En una cueva de la memoria, en su larga llanura oxidada,
en su estéril cardenillo verdoso, en su desolado atardecer,
lento y un poco oscurecido como si fuese ya tarde,
como si nacer no hubiera sido posible
aquel remoto día, perdido en el confín;
e imposible fuese asimismo
el otro amargo día, no puedo decirte su nombre,
algo ladeado y ya en las afueras de súbito,
en el suburbio y el terrible descampado de súbito,
lívidamente azul de pronto;
con tazas desportilladas, abanicos devorados por la ansiedad,
relicarios de madera envejecida, espejos,
miserables espejos de azogue saltado, horrendos maniquíes
sin cabeza, emisarios inmóviles de más allá del río
solitario, emisarios sin brazos y sin cabeza, inmóviles,
y por eso no pueden sonreír;
y todo subía como una marea feroz por la memoria cárdena,
y todo subía amargamente cárdeno por el recuerdo de una noche,
trepaba por la penosa rememoración, por el jadeante ascender y acordarse
de una noche, saliendo de la sombra, un momento tan solo;
reconstruir aquella adoración
hecha de pétalos, de palabras y polen de palabras, de
cansancios o incrustaciones lamentables, quejidos,
de quemaduras y desolaciones
junto a un andén que no llegaba nunca como si fuese un tren,
un tren de súbito como si fuese aquella adoración.
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