No cantaré, no, la tristeza.
No puedo, no. No he de cantarla,
sino alegría que me sube
en una ola dulce y casta.
Me desarraigo de la tierra.
Voy como un sueño sin mañana.
Vivo en el aire, transparente.
No cantaré, no, la tristeza.
No puedo, no. No he de cantarla,
sino alegría que me sube
en una ola dulce y casta.
Me desarraigo de la tierra.
Voy como un sueño sin mañana.
Vivo en el aire, transparente.
I
No es vino exactamente lo que tú y yo apuramos
con tanta lentitud en esta hora
pulcra de la verdad. No es vino, es el amor.
No se trata, por tanto, de una celebración
esperada, una fiesta
ruidosa, alzada en oros.
Cecilia, dulce amiga. Hoy yo quisiera hablarte
con la verdad que nace de un corazón pequeño.
Decirte cómo un día yo quise condenarte.
A ti que fuiste sólo la luz para mi sueño.
A ti que fuiste siempre la luz para mi vida,
la luz parada en medio de mi existencia vana,
la luz suave y callada, la luz dulce, esparcida,
valiente en la tristeza, luciente en la mañana.
Pero cómo decírtelo si eres
tan leve y silenciosa
como una flor. Cómo te lo diré
cuando eres agua,
cuando eres fuente, manantial, sonrisa,
espiga, viento,
cuando eres aire, amor.
Cómo te lo diré,
a ti, joven relámpago,
temprana luz, aurora,
que has de morirte un día
como quien no es así.
A Emilio Lorenzo
Un diálogo consigo mismo es lo que consigue el hombre
al atardecer,
contemplando el reloj de la arena que cae.
Un monólogo, una susurrante confidencia,
un murmullo apenas inteligible donde se desmorona el
pasado
continuamente, perezosamente deleznable, con lentitud
cruel, con perversa demora.
En una cueva de la memoria, en su larga llanura oxidada,
en su estéril cardenillo verdoso, en su desolado atardecer,
lento y un poco oscurecido como si fuese ya tarde,
como si nacer no hubiera sido posible
aquel remoto día, perdido en el confín;
e imposible fuese asimismo
el otro amargo día, no puedo decirte su nombre,
algo ladeado y ya en las afueras de súbito,
en el suburbio y el terrible descampado de súbito,
lívidamente azul de pronto;
con tazas desportilladas, abanicos devorados por la ansiedad,
relicarios de madera envejecida, espejos,
miserables espejos de azogue saltado, horrendos maniquíes
sin cabeza, emisarios inmóviles de más allá del río
solitario, emisarios sin brazos y sin cabeza, inmóviles,
y por eso no pueden sonreír;
y todo subía como una marea feroz por la memoria cárdena,
y todo subía amargamente cárdeno por el recuerdo de una noche,
trepaba por la penosa rememoración, por el jadeante ascender y acordarse
de una noche, saliendo de la sombra, un momento tan solo;
reconstruir aquella adoración
hecha de pétalos, de palabras y polen de palabras, de
cansancios o incrustaciones lamentables, quejidos,
de quemaduras y desolaciones
junto a un andén que no llegaba nunca como si fuese un tren,
un tren de súbito como si fuese aquella adoración.
Como el león llama a su hembra, y cálido
al aire da su ardiente dentellada,
yo te llamo, Señor. Ven a mis dientes
como una dura fruta amarga.
Mírame aquí sin paz y sin consuelo.
Ven a mi boca seca y apagada.
Ven para acá. Qué puedes decir. Reconoces
tácitamente a la aurora.
El aire se ensancha en irradiaciones o en círculos
y todo queda listo para una eternidad que no llega.
Yo y tú y todos los otros sumados,
enumerados, descomponemos el atardecer,
mas la fuerza de nuestro anhelo es una victoria levísima.
Sosténme tú… Sosténme en esta espuma,
en tan dudosa espuma, en tan extraño
vivir; en este sueño, en este engaño,
en esta incertidumbre, en esta bruma…
Pero me voy. Callada, cierta, suma,
me espera la deidad del rostro huraño,
y lentamente del vivir me extraño.
Algo en mi sangre espera todavía.
Algo en mi sangre en que tu voz aún suena.
Pero no. Inútilmente yo te llamo.
Aquella voz que te llamaba es ésta.
Ven hacia mí. Mis brazos crecen, huyen
donde los tuyos la mañana aquella.
Tú y yo, los dos, bajo la luz del día,
bajo la luz que dura en lo inocente,
¡Oh, sí, los dos, bajo la luz riente
queremos ser! Queremos… Yo querría.
Contra la sombra o la melancolía,
contra las injusticias del presente,
quién te tuviera siempre, siempre… ¡Tente
amor pequeño, campo de alegría!
Vale la pena, vale la condena
contemplar en la tarde que se inclina
a poniente la paz de esta colina,
dulce en la hora de la luz serena.
Vale la pena contemplar tu pena,
aunque me duele como aguda espina,
vale la pena noche que avecina
su rostro duro y su tenaz cadena.
Y tú que tanto amas, tanto ríes,
tanto adivinas y conoces tanto,
¿dónde el escudo para que te fíes,
dónde el pañuelo de enjugar tu llanto?
¿Dónde el camino que no veo ahora?
Dímelo o llora y el mirar suprime.
Con tu verdad, con tu mentira a solas,
con tu increíble realidad vivida,
tu inventada razón, tu consumida
fe inagotable, en luz que tú enarbolas;
con la tristeza en que tal vez te enrolas
hacia una rada nunca apetecida,
con la enorme esperanza destruida,
reconstruida como el mar sus olas;
con tu sueño de amor que nunca se hace
tan verdadero como el mar suspira,
con tu cargado corazón que nace,
muere y renace, asciende y muere, mira
la realidad, inmensa, porque ahí yace
la verdad toda y toda tu mentira.
Y tu amargura que me importa tanto
vale la pena. Vale el mundo todo:
vale la piedra oscura, el sucio lodo,
y la pureza con su turbio manto.
Aquí estamos los dos. Vale el quebranto
en el que tantas veces yo me acodo;
vale la pena el ir codo con codo
en el huir de un carcelero espanto.
Yo iba contigo. Tú, con tristes ojos
parecías la tarde en la mañana.
Mi amor, al verte triste, atardecía.
Atardecía, pero alboreaba.
Pues yo te quise más. Para alegrarte,
la luz del mundo celebré más ancha.
Y mi alma entonces exhaló el perfume
agreste y fresco que madruga y canta.
Pasó el ayer,
pasó también el hoy:
se va la primavera.
* * *
La flor del té,
¿es blanca o amarilla?
Perplejidad.
* * *
Melancolía,
más que el año pasado:
tarde de otoño.
Encender una vela
Con otra vela;
Una noche de primavera.
* * *
El halo de la luna, –
¿No es el aroma del ciruelo
Elevándose al cielo?
* * *
Acercando el brasero
A los pies,
Parece tan lejos del corazón.
Puedes ver la brisa de la mañana
Soplando en los pelos
De la oruga.
* * *
Con la brisa de la tarde,
El agua lame
Las patas de la garza real.
* * *
Un repentino chaparrón de verano;
Los gorriones de la aldea
Se agarran a las hierbas.
El principio del otoño;
¿Qué es lo que el adivino
Mira con tanta sorpresa?
* * *
Sorprendida
Por la pobreza,
Esta mañana de otoño.
* * *
Alguien llegó,
y visitó a alguien;
Una noche de otoño.
La luna del invierno:
Un templo sin puerta,
¡Qué alto está el cielo!
* * *
En el claro de luna helado,
Pequeñas piedras
Crujen bajo los pies.
* * *
Zorras jugando
Entre los narcisos;
Una brillante noche de luna.
No eres más que la coma
de una frase en el cielo.
¿No es en verdad ridículo
este mundo fingido:
la palmera con alas,
el desierto elocuente,
la cascada que bala,
el tigre hecho volcán?
¡La riqueza es penuria!
Como un deseo,
y nadie sabe si será de silencio
o de perfume.
Como un impulso,
y nadie sabe si lo proporcionan las hormigas,
las nubes de la noche, las yeguas locas.
Como un enigma,
y nadie sabe si le corresponde a Dios,
al hombre , al polvo,
resolverlo.
Dije: «¿Su nombre?»
Y ella:
«Como más le guste.»
Dije: «¿Elegimos Carole?»
Y ella:
«Por el momento, acepto.»
Dije: «¿Está usted sola?»
Y ella:
«No, estoy con usted.»
Dije: «¿ Y si hacemos el amor?»
Y ella:
«Su deseo tiene todos los derechos.»
Dije: «¿Qué clase de hombres le gustan?»
Y ella:
«Croupiers, industriales, profesores de natación.»
Dije: «¿Sus preferencias?»
Y ella:
«Los hombres tristes, pero no demasiado.»
Dije: «¿Vamos a comer?»
Y ella:
«Las ostras son un buen preludio.»
Dije: «¿Lee usted libros?»
y ella:
«Sartre, Camus y Thomas Mann.»
Dije: «Tiene usted unos pechos muy bonitos.»
Y ella:
«Sí, a mí también me gustan.»
Dije: «Es usted prácticamente divina.»
Y ella:
«Tiene usted razón.»
Dije: «¿Qué le gusta que le regalen?»
Y ella:
«A lo mejor esto es gratis.»
Hicimos el amor
el lunes, el martes, el domingo
y el lunes siguiente.
Dice Dios:
«Era un asunto urgente; me pregunté
para qué servían mis criaturas
más extrañas:
el dragón, el ángel, el unicornio.
Convoqué a aquellos en los que creía,
reales, poderosos, incontestables;
el baobab, el caballo de labor, la montaña acodada en el mar.
Tengo el recuerdo
de un recuerdo
donde todo era rostro de rocío
sol íntimo entre los dedos
río puesto de rodillas
para recibir una caricia
tengo el recuerdo
de un recuerdo
donde eras precisa y pura
y ahora es el poema
quien te invita al suicidio
porque según respiro
te invento y te invento y te invento
y nos pierdes a los dos
por reinventarte.
Serás puro:
tres vestidos,
una escudilla para recoger la limosna.
Serás bueno:
la mejilla,
luego la otra mejilla para que te abofeteen.
Serás fuerte:
tu vida,
luego la otra vida en la que te transformarás en dios.
¿Y con quién os pensáis que conversa una rosa?
¿Hacia quién creéis que va un perro solitario?
¿Habéis visto que alguno dé consuelo a una piedra
que llora? El cielo azul, asentado en sus vértigos,
¿os creéis que soporta un silencio tan frío?
«No, no», decían los dioses,
«si ha de haber un ojo,
que pertenezca a la montaña.»
«No, no», decían los dioses,
«si ha de haber una risa,
ofrezcámosela al océano para que se anime.
¡La palabra para el pavo,
para el cactus, para el arroyo!
¡Oh, acuérdate de ti!
En un jardín cogías algunas fábulas.
Unas personas muy justas
Hablaban del mundo y de su caída.
Tú te decías: «¿Tiene usted un sobrenombre?»,
Y te contestabas: «Me llamo
Joya ahogada, fruta que se niega a abrirse,
Infanta sin castillo».
Se retira hacia el fondo de sí mismo a pensar
lo poca cosa que es. Tal vez se vuelve al árbol
que le sugiere un gesto. Al cabo de una hora,
es la arena más bien quien le influye. Indolente
recuerda un viejo amor.
Tú que has gastado todo,
Tú que todo has destruido:
Es gloria ser el viento
Y dicha ser la piedra.
Ese árbol reverdece,
Ese caballo que condenaste a callar
Dice lo que piensa,
La cascada recobra su verdadero rostro
Y el cielo su tamaño.
Preséntame a la desconocida
que tú te vuelves al momento
en que el poema se insinúa
como un insecto entre tus dedos,
y, al repartirte con los lobos,
vuelve golondrinas tus senos.
¿Eres mía, mujer rebelde,
que transformada en piedra veo?
…Era este tu cuerpo, el cual yo viendo,
tan grande era mi miedo y mi deseo
que moría entre yelo y fuego ardiendo.
Pues ya de tu alma si escribir deseo,
tanto he de andar por lo alto rodeando
que habrá de ser perderme en el rodeo.
Dulce soñar y dulce congojarme,
cuando estaba soñando que soñaba;
dulce gozar con lo que me engañaba,
si un poco más durara el engañarme.
Dulce no estar en mí, que figurarme
podía cuanto bien yo deseaba;
dulce placer, aunque me importunaba
que alguna vez llegaba a despertarme.
Cual suele el ruiseñor entre las sombras
de las ahojas del olmo o de la haya
la pérdida llorar de sus hijuelos,
a los cuales sin plumas aleando
el duro labrador tomó del nido;
llora la triste pajarilla entonces
la noche entera sin descanso alguno,
y desde allí, do está puesta en su ramo,
renovando su llanto dolorido,
de sus querellas hincha todo el campo.
Como aquel que en soñar gusto recibe,
su gusto procediendo de locura,
así el imaginar con su figura
vanamente su gozo en mí concibe.
Otro bien en mí, triste, no se escribe,
si no es aquel que en mi pensar procura;
de cuanto ha sido hecho en mi ventura
lo sólo imaginado es lo que vive.
En la huerta nasce la rosa:
quiérome ir allá,
por mirar al ruiseñor
cómo cantabá.
Por las riberas del río
limones coge la virgo:
quiérome ir allá,
por mirar al ruiseñor
cómo cantabá.
Limones cogía la virgo
para dar al su amigo:
quiérome ir allá,
para ver al ruiseñor
cómo cantabá.
Garcilaso, que al bien siempre aspiraste,
y siempre con tal fuerza le seguiste,
que a pocos pasos que tras él corriste,
en todo enteramente le alcanzaste;
dime: ¿Por qué tras ti no me llevaste,
cuando desta mortal tierra partiste?
Gran tiempo fui de males tan dañado,
por el dañado amor que en mí reinaba,
que a sanos y a dolientes espantaba
la vista de un doliente tan llagado.
Conveníame andar siempre apartado,
según de mí la gente se apartaba,
y aquello en que más yo me reposaba
era hartarme de ser desdichado.
Quien dice que la ausencia causa olvido
merece ser de todos olvidado.
El verdadero y firme enamorado
está, cuando está ausente, más perdido.
Aviva la memoria su sentido;
la soledad levanta su cuidado;
hallarse de su bien tan apartado
hace su desear más encendido.
Muy graciosa es la doncella,
¡cómo es bella y hermosa!
Digas tú, el marinero
que en las naves vivías,
si la nave o la vela o la estrella
es tan bella.
Digas tú, el caballero
que las armas vestías,
si el caballo o las armas o la guerra
es tan bella.
Nunca de amor estuve tan contento,
que en su loor mis versos ocupase:
ni a nadie aconsejé que se engañase
buscando en el amor contentamiento.
Esto siempre juzgó mi entendimiento,
que deste mal todo hombre se guardase;
y así porque esta ley se conservase,
holgué de ser a todos escarmiento.
¿Qué haré, que por quereros
mis extremos son tan claros,
que ni soy para miraros,
ni puedo dejar de veros?
Yo no sé con vuestra ausencia
un punto vivir ausente,
ni puedo sufrir presente,
señora, tan gran presencia.
Si el corazón de un verdadero amante,
y un continuo morir por contentaros,
y un extender mi alma en desearos,
y un encogerme, si os estoy delante;
y si un penar con un sufrir constante,
satisfecho y contento con miraros,
y un derramar mis pasos por buscaros,
preguntando por vos a cada instante;
y si un tener mi razonar compuesto,
en hablándoos, sin más, luego turbarme,
con un grande embarazo y desvarío,
los accidentes son que han de llevarme
con público pregón a morir presto,
la culpa es vuestra y el dolor es mío.
Dakar está en la encrucijada del sol, del desierto y del mar.
El sol nos tapa el firmamento, el arenal acecha en los caminos,
el mar es un encono.
He visto un jefe en cuya manta era más ardiente lo azul que en
el cielo incendiado.
Escrituras de luz embisten la sombra, más prodigiosas que meteoros.
La alta ciudad inconocible arrecia sobre el campo.
Seguro de mi vida y de mi muerte, miro los ambiciosos
y quisiera entenderlos.
Su día es ávido como el lazo en el aire.
Manuel Flórez va a morir.
Eso es moneda corriente;
morir es una costumbre
que sabe tener la gente.
Y sin embargo me duele
decirle adiós a la vida,
esa cosa tan de siempre,
tan dulce y tan conocida.
No quiero ser quien soy. La avara suerte
me ha deparado el siglo diecisiete,
el polvo y la rutina de Castilla,
las cosas repetidas, la mañana
que, prometiendo el hoy, nos da la víspera,
la plática del cura y del barbero,
la soledad que va dejando el tiempo
y una vaga sobrina analfabeta.
Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.