Si mi destino fuesen las tierras extranjeras,
me agradaría envejecer en un país
donde la luz se filtrase cual sonrisa amarilla, grisácea,
y prados hubiera con ojos de agua y aceras
ornadas de olmos, arces y perales;
vivir en paz, nunca señalado,
en una nación de buenas gentes unidas,
cual corazón junto a corazón, ciudad junto a ciudad,
y calles y faroles avanzando por el césped.
Quién ver pudiera, cuando el estío acaba,
el camino -la sierpe tan blanca y sonriente-
y, junto a confiada cala,
pámpanos muertos bajo un pino vivo.
Quién ver pudiera el baile en la era
y una sierra morada allá a lo lejos;
con pimiento silvestre tropezarme,
o, por el pedregal, con el romero.
Por la hierba del prado caminabas,
y volaba tu brazo adolescente;
y por la red de la raqueta alzada
se filtraba la luz del sol poniente.
La paz dominical, desanimada,
tu rostro angelical y aquel veloz
y serio juego todo lo embrujaban.
Oh, mujer que andas sólo por atajos,
veredas que parecen secretos campesinos;
oh, nunca deseada a plena luz del día;
tu labor, qué afanosa; de luto es tu vestido.
Bordeas, recatada, los surcos campesinos.
El aire es denso. Ningún rumor produce la alborada.
Caía la tarde, ya más dorada que azul.
En el horcajo de un espino, por el sendero
que conduce al pinar, una ardilla
se acurrucaba en forma de espiral,
la cola cargada a la espalda;
su cabeza se amodorraba; toda ella pena,
su pata meneaba una ramilla.
Todo era en el mundo comienzo y juventud.
La mar espejaba para un laúd tan sólo.
Un torrente de oro se vertía en la mar.
En una cala, junto a un pino, negra garganta
me había arrojado a la playa.
Olí a sal y a retama.
Cada mirada nuestra está empañada;
cada palabra, esclava.
Nuestras vidas abate cada día
quien, por odio a la paz, nos unce al yugo.
¡Oh Dios, que con castigos nos adviertes.
Que el son de nuestro llanto dulce te suene.
¡Piadoso buey! Al verte mi corazón se llena
de un grato sentimiento de paz y de ternura,
y te amo cuando miras inmóvil la llanura
que debe a tus vigores ser más fecunda y buena.
Bajo el pesado yugo tú no sientes la pena
y así ayudas al hombre que tu paso apresura,
y a su voz y a su hierro contesta la dulzura
doliente con que gira tu mirada serena.
Dante le dio del serafín el vuelo
circundado de azules y de oros;
en manantial de rimas y de lloros
diole Petrarca el corazón en duelo.
Del venosino y del mantuano suelo,
la musa tiburtina los decoros
diole al Tasso; yen déspotas desdoros
Alfieri lo clavó como escalpelo.
La niebla de cuellos rizados
se levanta como la lluvia.
El mar aúlla y palidece
bajo el efecto del mistral.
Pero en los caminos de la aldea,
unas cubas en fermentación
el áspero olor de los vinos
regocija el corazón.
Por la natal Saboya, enhiesta y fría,
ríos que lloran, gemebundo viento;
de hierros y furores sordo acento:
Madame de Lamballe en la Abadía.
Los cabellos, nó más -oro y argento-
cubren su desnudez sobre la vía;
y el cuerpo, tibio aún, palpa y espía
feroz sicario de mirar sangriento.
En el círculo de los Alpes
sobre el granítico retorcido y desangrado
entre las nieves candescentes
reina parado
intenso e infinito en su amplio silencio el mediodía.
Pinos y abetos blancos
sin el aliento de los vientos
se elevan al sol que sereno los mira
y un pájaro canta
con frágiles sonidos de lira
el agua que lentamente entre las rocas camina.
Cuando a nuestros hogares la diosa severa desciende,
se oye de lejos el rumor de sus alas.
La sombra que proyecta cuando gélida, avanza,
difunde en torno lúgubres silencios.
Su cabeza los hombres inclinan cuando ella ha llegado;
los femeninos pechos tiemblan de anhelo.
En día y noches
de fiesta y sueño,
un hombre
sencillo y pequeño
recorría,
de arriba abajo,
las calles y recovecos
de su humilde pueblo,
creando hilos de música,
pintando nubes al cielo.
Nubes siempre de algodón,
dulce colchón de los sueños
y tejado de las calles
que recorría,
también sin fin,
toda la gente del pueblo,
al son de la música popular
y de la senda del cielo.
«Odio la poesía al uso; brinda,
fácil, al vulgo sus costados lacios;
alárgase entre abrazos rutinarios,
lánguida, y duerme.
Viva la estrofa quiero yo, que al ritmo
de pies y palmas en los coros salte;
su ala yo atrapo al vuelo, y ella, indómita,
niégase y lucha».
No os lo diré jamás, claras estrellas;
ni a ti lo diré nunca, sol fulgente.
Su nombre, hermosa flor de cosas bellas,
en mi pecho ha sonado solamente.
Las estrellas no obstante, en sus reflejos,
mi secreto se cuentan, una a una;
por eso, puesto el sol, sonríen lejos
en todos sus coloquios con la luna.
Odio la usada poesía: al vulgo
los flancos cede, y sin temblor de anhelo,
y sin vibrar bajo habitual abrazo
tiéndese y duerme.
Dame la estrofa que el aplauso excite,
rítmico el pie con el compás del coro;
le cojo el ala cuando rauda vuela,
vuélvese y lucha.
Hombre serio y muy callado
o cangrejo colorado,
puede ser el ermitaño.
En busca de concha vacía,
cuatro antenas y dos pinzas,
el cangrejo ermitaño va.
En busca de paz en vida,
con el mundo a la deriva,
camina el eremita humano,
de espaldas a la ciudad.
Pídola y digo:
¡Salto al revés!
Un, dos, tres,
guarda tus codos,
la cabeza
y los pies.
Pídola y digo:
¡Seguid a este jorobado
y pasaréis un buen rato!
Un, dos, tres, cuatro,
guarda tus codos,
tu cabeza
y tus brazos.
Felipe y Carola
se querían…,
hasta no poder más.
Corrían,
saltaban,
y jugaban a deletrear.
Hacían figuras
de arcilla, de arena…
de papel y tijera.
Alternaban pares y nones
tras sus riñones.
Se oye hablar
de un misterioso hombre,
delgado y con tocado
muy bien arreglado,
que toca sentado
frente a un cesto repleto,
de cientos de mantos espesos.
Dicen que oculta un secreto
muy bien guardado,
tras su flauta travesera de color dorado:
comienza el soniquete, como salido de oriente,
que hace vibrar poco a poco,
y salir del cesto,
a una enorme serpiente.
Los ranchos dorados cercados de cardos;
chanchos en las calles;
una rueda de carreta
junto a un rancho, un excusado en el patio,
una muchacha llenando su tinaja,
y el Momotombo
azul, detrás de los alegres calzones colgados
amarillos, blancos, rosados.
Mano, mano
que me permites ser paloma
y también gusano.
Mano
que puede ser liebre,
conejo o gallo.
Amiga del alfabeto.
Araña que sube y baja
¡Araña en la mano!
Mano, mano
Juego de sombras.
El agua de South
West Bay es más
azul que el cielo
pero tus ojos son
más azules que
south west bay
Y en las cuevas de
(…)
han llegado ya
las lluvias de mayo,
han vuelto a
florecer los malinches colorados
Y el camino del
Diriá está alegre
lleno de charcos;
pero ya vos
no estás conmigo
(fragmento)
Y los perros. Los perros de Pedrarias.
El indio tenía un palo
y le echaban primero los perros cachorros
(para enseñarles montería) .
Cuando los tenía vencidos con el palo
soltaban los lebreles y los alanos de Pedrarias.
1. Te doy, Claudia, estos versos, porque tú eres su dueña.
Los he escrito sencillos para que tú los entiendas.
Son para ti solamente, pero si a ti no te interesan,
un día se divulgarán tal vez por toda Hispanoamérica.
Y si al amor que los dictó, tú también lo desprecias,
otras soñarán con este amor que no fue para ellas.
El payaso Sinsón
sonrisa no tenía
en su rostro bicolor.
Todas las tardes
los padres
pasaban de largo,
los niños reían buen rato,
y los perros
sacudían el rabo
ante el payaso Sinsón.
Pero Sinsón no comprendía
por qué nadie quería
ser parte de su función.
1. En Pascua resucitan las cigarras
-enterradas 1 7 años en estado de larva-
millones y millones de cigarras
que cantan y cantan todo el día
y en la noche todavía están cantando.
Sólo los machos cantan:
las hembras son mudas.
1. Yo no canto la defensa de Stalingrado
ni la campaña de Egipto
ni el desembarco de Sicilia
ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower:
Yo sólo canto la conquista de una muchacha.
*
2.
Cuentan que, un año,
la oveja Teresa
se asustó al oír algo
y huyó del rebaño…
Ocurrió que
Perico el pastor
tenía visita, aquel día,
de su nieto Matías.
Fueron los dos a pastar
y, a las tres del mediodía,
el abuelo Perico quiso
que parasen a descansar.