Nada deja mi paso por la tierra.
En el momento del callado viaje
he de llevar lo que al nacer me traje:
el rostro en paz y el corazón en guerra.
Ninguna voz repetirá la mía
de nostálgico ardor y fiel asombro.
Nada deja mi paso por la tierra.
En el momento del callado viaje
he de llevar lo que al nacer me traje:
el rostro en paz y el corazón en guerra.
Ninguna voz repetirá la mía
de nostálgico ardor y fiel asombro.
Se me perdió tu huella.
Un viento
huracanado y frío la borró del sendero,
dejándonos los pasos
sin rumbo alguno ahora,
sin saber hacia dónde
orientar el destino.
En torno de esta inmensa
soledad gira y gira
el desmedido anillo
del horizonte en vano.
Esta es, amor, la rosa que me diste
el día en que los dioses nos hablaron.
Las palabras ardieron y callaron.
La rosa a la ceniza se resiste.
Todavía las horas me reviste
de su fiel esplendor. Que no tocaron
su cuerpo las tormentas que asolaron
mi mundo y todo cuanto en él existe.
Te contaré la tarde, amigo mío.
La tarde de campanas y violetas
que suben lentamente a su pequeño
firmamento de aroma.
La tarde en que no estás.
El tiempo, detenido, se desborda
como un dorado río.
Mar de mi infancia. Caracolas,
arena de oro, velas blancas.
Si alguien cantaba entre la noche
a las sirenas recordaba.
Simbad venía en cada ola
sobre la barca de mi sueño,
y me nombraba capitana
de su fantástico velero.
«La muerte no es quedarme
con las manos ancladas
como barcos inútiles
a mis propias orillas,
ni tener en los ojos,
tras la sombra del párpado
el último paisaje
hundiéndose en sí mismo.
La muerte no es sentirme
fija en la tierra oscura
mientras mueve la noche
su gajo de luceros,
y mueve el mar profundo
las naves y los peces,
y el viento mueve estíos,
otoños, primaveras.
Asomado a la fuente ve que el agua le mira
con el trémulo asombro de su propia belleza.
Los ojos ya no pueden rescatar la mirada
que ha olvidado en las redes hialinas del espejo.
Nunca nadie en la tierra
quedará como él, ensimismado
en el reflejo fiel de su hermosura,
nunca nadie perdiera
como él la certeza de las horas,
fijo en la verde orilla e inclinado
sobre el tiempo sin tiempo de su imagen.
Venías de tan lejos como de algún recuerdo.
Nada dijiste. Nada. Me miraste a los ojos.
y algo en mí, sin olvido, te fue reconociendo.
Desde una azul distancia me caminó las venas
una antigua memoria de palabras y besos,
y del fondo de un vago país entre la niebla
retornaron canciones oídas en el sueño.
Ahora estamos unidos
para siempre.
No importa que te hayas
marchado,
que la puerta
no se abra más
para esperar tus pasos,
ni importa que en las manos
que me encuentran
no me rocen las tuyas.
Tú ya no tienes rostro en mi recuerdo. Eres,
nada más, la dorada tarde aquella
en que la primavera se detuvo
a leer con nosotros unos versos.
Y eres también esta tenaz y leve
melancolía que sus pasos mueve
sobre mi corazón,
y casi no es
melancolía…
Alguna vez yo tuve
tu rostro y tus palabras…
¡Hoy no sé qué se hicieron!
No es de ahora este amor.
No es en nosotros
donde empieza a sentirse enamorado
este amor por amor, que nada espera.
Este vago misterio que nos vuelve
habitantes de niebla entre los otros.
Este desposeído
amor, sin tardes que nos miren juntos
a través de los trigos derramados
como un viento de oro por la tierra,
este extraño
amor,
de frío y llama,
de nieve y sol, que nos tomó la vida,
a leve, sigiloso, a espaldas nuestras,
en tanto que tú y yo, los distraídos,
mirábamos pasar nubes y rosas
en el torrente azul de la mañana.
¡Amor! ¡Amor! ¡Qué has hecho de mi vida!
mi vida era como un agua mansa,
como un agua ceñida. ..
Antes de ti, ¡qué fácil para el alma
la espera de sus pasos, y qué fácil
su ligera partida…!
En las manos del alba vi la rosa.
Huía de sí misma perseguida
por su propia hermosura repetida
en pétalos y en rosa jubilosa.
Con un alto vaivén de mariposa
la rosa, ya en el aire, detenida
quedaba entre la luz, estremecida
de aromas y de fuga luminosa.
Estoy, amor, en ti y en el dorado
desvelo de tu clima deleitoso,
con el ardido corazón gozoso
de su vivo tormento enamorado.
Y te nombro mi día iluminado.
Y te digo mi tiempo jubiloso.
Alto mar de hermosura sin reposo
a la cima del sueño levantado.
Esta tierra muerde a sus hijos mientras los dioses
consultan cartas estelares, cerraduras volcánicas,
o agrupan nuevas águilas en el ramaje
de los diluvios y las catedrales.
Esta tierra atrapa al niño y su rueda de alquiler
perseguida por el constante «ya voy» del corazón,
pero vomita la simiente que hubiera sido:
«Gracias os damos…»
Esta tierra engulló al hortelano y al labriego
cuando el maíz y el álamo alcanzaban
la estatura estival, el friso de oro
que golpean en coro los caballos
en el sonoro pozo de las eras.
No hay angustia mayor que la de luchar envuelto
en la tela que rodea
la pequeña casa del poeta durante la tormenta.
Además,
están ahí las moscas,
veloces en su ociosidad,
buscando la sabor adulterina
y dale y dale vueltas
frente a las aberturas del rostro más entregado
a su verdadera cualidad.
Si ahora vuelve, niégale. Preséntale a su mar.
Así, vestido ya de algún espejo, se alejará.
Hay que madurar. Oscurécete.
Si golpea, escúchale. Tiene una forma
cuando queda fuera.
La lluvia le ciñe un paisaje demoledor
y sus hierros pueden dar pan
a la mula en que pasa.
Antes de llegar a ser y antes de llegar
a hogar alguno,
su alma, con un dedo sobre los labios,
y todo él en blanco,
como la noción del invierno
que desborda las capas de nieve.
Su larga espera de puente sin río, y
tan de sí mismo que,
de serle posible, naciera sin cuerpo,
de la unión solitaria de dos faltas.
Estoy solo. La niñez vuelve a veces
con sus blancos cuadernos de ternura.
Oigo entonces el ruido del molino
y siento el peso de los días caer desde la torre de la iglesia
con un sonido de aves de ceniza.
Pienso qué harás ahora frente al camino blanco
por el que cierto día pasó mi soledad.
No fue el ciclón con sus campanas desgarradas.
Fueron los hombres que viven a tu sombra.
Trajeron hachas finas por el aire.
Trajeron siete hachas por el aire.
Siete delgadas concubinas de odio.
Fue una tarde de ancho ocaso rojo.
Un día oí una risa bajo la fronda espesa,
vi frotar de lo verde dos manzanas lozanas;
erectos senos eran las lozanas manzanas
del busto que bruñía de sol la Satiresa:
Era un Satiresa de mis fiestas paganas,
que hace brotar clavel o rosa cuando besa;
y furiosa y riente y que abrasa y que mesa,
con los labios manchados por las moras tempranas.
Sobre el diván dejé la mandolina
y fui a besar la boca purpurina,
la boca de mi hermosa Florentina.
Y es ella dulce y rosa y muerde y besa;
y es una boca rosa, fresa;
y Amor no ha visto boca como esa.
Bota, bota, bella niña,
ese precioso collar
en que brillan los diamantes
como el líquido cristal
de las perlas del rocío matinal.
Del bolsillo de aquel sátiro
salió el oro y salió el mal.
Bota, bota esa serpiente
que te quiere estrangular
enrollada en tu garganta
hecha de nieve y coral.
¡De una juvenil inocencia
qué conservar sino el sutil
perfume, esencia de su Abril,
la más maravillosa esencia!
Por lamentar a mi conciencia
quedó de un sonoro marfil
un cuento que fue de las Mil
y Una Noches de mi existencia…
Scherezada se entredurmió…
El Visir quedó meditando…
Dinarzarda el día olvidó…
Mas el pájaro azul volvió…
Pero..
El verso sutil que pasa o se posa
sobre la mujer o sobre la rosa,
beso puede ser, o ser mariposa.
En la fresca flor el verso sutil;
el triunfo de Amor en el mes de abril:
Amor, verso y flor, la niña gentil.
En el país de las Alegorías
Salomé siempre danza,
ante el tiarado Herodes,
eternamente,
Y la cabeza de Juan el Bautista,
ante quien tiemblan los leones,
cae al hachazo. Sangre llueve.
Pues la rosa sexual
al entreabrirse
conmueve todo lo que existe,
con su efluvio carnal
y con su enigma espiritual.
Saluda al sol, araña, no seas rencorosa.
Da tus gracias a Dios, ¡oh, sapo!, pues que eres.
El peludo cangrejo tiene espinas de rosa
y los moluscos reminiscencias de mujeres.
Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas;
dejad la responsabilidad a las Normas,
que a su vez la enviarán al Todopoderoso…
(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso.)
Cuidadoso estoy siempre ante el Ibis de Ovidio,
enigma humano tan ponzoñoso y suave
Que casi no pretende su condición de ave
cuando se ha conquistado sus terrores de ofidio.
La dulzura del ángelus matinal y divino
que diluyen ingenuas campanas provinciales
en un aire inocente a fuerza de rosales,
de plegaria, de ensueño de virgen y de trino
de ruiseñor, opuesto todo al rudo destino
que no cree en Dios… El áureo ovillo vespertino
que la tarde devana tras opacos cristales
por tejer la inconsútil tela de nuestros males
todos hechos de carne y aromados de vino…
Y esta atroz amargura de no gustar de nada,
de no saber adónde dirigir nuestra prora
mientras el pobre esquife en la noche cerrada
va en las hostiles olas huérfano de la aurora…
(¡Oh, suaves campanas entre la madrugada!)
En medio del abismo de la duda
lleno de oscuridad, de sombra vana
hay una estrella que reflejos mana
sublime, sí, mas silenciosa, muda.
Ella, con su fulgor divino, escuda,
alienta y guía a la conciencia humana,
cuando el genio del mal con furia insana
golpéala feroz, con mano ruda.
A Mademoiselle Villagrán
¡Dies irae, dies illa!
¡Solvet seclum in favilla
cuando quema esa pupila!
La tierra se vuelve loca,
el cielo a la tierra invoca
cuando sonríe esa boca.
Tiemblan los lirios tempranos
y los árboles lozanos
al contacto de esas manos.
A Domingo Bolívar
Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de sueño y loco de armonía.
Ése es mi mal.
He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas, sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.
A Mariano de Cavia
Los que auscultasteis el corazón de la noche,
los que por el insomnio tenaz habéis oído
el cerrar de una puerta, el resonar de un coche
lejano, un eco vago, un ligero ruido…
En los instantes del silencio misterioso,
cuando surgen de su prisión los olvidados,
en la hora de los muertos, en la hora del reposo,
¡sabréis leer estos versos de amargor impregnados!…
Como en un vaso vierto en ellos mis dolores
de lejanos recuerdos y desgracias funestas,
y las tristes nostalgias de mi alma, ebria de flores,
y el duelo de mi corazón, triste de fiestas.
Bandera que aprisiona
el aliento de Abril,
corona
tu torre de marfil
Cual princesa encantada,
eres mimada por
un hada
de rosado color.
Las rosas que tú pises
tu boca han de envidiar;
los lises
tu pureza estelar.
¡Oh, miseria de toda lucha por lo finito!
Es como el ala de la mariposa
nuestro brazo que deja el pensamiento escrito.
Nuestra infancia vale la rosa,
el relámpago nuestro mirar,
y el ritmo que en el pecho
nuestro corazón mueve,
es un ritmo de onda de mar,
o un caer de copo de nieve,
o el del cantar
del ruiseñor,
que dura lo que dura el perfumar
de su hermana la flor.
¡Oh, terremoto mental!
Yo sentí un día en mi cráneo
como el caer subitáneo
de una Babel de cristal.
De Pascal miré el abismo,
y vi lo que pudo ver
cuando sintió Baudelaire
el ala del idiotismo.
Tú que estás la barba en la mano
meditabundo,
¿has dejado pasar, hermano,
la flor del mundo?
Te lamentas de los ayeres
con quejas vanas:
¡aún hay promesas de placeres
en los mañanas!
Aún puedes casar la olorosa
rosa y el lis,
y hay mirtos para tu orgullosa
cabeza gris.
Por el influjo de la primavera
Sobre el jarrón de cristal
hay flores nuevas. Anoche
hubo una lluvia de besos.
Despertó un fauno bicorne
tras un alma sensitiva.
Dieron su olor muchas flores.
En la pasional siringa
brotaron las siete voces
que en siete carrizos puso
Pan.
¡Claras horas de la mañana
en que mil clarines de oro
dicen la divina diana!
¡Salve al celeste Sol sonoro!
En la angustia de la ignorancia
de lo porvenir, saludemos
la barca llena de fragancia
que tiene de marfil los remos.
A Vargas Vila
A saludar me ofrezco y a celebrar me obligo
tu triunfo, Amor, al beso de la estación que llega
mientras el blanco cisne del lago azul navega
en el mágico parque de mis triunfos testigo.
Al doctor Adolfo Altamirano
Don Gil, Don Juan, Don Lope, Don Carlos, Don Rodrigo,
¿cúya es esta cabeza soberbia? ¿Esa faz fuerte?
¿Esos ojos de jaspe? ¿Esa barba de trigo?
Este fue un caballero que persiguió a la Muerte
Cien veces hizo cosas tan sonoras y grandes
que de águilas poblaron el campo de su escudo;
y ante su rudo tercio de América o de Flandes
quedó el asombro ciego, quedó el espanto mudo.
Marqués (como el Divino lo eres), te saludo.
Es el otoño y vengo de un Versalles doliente.
Había mucho frío y erraba vulgar gente.
El chorro de agua de Verlaine estaba mudo.
Me quedé pensativo ante un mármol desnudo,
cuando vi una paloma que pasó de repente,
y por caso de cerebración inconsciente
pensé en ti.
En medio del camino de la Vida…
dijo Dante. Su verso se convierte:
En medio del camino de la Muerte.
Y no hay que aborrecer a la ignorada
emperatriz y reina de la Nada.
Por ella nuestra tela está tejida,
y ella en la copa de los sueños vierte
un contrario nepente: ¡ella no olvida!
Un día estaba yo triste, muy tristemente
viendo cómo caía el agua de una fuente;
era la noche dulce y argentina. Lloraba
la noche. Suspiraba la noche. Sollozaba
la noche. Y el crepúsculo en su suave amatista,
diluía la lágrima de un misterioso artista.
Estáis en los misterios de un tocador. Estáis viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que al volverse ese rostro, soñamos en los buenos tiempos pasados.
A Lamberti
Sobre el caro despojo esta urna cincelo:
un amable frescor de inmortal siempreviva
que decore la greca de la urna votiva
en la copa que guarda rocío del cielo;
una alondra fugaz sorprendida en su vuelo
cuando fuese a cantar en la rama de oliva,
una estatua de Diana en la selva nativa
que la Musa Armonía envolviera en su velo.
A Vargas Vila
Cleopompo y Heliodemo, cuya filosofía
es idéntica, gustan dialogar bajo el verde
palio del platanar. Allí Cleopompo muerde
la manzana epicúrea y Heliodemo fía
al aire su confianza en la eterna armonía.
A Vicente de Paúl, nuestro Rey Cristo
con dulce lengua dice:
-Hijo mío, tus labios
dignos son de imprimirse
en la herida que el ciego
en mi costado abrió. Tu amor sublime
tiene sublime premio: asciende y goza
del alto galardón que conseguiste.
1. Yo soy aquel que ayer no más decía…
Yo soy aquél que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y de cisnes vagos;
el dueño de las tórtolas, el dueño
de góndolas y liras en los lagos;
y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo
y muy moderno; audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo,
y una sed de ilusiones infinita.