hachazo
al árbol desnudo
golpes
hasta el derribo
de tu morir en mi
por
abajo
hay que caminar deslumbrado todavía
dejar que arda el hambre su larga
súplica
o caer en el día
con una gris sonrisa.
la imagen había cambiado ancha y desnuda
había ingerido el poso
de los días
tiembla dolor congelado tiembla
riada de los cabellos blancos
con todas sus aguas muertas.
la hermosa pradera. claros sudores.
que el fragor de la sospecha aguza
la mano en la hoja del despertar
cierra un libro deslumbrante.
latigazo silbante lila tumefacta
del terrible jardín de la infancia
dedos envarados sobre la boca
del secreto
la mano ardida de transparencia
le entrega los verbos que él conoce
contra las telas ella grita nombre del deseo
dónde estás cosido a mi cuerpo
le gustaba
el infierno. el tiempo
saqueando el fondo del beso que se llama
traicionar. aquello que deseamos idéntico
a su mueca.
máquina de repetición
ciega y sorda.
me adhiero a ti.
el infierno que aúlla en los pliegues
trae de nuevo el gozo que horada
desprende de las ajadas ropas
un ser aligerado
de dolor
mi hijo desconocido mira
este hijo que he hecho. figurado hijo mío.
desdicha tragada con ceniza.
rostro hundido para recuperarlo todo.
muy lejos en la espera rostro de estío.
oh curva extraviada por la playa en verano. agua
corta.
morir a lo largo de una mano. el odio
a ras de suelo. el frío
de la casa. tan baja como ella.
agrietado despertar.
nazco al pie de un lecho oscuro
de la costilla de un ángel
una exposición
o bien una ejecución
desnuda al amor de su crimen
no hay duda. una mano
hendida de dolor.
ya ha subido
solamente hasta tocar. callado y aceptado.
surco de tierra viva
sumergidas las ciudades de la memoria
por un exceso de sueño
con gran esfuerzo remontas las aguas
el pálido sufrimiento cuya sed así tu apagas
jamás lo hubieses podido imaginar
vivir persiste y anuncia una débil y desnuda
voluntad frente a los ojos congelados del porvenir
tras la muerte todo será suave
como un párpado tras la muerte
ojo tiembla: pestañeo de la tormenta
un país detenido
resurge con las aguas
(a Jean Tortel ¹)
¹ Poeta y crítico (1904-1993) miembro de la resistencia francesa durante la ocupación nazi,
autor del notable ensayo “Le discours des yeux”.
En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,
después de una reciente lluvia, las flores
brotan en el jardín
claras y misteriosas,
y oigo carreras en la calle, después silencio, siento la
soledad herirme,
y ahora pasos y voces.
Las ventanas reflejan
el fuego de poniente
y flota una luz gris
que ha venido del mar.
En mí quiere quedarse
el día, que se muere,
como si yo, al mirarle,
lo pudiera salvar.
Y quién hay que me mire
y que pueda salvarme.
Saliste a la terraza
pensando que la brisa de la noche
podría devolverte al que eres siempre.
Mas la tibieza que en tu cuarto había
era un ámbito ,allí, bajo la calma
de alejadas estrellas.
Olvidar pretendías unas horas
todavía recientes, la penumbra
que acercaba el latido de los dos,
y tus palabras qué serenas eran
como si a nadie las dijeses.
¿Es que, acaso, estimáis que por creer
en la inmortalidad,
os tendrá que ser dada?
Es obra de la fe, del egoísmo
o la desolación.
Y si existe, no importa no haber creído en ella:
respuestas ignorantes son todas las humanas
si a la muerte interroga.
(Empedócles en Akragas)
Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.
Y qué es lo que quedó de aquel viejo verano
en las costas de Grecia?
¿Qué resta en mí del único verano de mi vida?
Si pudiera elegir de todo lo vivido
algún lugar, y el tiempo que lo ata,
su milagrosa compañía me arrastra allí,
en donde ser feliz era la natural razón de estar con vida.
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar?
El bosque estaba tras de mí; lo conocían
mis oídos: el rumor de sus hojas,
la confusión del canto de sus pájaros.
Sonidos que venían de un remoto lugar.
Se me ha quemado el pecho, como un horno
Por el dolor de tus palabras
Y también de las mías.
Hablamos del mundo, y desde el cielo
Descendía su paz a nuestros ojos.
Hay momentos del hombre en que le duele
Amar, pensar, mirar, sentirse vivo,
Y se sabe en la tierra por azar
Solo, inútilmente en ella.
En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo.
Si no hay conocimientos en las cenizas
dejémoslas caer en la belleza frágil
de este rosal que tiembla en el otoño.
¿Amar, qué significa, si nada significa?
Huésped del tiempo esquivo, desnudo ya de mí,
retener el raído esplendor de la existencia
que una vez creí mía,
antes que, apresurado,
me ciegue en el reverso de esta luz.
«No fui nada, y ahora nada soy.
Pero tú, que aún existes, bebe, goza
de la vida…, y luego ven.»
Eres un buen amigo.
Ya sé que hablas en serio, porque la amable piedra
la dictaste con vida: no es tuyo el privilegio,
ni de nadie,
poder decir si es bueno o malo
llegar ahí.
A César Simón
Dentro de la mortaja de esta casa
en esta noche yerma con tanta soledad,
mirando sin nostalgia lo que en mi vida es ido,
lo que no pudo ser,
esta ruina extensa del pasado,
también sin esperanza
en lo que ha de venir aún a flagelarme,
sólo es posible un bien: la aparición del ángel,
sus ojos vivos, no sé de qué color, pero de fuego,
la paralización ante el rostro hermosísimo.
Trajo el aire la luz,
y nadie vigilaba, pues la robó en el sueño,
se originó en las sombras,
la luz que rodó negra debajo de los astros.
Casa desnuda, seno de la muerte,
rincón y vastedad, árida herencia,
vertedero sombrío, fértil hueco.
La niña,
con los ojos dichosos,
iba -rodeada
de luz, su sombra por las viñas-
a la mar.
Le cantaban los labios,
su corazón pequeño le batía.
Los aires de las olas
volaban su cabello.
Un hombre, tras las dunas,
sentado estaba,
al acecho del mar.
El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.
No tuve amor a las palabras;
si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,
fue por necesidad de no perder la vida,
y envejecer con algo de memoria
y alguna claridad.
Así uní las palabras para quemar la noche,
hacer un falso día hermoso,
y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.
En el cansancio de la noche,
penetrando la más oscura música,
he recobrado tras mis ojos ciegos
el frágil testimonio de una escena remota.
Olía el mar, y el alba era ladrona
de los cielos; tornaba fantasmales
las luces de la casa.
Sólo una vez pudiste conocer aquel Esplendor negro
e intermitentemente recuerdas la experiencia con vaguedad,
aproximaciones difusas, inminencias,
y así, desde tu juventud, arrastras frío,
un invisible manto de ceniza escarlata.
Y no fue necesario cegar los ojos,
pues de las luces claras de los astros
llegó el delirio aquel, la posibilidad más exacta y sencilla:
en vez de Dios o el mundo
aquel negro Esplendor,
que ni siquiera es punto, pues no hay en él espacio,
ni se puede nombrar, porque no se dilata.
Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuántas cosas, como un muelle,
le estremecieron de muchacho.
Soluciona la noche con monedas:
pagas así la cama.
Mas aquello por lo que tanto dieras
(o quizás dieras poco):
la promesa del cielo (que es lo eterno)
o esta vida final (el desengaño),
por el amor lo dieras casi todo.
¿En qué oscuro rincón del tiempo que ya ha muerto
viven aún,
ardiendo, aquellos muslos?
Le dan luz todavía
a estos ojos tan viejos y engañados,
que ahora vuelven a ser el milagro que fueron:
deseo de una carne, y la alegría
de lo que no se niega.
Ladridos jadeantes en el césped
le hacen mirar, con el calor el día
va rodando a su fin y de las rosas
sube un olor, y una inquietud constante.
En el silencio rueda la alegría
súbita de los perros. Y él entiende
esa felicidad, el desvarío
que ellos muestran.
En el acabamiento de la tarde,
cuando hacía el camino,
he llegado de pronto ¿a dónde?
La noche que ha caído,
tan repentina y negra, me impide ver,
y sólo sé que nadie me acompaña.
¿Qué ha sido este viaje?
Rubores, rostros, movimientos, cuerpos,
la línea transparente que desune
la piel y el aire; los sedientos humos
que aniquilan los labios, las mejillas,
y en donde el uso se consume en fuegos:
los negros resplandores, la mirada;
el tacto abrasador, de tan voraz
helado; la tramoya deshonesta,
feliz; y el bienestar de la ceniza.
Tus nocturnos cabellos de oro, racimillos de uva,
vericuetos de la paciencia y asombros del espejo,
¿cómo usar de ellos, pues que sin pensamiento, aún vano,
existen?
Tentación de la mano, si no desenredara presas plumas
de siniestras aves: encanalladas risas
callejeras, gestos mohines, escándalos domésticos;
tentación de los ojos, para enjugar sus blandos hilos
el apócrifo llanto de un alba más cercana,
con más copas bebidas;
ardiente tentación de hacer caer en ellos
el tedio de las horas, la dormida ceniza del cigarro.
Todos los días pasan,
y yo los reconozco. Cuando la tarde se hace oscura,
con su calzado y ropa deportivos,
yo ya conozco a cada uno de ellos, mientras suben en grupos
o aislados,
en el ligero esfuerzo de la bicicleta.
Era un pequeño dios: nací inmortal.
Un emisario de oro
dejó eternas y vivas las aguas de la mar,
y quise recluir el cuerpo en su frescura;
pobló de un son de abejas los huertos de naranjos,
y en tomo a tantos frutos se volcaba el azahar.
Dentro de aquella descarnada iglesia
la nave era una sombra, cuyo aliento
era un vaho de siglos, y en la hondura
vimos la luz sesgando el alto muro.
Y el sueño humano allí, con los colores
del más ardiente engaño, las cenizas
del deseo de un hombre sepultadas
en árbol, en corcel, séquito o ángel.
Divinizó a Antinoos.
y así, ayudado en la plegaria ajena,
lo pudo retener en el recuerdo,
mantuvo su dolor.
Al fin, sólo mendigo y hombre.
Sé más pagano tú, y advierte que la vida
tiene un destino cierto: sólo olvido,
y si piadosa obra: Sustitución.
Toda esta hermosa tarde, de poca luz,
caída sobre los grises bosques de Inglaterra,
es tiempo.
Tiempo que está muriendo
dentro de mis tranquilos ojos,
mezclándose en el tiempo que se extingue.
Es en la vida todo
transcurrir natural hacia la muerte,
y el gratuito don que es ser, y respirar,
respira y es hacia la nada angosta.
No para ver la luz que baja de los cielos,
incierta en estos campos,
sino por ver la luz que, del oscuro centro de la tierra,
a las hojas asciende y las abrasa.
Yo no he salido a ver la luz del cielo
sino la luz que nace de los árboles.
A Juan Gil-Albert
Está la luz despierta,
y se adentra en los ojos el contorno del monte,
y el grito de los pájaros desvanece el oído
al venir de los húmedos huertos.
Los blancos pueblos de la costa,
felices de lujuria y juventud,
alientan junto al mar, lejanos.
He aquí el ciego, que sólo ve la vida en el recuerdo.
Era la playa estrecha e irregular, junto al mar sosegado
en el crepúsculo;
y el mundo va a morir, porque en la soledad y en la belleza
tendrá lugar el acto del amor dentro del agua.
Cuando ya las miradas de todos se conocían vagamente,
a través de las pupilas nubladas por el alcohol,
de aquella música confusa, de la penumbra de aquel humo,
del caos
vino un silencio imperceptible,
y una trompeta sola, de fuego, nos quemaba la vida.