El corazón sobre los hombros
por la tristeza de las adensadas nubes
y el monótono entrechocar de hierros;
por la alta pesadumbre en el todo muelle
en el cargador,
en el marinero,
y tanta en mí;
en el cielo y en el suelo.
Poemas españoles
Atalaya, cima cimera,
de la ola marinera.
Desde ti se atalayaba
el oleaje en blanca geometría;
hoy, un destacamento militar
rompe tu armonía pecera
con alambres, uniformes
y voces de: «¡Fuera, fuera!»
Atalaya,
aún sirves para cobijar amor,
y para que a los niños les nazcan
los dientes de la inquietud aventurera,
tan aventurera como la ya lejana
de los playos (*) cuando iban
a la caza —y no pesca— ballenera.
Dicen: La Barquera,
y ya se sabe,
es la solana del ocio;
marineros a la espera,
conjeturas, casi nada,
calafates que entretienen
a jubilados caducos
con la boina comiendo su mirada
porque el neto sol de Junio
resbala más allá.
Desenfrenada boca de mujeres.
Cabeza de tortuga; promontorio
acunando la pena y el jolgorio
al compás de miserias o de haberes.
Sonríes en verano cuando quieres
demostrar el colmado aunque ilusorio
rebullir de peces, premonitorio
mensaje de ausencia de placeres.
Brilláis como el oro, residuales peces.
Metálico es vuestro torso verde
o amarillo. ¿En qué tono inaprensible
y vuestro mi pupila ahora se pierde?
Color de peces raudos bajo el agua;
(en el estanque peces de colores);
fantasmal color de peces en la lonja
allí donde mis ojos son deudores.
Ahora sí que eres Bola de Sebo, sí.
Diez años que te conozco,
y sin poseerte tres.
«Ya no me acuesto con hombres;
soy la dueña de la casa.»
Bola de Sebo
en la redondez espesa de tus brazos,
en tu vientre sin línea y muelle,
en tu torso macizo e inabarcable ;
mas casi no Bola de Sebo
en tus manuables pechos duros,
en tus muslos de V suave.
Estáis ahí:
tú, Maximino, tocas el laúd,
tu vieja madre, ex-artista
canta con voz cascada
estrangulada e íntima.
La Traga y otras dos vacas marinas,
bajo el parlante mirar de La Muda,
atienden el bar.
¿El bar?
Recuerdo con amoroso dolor
la dilapidación tonta
del obrero sonriendo
sábado y domingo
la miseria de su sueldo.
Me apenan los nueve duros
semanales
por el año treinta
de mi padre.
Si unos quisieran
ver su desvergüenza
y otros comprender
el sentido de su miseria…
Cuando las adormideras
son rotas
hirviente el corazón y cálida la garganta
es consecuente que la sangre corra.
Mueve mi madre
esta mi cuna.
El mar da miedo,
quiero laguna.
Duérmete nena
de Cimavilla;
tu padre boga
al son de quilla.
La caracola
suena en la playa;
mueren tus ojos,
la boca calla.
Lisa, lisa es la barriga que enseñáis;
os la tiñe o lame el sol,
ese sol que se incrusta en la angostura de las canes
iluminando vuestros sexos,
sexos que por infantiles y opuestos
hacen la delicia locuaz y procaz de tantas madres.
Ahora es diferente. Las tabernas
genuinas quedaron desbordadas
por bares de paredes decoradas
y asientos para incomodar las piernas.
En la noche, parejas nada eternas
perseguidas por las ciegas miradas
de otros, presentidamente envidiadas
por el futuro goce.
Cimadevilla, ¿qué hubieran dicho de ti
Antonio y Nicolás,
Manuel del Cabra! y Blas
si hubieran en ti vivido
y probado lo que das?
Digo: empapándose de lo salobre,
de seres riendo sus miserias en tandas,
de calles pinas, ropas azul mahón
desteñidas, desflecadas
o colgando en galerías
como banderas humanas.
Arría, chacho.
y desciende la red hasta el panel.
Va boya.
Preludia el va boya la saliente cuerda
donde el corcho se ha de atar.
Quedas plegada en el fondo,
arrebujada como un monstruoso gato, red
Del puerto zarpas hacia el dudoso mar.
Con qué precisión de troquel me hablas, hombre
Sabes de la mar salada
más que el Emperador Celeste,
más que los Coleccionistas,
más que los Catedráticos,
más que los Buzos y Directores de Museos;
también más que las gaviotas
que en el mar deyectan, comen, duermen.
Mujeres no tan viejas
como la erosión inmemorial de tus sillares,
Colegiata vieja;
mas sí tanto como las indefectibles viejas
acuclilladas en el escalón
de tu siempre ¿por qué? cerrada puerta.
Fuman a veces como fieras,
dando viabilidad de huída al humo
su sumida desdentadura
por la forzada desdentadura
de sus faltriqueras.
Un pastel en los labios, un olvido
con nata en la memoria de la frente.
De chocolate y oro la pendiente
del seno, las ardillas del vestido.
La bizarra silueta de un bandido
en los ojos. La imagen balbuciente
del aquel primer amor, su negligente
porte de adolescente forajido.
Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Se llama Marcel Schwob. Tiene veintitrés años.
Su vida ha sido plana hasta el día de hoy.
Pero el relieve acecha en forma de una puta
a la que lo conduce, una noche, el azar.
Se llama Louise. Es frágil, menuda y enfermiza,
silenciosa y abyecta.
Debajo de los parkings hay mundos subterráneos
que muy pocos conocen. Los habita una raza
de príncipes y reyes, de bardos y de brujos.
¡Subsuelo de las calles de Velázquez y Goya!
¡Océanos secretos de aguas centelleantes
bajo Lista y Serrano, Jorge Juan y Hermosilla!
No olvidaste jamás la impenetrable claridad de aquella tarde.
Llovía y navegaban hacia el Sur los navíos con algo de tristeza en las miradas:
las cariátides de proa, suaves y melancólicas como una antigua canción,
y las vinosas llanuras del recuerdo en la voz áspera del contramaestre.
Carmen en estos casos se supera.
Se dispone a sufrir sin una lágrima.
No se golpea el pecho con la manos,
ni gime, ni los ojos se le nublan.
A su lado se sientan sus amigas,
todas muy maquilladas, con modelos
exclusivos y oscuros, lamentando
la muerte de Ricardo entre sollozos,
Carmen está tan triste que no llora.
Las chicas como tú se ríen en las barbas
del mismísimo Hammurabi.
«Ojo por ojo
y diente por diente»
(lo hizo escribir en Babilonia,
hace cuatro mil años).
Las chicas como tú responden
al amor con desdén
y al desdén con amor.
Nada, ni el sordo horror, ni la ruidosa
verdad, ni el rostro amargo de la duda,
ni este incendio en la selva de mi cuerpo
que amenaza con no extinguirse nunca,
ni la terrible imagen que golpea
mis ojos y tortura mi cerebro,
ni el juego cruel, ni el fuego que destruye
esa otra imagen de armonía y fuerza,
ni tus palabras, ni tus movimientos,
ni ese lado salvaje de tu calle,
impedirán que encienda en tu costado
la luz que da la vida y da la muerte:
tarde o temprano sangrará tu herida,
y no será momento de hacer frases.
Entre las chicas norteamericanas
que estudian español en la academia
de enfrente de tu casa, hay una gorda
que es igual que la Venus de tus sueños.
Bajo una camiseta de elefante
que pone «University of Indiana
(Jones)» y unos pantalones de hipopótamo,
se mueve por el mundo con el arte
que le da su ascendencia mitológica.
Dicen que hablamos claro, y que la poesía
no es comunicación, sino conocimiento,
y que sólo conoce quien renuncia a este mundo
y a sus pompas y obras la amistad, la ternura,
la decepción, el fraude, la alegría, el coraje,
el humor y la fe, la lealtad, la envidia,
la esperanza, el amor, todo lo que no sea
intelectual, abstruso, místico, filosófico
y, desde luego, mínimo, silencioso y profundo.
A la memoria de Gabriel
En abril de este año hablé con Bioy Casares.
Le recordé al maestro que en un prólogo suyo de hace cincuenta años
llamó pesado a Proust,
y que en una Postdata al mismo prólogo,
escrita veinticinco años después,
cantó la palinodia:
«¿Qué es eso de matar a quienes más queremos?
Silencio de barreras coralinas en el Fort du Rocher
Escasea el bucán en los depósitos de la Cofradía.
Venías de los Mabinogion.
You lov’d me like a mist junto a los pumas de la noche.
Entre el estruendo de las baterías españolas.
Sombras, Propercio, sombras, gavilanes
oscuros, imprecisos, niebla pura,
cincha, brida y espuelas. No profanes
el mástil del amor, la arboladura
del deseo, la ofrenda de los manes,
con la triste verdad de tu locura,
cosmética, veneno, miel, divanes
y el perfume letal de la lectura.
Hasta aquí, amor. Aquí. Fauce abisal
de mi propio deseo, encadenado
y libre como el ancla entre sus limos.
Aquí, ferviente explorador de gozos.
No temas, cuerpo mío, arquitectura
sumergida, ciudad imaginada.
Gusta breve solaz, toca su lumbre,
admira su contorno, prevalece.
La otra noche, después de la movida,
en la mesa de siempre me encontraste
y, sin mediar palabra, me quitaste
no sé si la cartera o si la vida.
Recuerdo la emoción de tu venida
y, luego, nada más.