Esto ya va mejor.
Ya no le tengo miedo.
Y me complace que usted,
como quien no quiere la cosa,
haya fijado el barniz de sus ojos en mis piernas.
Esto ya va mejor.
Ya no le tengo miedo.
Y me complace que usted,
como quien no quiere la cosa,
haya fijado el barniz de sus ojos en mis piernas.
Exquisita prudencia la de mi boca y la suya
por ese dedo abeja que libó entre murmullos y distensiones
golosas,
las sucesivas floraciones e mi anémona nocturna.
Hoy era la última tarde.
Usted no paraba de hablar
-lo hubiese matado-
y a mí me ardían las uñas cuando nos despedimos
en la parada del autobús.
Ni un solo beso.
Justo el día en que llevo gafas y un jersey
horroroso
usted descubre mi arrinconada existencia.
Le hablo con la sorpresa de no sorprenderme al tocar una
ardilla.
Y contengo como puedo este alud de labios para no
abalanzarme sobre su nuca
mientras guarda, de espaldas a mi sombra creciente
unos papeles en la carpeta.
La ventana me remite a su coche,
el coche al beso,
el beso a la oreja que anda siempre perdiendo pendientes,
la oreja a la boca,
la boca a las medias porque las rompe,
las medias al…
-¿Tienes un bolígrafo de más?
La voz, como lluvia de plata para dejarte entrever los delicados
amores
que mantiene desde hace siglos, la luna crecida de abril con el
ámbar ruso.
El talle de primavera que inundara tus brazos con flores de
almendro;
la piel, de paloma, y que al deslizarte por mi cuerpo creyeras
estar amando al sueño más puro de la nieve…
¡Ojalá mis ojos fueran como los de una corza herida para que
tú, noble cazador altivo, quedases prendado de ellos!
Cada noche que amanece
quanto saco mi biscucho
las presco piento poscando.
Onas pillacas latrones
que me lo estaban mirando
que me bay tieso con dieso
mi carañona poscando.
Alcon diable se lo dijo
como me estaba pupado,
me rompieron mi poxento,
serradura con candado:
Y ortado mis callos tres
que un año que me a criado
para ir mi copempernasion
do estado mi marquesado.
Presos los dos de aquel imposible decoro
adolescente,
ni yo me sonrojé ni usted tampoco hizo nada por llamarse
al orden
cuando después de las risas y las aceitunas rellenas,
habiéndonos lubricado previamente al oído
con una minuciosa lista de vicios sexuales,
fuimos al amor como quien va al estanco de los primeros
cigarrillos.
Qué hago yo aquí medio borracha
escuchando a este cretino
que sólo sabe hablarme de la mili,
mientras me tapa baboso la calle y la vida
con su espalda.
Y encima estoy sin tabaco.
(Menos mal que desconecto en seguida
pensando en ese géiser de besos
que le provocaré a usted, sin duda,
cuando su camisa se digne o se resigne
a dejarse desabrochar por mi mano.)
Sepan cuantos esta carta
de declaraciones graves
y descargos de consiencia
vienen, como el otorgante
Mateo Rosas de Oquendo,
que otro tiempo fue Juan Sanches,
vecino de Tucumán
donde oí un curso de artes
y aprendí nigromancia
para alcanzar cosas grandes,
puesto ya el pie en el estribo
para salir destas partes
a tomar casa en el mundo
dejando los arrabales,
en lugar de despedida
determino confesarme
y descargar este pecho
antes que vaya a embarcarme,
porque si en la mar reviento
al tiempo del marearme,
para salir de sus ondas
será pequeña la nave.
Quién es esta sombra
que aterriza limpiamente en mi cuerpo
como un halcón.
Su garra me frena las muñecas y la huida.
Su aliento de niebla va sajando despacio,
los tersos y ahora bermejos visillos de mi vientre.
Reconozco que no somos muy originales,
nuestra historia es la de medio Madrid
y como todos, andamos buscando una clarita
entre la oficina y el estudio
para citarnos donde no nos conozca nadie.
¿Pasa algo?
Ah.
Porque a estas alturas y con un enamoramiento de rizos
y piernas por medio,
no seré yo desde luego la imbécil que pierda su tiempo
en agradar a los poetas.
Señor,
ahora que mi piel y la suya
-después de las sábanas-
han formado un nuevo «collage» en el agua,
no es el mejor momento para hablarle,
desde luego,
pero aprovechando que estoy arriba
y usted debajo,
quisiera decirle
-casi no me atrevo con sus ojos-
que no puedo más
que voy a pararme
-Era el placer como una de esas muñecas rusas que se abren
y aparece otra,
y otra…-
Si todo esto cambiase,
si me dijera usted, de pronto, que me ama,
yo ni me detendría para hacer la maleta.
Huiría luchando contra el miedo a la costumbre
de su cuerpo
Soy un racimo de uvas
y aguanto como puedo
este oleaje creciente de su boca
aguijoneándome al sol.
Hasta que estallo.
Subo.
Bajo escalones.
Pero esta angustia atrancándoseme en la piel como una
cremallera rota,
tampoco cede al sudor.
Y ya todo el sueño es un inmenso garaje de copas vacías
que el agudo de su ausencia con mi grito rompe.
¡Oh,Juan! ¿por qué sueñas siempre rosas?
Ya no nos caben en la habitación,
esto no puede seguir así:
Cada día te levantas con las sábanas llenas de rosas
y si por casualidad hacemos el amor
no se conforman con quedarse quietas de mañana, no:
danzan las gamberras al son de los exquisitos minués que
trazan
tus dedos al vestirme.
Usted se inmiscuye en mi bufanda
desde una aurea blanquísima que me reverbera los labios.
No me muevo,
no fumo -quizá a su silencio le moleste esa arruga en la
nieve-;
y sólo cuando marcha me doy cuenta
de que he estado aguantándome el pis todo el rato.
Usted se me escapa en los pasillos como
un discóbolo impregnado de aceite.
Pero todo lo que habla es una mano enguantada
por mis medias.
(Desnuda, froto su voz contra las caderas
de la sábana
para no dormirme tan triste.)
Volvemos a comer juntos.
Este hombre cada día más guapo y a ti te rebasan las orejas.
Qué importa.
Qué importa el poco tiempo que tienes para enamorarlo,
qué importa la sopa fría
-no puedes permitirte el lujo
de perderlo de vista un solo instante, Almudena-,
si cuando vas a citar «yo siempre estoy triste»
él se anticipa y acariciándote los ojos dice que le encanta
tu alegría.
Ernesto, moreno de luz y luna argentina,
cigarrillo entre los dedos,
sonrisa de niño en los naranjales del alba.
Ernesto, amigo fiel de espejos y cafés,
padre confidencial con aire triste de gorrión,
páramo de salina y dulce de leche.
A mi profesor el distinguido ingeniero
ROGELIO DE INCHAURRANDIETA
ODA
Ábreme, Tierra, las profundas hojas
que muestran de tu vida los afanes,
y, nuevamente, las antorchas rojas
enciende de tus hórridos volcanes;
que, a su luz, quiero recorrer tu historia,
cantar tus hechos, ensalzar tu gloria.
Perdona ¡oh sombra augusta de Quintana!
si es osada mi pluma,
el tema a proseguir que con lozana
inspiración trataste y gloria suma;
humilde es el deseo que la mueve:
pues loaste la Imprenta en sus albores,
al comienzo del siglo diez y nueve,
el de cantar su noble gallardía,
su viril ardimiento;
hoy que, merced a alambres conductores,
vuela más rauda que la luz del día;
hoy que, doquiera late,
llevada por veloz locomotora,
como en férreo caballo de combate.
ODA
Watt, Stéphenson, Crámpton, yo os conjuro;
en premio a vuestro infatigable anhelo,
dejad un punto el inmortal seguro,
pisad de nuevo la región del suelo;
y, al contemplar con ávida mirada,
de metálicas venas
su faz rugosa, por doquier surcada,
gozaréis mayor dicha que en el cielo.
ODA
Este, que veis, carbón endurecido,
yacer a mantos en terrestre fosa,
rayos de claro sol un tiempo ha sido,
A la voz de la Industria poderosa,
abandona, cual Lázaro, su tumba,
y a más vida resurge esplendorosa.
SONETO
Mantos de lumbre tiendes por los mares;
guías la nave al suspirado puerto,
y, abandonando el líquido desierto,
por ti el marino encuentra sus hogares.
Mas ¡qué miro! millares y millares
de hermosas aves a tus pies han muerto;
atrájolas tu foco en vuelo incierto,
y no verán los patrios palomares.
ODA
¡Dó estás! ¡Por qué te ocultas
con pertinacia tanta,
y en sudarios de hielo te sepultas,
que dique ponen a la humana planta!
¡Acaso, al descubierto, en ti se apoya
el sabio mecanismo,
labrado por la mano de Dios mismo,
al que imprimió perpetuo movimiento
un leve soplo de su puro aliento!
¡Cuán plácidas al alma las horas de tristeza
en que la tarde muere, al toque de oración!
Del sol en el cenit, da el rayo en la cabeza,
al ponerse en ocaso, nos da en el corazón.
I
Como caballo salvaje,
saltando de nube en nube,
corre inquieto, baja y sube
sin frenos y sin rendaje;
tenido fue por mensaje
de celestiales enojos,
pues, lanzando dardos rojos,
el alto muro derrumba,
y abre inesperada tumba
a polvorientos despojos.
Dando vueltas al globo de los mundos,
asombrado un alumno así exclamaba
«en torno a tan pequeños continentes:
¡cuánta agua !»
mientras yo, por las penas abrumado,
murmuraba inconsciente estas palabras
«en torno a escasas dichas de la tierra:
¡cuánta lágrima !»