Todos los seres viajan
de distinta manera hacia Su Dios:
La raíz baja a pie por peldaños de agua.
Las hojas con suspiros aparejan la nube.
Los pájaros se sirven de sus alas
para alcanzar la zona de las eternas luces.
Que me busquen mañana.
Hoy tengo cita con las golondrinas.
En las plumas mojadas por la primera lluvia
llega el mensaje fresco de los nidos celestes.
La luz anda buscando un escondite.
Las ventanas voltean páginas fulgurantes
que se apagan de pronto en vagas profecías.
La nube donde palpita el vegetal futuro,
los pliegos en blanco que esparce el palomar,
el sol que cubre mi piel con sus hormigas de oro,
la oleografía de una calabaza pintada por los negros.
las fieras de los bosques del viento inexplorados,
las ostras con su lengua pegada al paladar,
el avión que deja caer sus hongos en el cielo,
los insectos como pequeñas guitarras volantes,
la mujer vista de pronto como un paisaje iluminado por un relámpago,
la vida privada de la langosta verde,
la rana, el tambor y el cántaro del estómago,
el pueblecito maniatado con los cordeles flojos de la lluvia,
la patrulla perdida de los pájaros
-esos grumetes blancos que reman en el cielo-,
la polilla costurera que se fabrica un traje,
la ventana -mi propiedad mayor-,
los arbustos que se esponjan como gallinas,
el gozo prismático del aire,
el frío que entra a las habitaciones con su gabán mojado,
la ola de mar que se hincha y enrosca como el capricho de un vidriero,
y ese maíz innumerable de los astros
que los gallos del alba picotean
hasta el último grano.
Los sauces son buenos amigos
en el paseo solitario;
tiemblan, recuerdan y son tristes
como almas ante los fracasos.
Pensativos tocan el agua
apenas como sombras verdes,
y el corazón va como un pájaro
hacia su tenuidad doliente.
Colibrí:
El colibrí,
aguja tornasol,
pespuntes de luz rosada
dá en el tallo temblón
con la hebra de azúcar
que saca de la flor.
Tortuga:
La tortuga en su estuche amarillo
es el reloj de la tierra
parado desde hace siglos.
Millares de personas
iguales
sentadas en sillas
iguales
en cafés y bares
iguales.
Millares de vitrinas
iguales
sobre calles y plazas
iguales
en ciudades y pueblos
iguales.
Sólo la nube finge
una isla
Poblada de figuras
distintas.
Cada día el mismo árbol rodeado
de su verde familia rumorosa.
Cada día el latir de un tiempo niño
que el péndulo mece en la sombra.
El río da sin prisa su naipe transparente.
El silencio camina a un inminente ruido.
En los barriles duerme un sueño de ginebra.
Los barriles de noche tienen el vino triste
y añoran el descanso tibio de la bodega.
Huele el aire del muelle como un cesto de ostiones
y es una red oscura puesta a secar la noche.
La naranja es el día o la mejilla fresca,
sorbo de claridad, copa del clima;
la pera ahonda sus heridas de agua
con memoria de témpano y agujas de delicia
y los melocotones
acumulan su rubio material de alegría.
La manzana sobrina, fragante del corozo,
a morir se resiste en vano entre los dientes.
La soledad marina que convoca a los peces,
la soledad del cielo herida de alas,
se prolongan en ti sobre la tierra,
soledad despoblada, soledad habitada.
Las hojas de árbol solas cada una en su sitio,
saben que les reservas una muerte privada.
Cuaderno albo del mar,
la gaviota o mensaje
se despliega al volar
en dos hojas de viaje.
Su marítima hermana
la soledad, la mira
y, en una espera vana,
en la costa suspira.
Insectos, vegetales,
se enredan en el suelo:
torcidas iniciales
de un subterráneo anhelo.
Tiempo en que el corazón quiere saltar descalzo
y en que al árbol le salen senos como a una niña.
Nos asalta el deseo de escribir nuestras cosas
con pluma de golondrina.
Estos charcos apenas son copas de agua clara
que arruga un aletazo o un canuto de hierba
y es el aire de vidrio una marea azul
donde el lento barquito del insecto navega.
Tu amor es como el roce tímido
de la mejilla de un niño,
como la piel de las manzanas
o la cesta de nueces de la pascua,
como los pasos graves
en la alcoba donde ha muerto la madre,
como una casa en el bosque
o más bien como un llanto vigilante en la noche.
Mi vida fue una geografía
que repasé una y otra vez,
libro de mapas o de sueños.
En América desperté.
¿Soñé acaso pueblos y ríos?
¿No era verdad tanto país?
¿Hay tres escalas en mi viaje:
soñar, despertar y morir?
No he venido a burlarme de este mundo.
Sino a amar con pasión todos los seres.
No he venido a burlarme de los hombres.
Sino a vivir con ellos la aventura terrestre.
No he venido a hablar mal de los insectos
a descubrir las llagas del ocaso
a encarcelar la luz en una jaula.
A veces cruza mi pecho dormido
una alada magnolia gimiendo,
con su aroma lascivo, una campana
tocando a fuego, a besos,
una soga llanera
que enlaza una cintura
una roja invasión de hormigas blancas,
una venada oteando el paraíso
jadeante, alzado el cuello
hacia el éxtasis,
una falda de cámbulos
un barco que da tumbos
por ebrio mar de noche y de cabellos,
un suspiro, un pañuelo que delira
bordado con diez letras
y el laurel de la sangre,
un desbocado vendaval, un cielo
que ruge como un tigre,
el puñal de la estrella fugaz
que sólo dos desde un balcón han visto,
un sorbo delirante de vino besador
una piedra de otro planeta silbando
como la leña verde cuando arde,
un penetrante río que busca locamente
su desenlace o desembocadura
donde nada la Bella Nadadora,
un raudal de manzana y roja miel
el arañazo de la ortiga más dulce
la sombra azul que baila en el mar de Ceilán,
tejiendo su delirio,
un clarín victorioso levantado hacia el alba
la doble alondra del color del maíz
volando sobre un celeste infierno
y veo, dormido, un precipicio súbito
y volar o morir…
A veces cruza mi pecho dormido
una persona o viento,
un enjambre o relámpago,
un súbito galope:
es el amor que pasa en la grupa de un potro
y se hunde en el tiempo hacia el mar.
A Alberto Warnier
A alguien oí subir por la escalera.
Eran -altas- las tres de la mañana.
Callaban el rocío y la campana
… Sólo el tenue crujir de la madera.
No eran mis hijos. Mi hija no era.
A Jorge Gaitán Durán
Ahora tengo sed y mi amante es el agua.
Vengo de lo lejano, de unos ojos oscuros.
Ahora soy del hondo reino de los dormidos;
allí me reconozco, me encuentro con mi alma.
La noche a picotazos roe mi corazón,
y me bebe la sangre el sol de los dormidos;
ando muerto de sed y toco una campana
para llamar el agua delgada que me ama.
Aún me dura la melancolía.
Allá por el sinfín cantaba un gallo
agrandando el silencio perla y malva
en que el lucero azul se disolvía.
Olía a cielo, a ella, a poesía.
Sin volver a mirar me fui a caballo.
El amor enlazaba nuestros pasos, ¿recuerdas?
Hacia mi corazón con indolente gracia
caía tu cabeza, ¿recuerdas?, como cae
sobre el hombro del viento una rama de acacia.
Nos tendía sus brazos desnudos el aroma
de las frutas; tu alma se iba y regresaba
como si por instantes entreabriera los párpados.
Tú, mi amor, que caminas como un beso,
andando vas por entre mis palabras:
es como si avanzaras separando
las ramas azuladas de un jardín,
las verdes hojas trémulas de donde sale el viento.
Recorres el papel con mi escritura.
Corté en tu sangre un trébol de cuatro hojas
y desleí un lucero en tus cabellos.
Por ti dejé mi reino tenebroso.
Por ti me fui a la guerra y con tu cifra,
y una ráfaga azul sobre la frente
entrando en el futuro como el viento
a conquistar la luz y una sortija.
A Gerardo Diego
1
Dos mariposas de seda,
detenidas en su pelo.
La mañana, como un velo,
atrás flotando se queda.
El sol en su red enreda
esa presencia de vuelo.
Saetas de luz, en rueda,
cautiva la dan al cielo.
En el aire quedó la rosa escrita.
La escribió, a tenue pulso, la mañana.
Y, puesta su mejilla en la ventana
de la luz, a lo azul cumple la cita.
Casi perfecta y sin razón medita
ensimismada en su hermosura vana;
no la toca el olvido, no la afana
con su pena de amor la margarita.
La cabeza hermosísima caía
del lado de los sueños; el verano
era un jazmín sin bordes y en su mano
como un pañuelo azul flotaba el día.
Y su boca de súbito caía
del lado de los besos; el verano
la tenía en la palma de la mano,
hecha de amor, ¡ Oh, qué melancolía!
Mi tú. Mi sed. Mi víspera. Mi te-amo.
El puñal y la herida que lo encierra.
La respuesta que espero cuando llamo.
Mi manzana del cielo y de la tierra.
Mi por -siempre jamás. Mi agua delgada,
gemidora y azul.
Sólo el fuego y el mar pueden mirarse
sin fin. Ni aún el cielo con sus nubes.
Sólo tu rostro, sólo el mar y el fuego.
Las llamas, y las olas, y tus ojos.
Serás de fuego y mar, ojos oscuros.
A Nicanor Parra
Una mujer mordía una manzana.
Volaba el tiempo sobre los tejados.
La primavera con sus largas piernas,
huía riendo como una muchacha.
Bajo sus pies nacía el agua pura.
Un sol, secreto sol, la maduraba
con su fuego alumbrándola por dentro.
Suéñame, suéñame, entreabiertos labios.
Boca dormida, que sonríes, suéñame.
Sueño abajo, agua bella, miembros puros,
bajo la luna, delgadina, suéñame.
Despierta, suéñame como respiras,
sin saberlo, olvidada, piel morena;
suéñame amor, amor, con el invierno
como una flor morada sobre el hombro.
Es tarde, no me tientan los caminos.
Y en el jardín cerrado, yo os sabía,
caídos, pisoteados en la niebla,
¡oh flores, hojas, días!
Mis pasos se vuelven furtivos
como un indeciso extraño.
Suspiran espectros de dalias
en medio de sombras llorando.