ay, frío- mármol del tiempo, mi vida
que pierdo contra el hielo de las palabras!
Sobre la roca desnuda de la muerte,
sólo puedo ya lamentar la alta columna
de este dolor, un áspero, solitario
grito sin canto,
sin recuerdo del canto, mientras a la luz del día
se llevan las negras alas del ventisquero
por las cárceles del cielo, y me reflejan,
invitándome a partir, por un serenísimo
y profundo camino, los tranquilos ojos del mar.
Paso de cazador .
Siento cómo se acerca
por soles de otoño.
Lentamente, de esta
fuente de agua helada
ha bebido. Después
he mirado a lo alto.
Volaban halcones
sobre la certeza
de mi muerte.
Desnuda, vencida,
por el esplandor del alba,
la viajera
llena de crímenes, inútil
y vacilante vuelo, falena.
Versión de José Batlló
Dolor del sueño, me alzo
cual fuente nocturna, por recibir
tu sed. Medusa,
ojos maternales. Te aniñas
para siempre, paz, al verme
desde recuerdos, nublados
veranos, espejos, navío
serenado por el mármol.
Versión de José Batlló
Cada mañana contemplo
dos pies de vencido dentro
de zapatos que ríen.
Si lo tengo cerca, la ropa
sobre los débiles hombros
refleja mi rostro.
¡Qué dolor de heridas
de piel y de carne viva,
tanto tiempo!
Cuando nos falta fe para cremar la tarde
sostengo con el índice la llama de una vela;
y a esa luz palpitamos
de sombra en la pared,
pero no nos abriga.
Como no hacen hogar las mecedoras
(por más que ralenticen el tiempo de tenernos),
ni la mesa camilla, ni el frufrú de las manos,
los libros, la quietud, los días por venir.
Apaguemos la vela y en silencio
hagamos el amor palpando sombras.
Que crujan de placer nuestros desnudos.
Que las ondas de aliento entrecortado
te rosen el fulgor de los pezones.
Probemos de esta miel la noche toda.
Luego me marcharé sin despertarte:
no dejaré ningún beso dormido
sobre tus labios blandos y entreabiertos.
Al final de estos brazos unas manos
para tocar por gusto
o acercarle sustento
a la boca que pía.
Igualmente dos piernas acopladas
al tronco: lo pasean
con sus lagares dentro,
con sus filtros y bombas,
sus engranajes sordos.
De buen amar se vuelve
magullado y hambriento,
con sabor en la lengua a carne cruda.
El suelo se amortigua,
los caminos convergen, silba el aire.
Agradecido así,
con sonrisa imantada
por el impulso mismo que iza al árbol
al sol,
tarareando:
no puedo amarte más, no soy tan físico.
Quien esconde un amor,
quien va celosamente almacenando
entre algodones la semilla nueva,
se desvela hacia adentro,
se desvela
como brilla la luna al mediodía.
De noche, los domingos son más tristes.
Ayuda la impresión bobalicona
de la distante luna, cuyo velo de flema
irreal se contagia:
las familias se arropan a la lumbre
eléctrica, o apuran
los restos de la cena quedamente,
pensando ya en la paz merecida del catre;
descienden el telón de las persianas
y se rinden al sueño de sí mismas.
Un dedo masculino y corazón
surca las languideces de esos labios
débilmente entreabiertos.
Se siente un leve soplo.
Tras los ojos cerrados
cada cual imagina el lento beso
que comienza a brotar.
Saborean. Demoran el deseo.
Si me pide Panchita
que desintegre el agua para demostrarle
separaría hidrógeno de oxígeno
con unas pinzas.
No en realidad, pero quizás lo hiciese.
Que me lo pida.
Mientras duermo algún sueño
en la sabana
una presa sucumbe a su depredador.
Aquí es noche. Allí día.
Se despereza el mar a cada ola,
las dunas del desierto no encuentran acomodo.
Si alguien colma su sed,
alguien se desahoga entre memorias tristes.
Al alba, con el sol, la humareda
subía de la tierra como el vaho de un horno.
Carlos Martínez Rivas
Desde las mantas,
como el vaho de un horno,
sube su aliento rancio en la mañana:
huele a barro
el regusto lechoso y fermentado
de su sueño en la boca.
Cuando unas aguas se diluyen
en más agua
crece el anonimato del mundo.
También a las hormigas,
mientras portan el grano y lo almacenan,
las atrae esa muda voluntad
integradora.
Si una presa es cazada
la vida toma impulso en el depredador.
La oscuridad del cielo adquiere perspectiva
por los astros que brillan entre nubes dispersas,
y es bello contemplarlo, y peligroso;
el crepitar de leña que nos sugiere el sexo,
canciones de acampada y juventud
dispuesta a emborracharse
con la luna; hay también
quietud en lo profundo, donde no ocurre nada,
allí donde podría imaginarse
un vuelo de lechuza que atraviesa el silencio.
A la orilla del mar,
donde el aire se densa porque viene
rumiando idiomas.
Tiembla el cielo en las aguas,
la tarde mece así sus intuiciones.
Y si me abrazas nos desvanecemos
en el paisaje pardo.
Qué placenta
esta balsa de tiempo suspendido,
qué remanso de paz.
Saber menos aún,
desabrazarle al yo sus anillos de árbol,
confundir mis ideas con luciérnagas
intrascendentes.
Tenerme cada vez, nunca del todo,
como si fuese un niño quien me vive.
Saciados el estómago y el sexo,
¿qué queda?
Mullo el vientre calmado de mi amiga,
que entrecierra los ojos
y apenas corresponde:
un roce, como ondas
erizando sus hebras.
Desnuda, libra
la gravedad
de los acantilados
bajo el plácido vuelo
de los pechos
(el corazón,
poroso y rojo,
serena nuestro canto en su caverna).
Y aunque no quise el regreso
siempre se vuelve al primer amor.
Alfredo Le Pera
Tú quédate, no impidas
esta mano templada.
Muéstrate verdadera y dime, suave,
la lentitud del mundo si vives en la ausencia:
que un tiempo nos buscamos torpemente,
que nos equivocamos.
Unas hojas
-mustias, ocres-
fingen ser mariposas
mecidas por un viento
hueco:
vibran,
revolotean.
Me lleva esa deriva,
la frágil suspensión pero serena,
su absorto devaneo
me lleva…
Será que a mí también me basta un soplo suyo
para soltar al vuelo un peso muerto.
¡Yo no me iré de esta casa
aunque el huracán arrecie!
Seguiré aspirando el moho
de sus ancianas paredes,
oyendo crujir maderas
en noches de viento fértil,
y contando entre las vigas
los murciélagos de siempre.
Yo no me iré de esta casa,
de sus tres tiempos clementes,
de su patio con begonias,
de su estrellita en la frente,
de su Virgen del Rosario
y de su Arcángel prudente.
Ando entre luz quebrada, oscurecida,
con una abeja dentro del cerebro,
pulso de amor abriéndose, cerrándose;
y las palabras cotidianas gimen
como puertas antiguas, sin retorno,
una taza de leche cumple el celo
de la época, pasan los ejércitos
mientras por la ventana ven mis ojos
una pequeña calle transversal
con suaves casas que no se imaginan
la vecindad del hombre desvelado
por la violencia -polvo irrestañable,
remolino de polvo que aparece
por un segundo, igual que los relámpagos.