Cual vemos que renueva
el águila real la vieja y parda
pluma y con otra nueva
la detenida y tarda
pereza arroja y con subido vuelo
rompe las nubes y se llega al cielo:
tal, famoso Padilla,
has sacudido tus humanas plumas,
porque con maravilla
intentes y presumas
llegar con nuevo vuelo al alto asiento
donde aspiran las alas de tu intento.
Poemas españoles
Serenísima reina, en quien se halla
lo que Dios pudo dar a un ser humano;
amparo universal del ser cristiano,
de quien la santa fama nunca calla;
arma feliz, de cuya fina malla
se viste el gran Felipe soberano,
ínclito rey del ancho suelo hispano
a quien Fortuna y Mundo se avasalla:
¿cuál ingenio podría aventurarse
a pregonar el bien que estás mostrando,
si ya en divino viese convertirse?
Virgen fecunda, madre venturosa,
cuyos hijos, criados a tus pechos,
sobre sus fuerzas la virtud alzando,
pisan ahora los dorados techos
de la dulce región maravillosa
que está la gloria de su Dios mostrando:
tú, que ganaste obrando
un nombre en todo el mundo
y un grado sin segundo,
ahora estés ante tu Dios postrada,
en rogar por tus hijos ocupada,
o en cosas dignas de tu intento santo,
oye mi voz cansada
y esfuerza, ¡oh madre!, el desmayado canto.
Al Ilustrísimo y Reverendísimo Cardenal
don Diego de Espinosa
¿A quién irá mi doloroso canto,
o en cúya oreja sonará su acento,
que no deshaga el corazón en llanto?
A ti, gran cardenal, yo le presento,
pues vemos te ha cabido tanta parte
del hado secutivo vïolento.
Bate, Fama veloz, las prestas alas,
rompe del norte las cerradas nieblas,
aligera los pies, llega y destruye
el confuso rumor de nuevas malas
y con tu luz desparce las tinieblas
del crédito español, que de ti huye;
esta preñez concluye
en un parto dichoso que nos muestre
un fin alegre de la ilustre empresa,
cuyo fin nos suspende, alivia y pesa,
ya en contienda naval, ya en la terrestre,
hasta que, con tus ojos y tus lenguas,
diciendo ajenas menguas,
de los hijos de España el valor cantes,
con que admires al cielo, al suelo espantes.
Bien donado sale al mundo
este libro, do se encierra
la paz de amor y la guerra,
y aquel fruto sin segundo
de la castellana tierra;
que, aunque le da Maldonado,
va tan rico y bien donado
de sciencia y de discreción,
que me afirmo en la razón
de decir que es bien donado.
Cual vemos del rosado y rico oriente
la blanca y dura piedra señalarse
y en todo, aunque pequeña, aventajarse
a la mayor del Cáucaso eminente,
tal este (humilde al parecer) presente
puede y debe mirarse y admirarse,
no por la cantidad, mas por mostrarse
ser en su calidad tan excelente.
Cuando Preciosa el panderete toca
y hiere el dulce son los aires vanos,
perlas son que derrama con las manos;
flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma, y la cordura loca,
queda a los dulces actos sobrehumanos,
que, de limpios, de honestos y de sanos,
su fama al cielo levantado toca.
A la muerte de Su Majestad
Cuando un estado dichoso
esperaba nuestra suerte,
bien como ladrón famoso
vino la invencible muerte
a robar nuestro reposo;
y metió tanto la mano
aqueste fiero tirano,
por orden del alto cielo,
que nos llevó deste suelo
el valor del ser humano.
De la Virgen sin par, santa y bendita
(digo, de sus loores), justamente
haces el rico, sin igual presente
a la sin par cristiana Margarita.
Dándole, quedas rico, y queda escrita
tu fama en hojas de metal luciente,
que, a despecho y pesar del diligente
tiempo, será en sus fines infinita:
¡felice en el sujeto que escogiste,
dichoso en la ocasión que te dio el cielo
de dar a Virgen el virgíneo canto;
venturoso también porque heciste
que den las musas del hispano suelo
admiración al griego, al tusco espanto.
De Turia el cisne más famoso hoy canta,
y no para acabar la dulce vida,
que en sus divinas obras escondida
a los tiempos y edades se adelanta:
queda por él canonizada y santa
Teruel, vivos Marcilla y su homicida;
su pluma, por heroica conocida,
en quien se admira el cielo, el suelo espanta.
El casto ardor de una amorosa llama,
un sabio pecho a su rigor sujeto,
un desdén sacudido y un afecto
blando, que al alma en dulce fuego inflama,
el bien y el mal a que convida y llama
de amor la fuerza y poderoso efecto,
eternamente, en son claro y perfecto,
con estas rimas cantará la fama,
llevando el nombre único y famoso
vuestro, felice López Maldonado,
del moreno etíope al cita blanco,
y hará que en balde de laurel honroso
espere alguno verse coronado
si no os imita y tiene por su blanco.
«Este soneto hice a la muerte de Fernando de Herrera;
y, para entender el primer cuarteto, advierto que él celebraba
en sus versos a una señora debajo deste nombre de Luz.
Creo que es de los buenos que he hecho en mi vida»
El que subió por sendas nunca usadas
del sacro monte a la más alta cumbre;
el que a una Luz se hizo todo lumbre
y lágrimas, en dulce voz cantadas;
el que con culta vena las sagradas
de Helicón y Pirene en muchedumbre
(libre de toda humana pesadumbre)
bebió y dejó en divinas transformadas;
aquél a quien invidia tuvo Apolo
porque, a par de su Luz, tiene su fama
de donde nace a donde muere el día:
el agradable al cielo, al suelo solo,
vuelto en ceniza de su ardiente llama,
yace debajo desta losa fría.
A don Diego de Mendoza y a su fama
En la memoria vive de las gentes,
varón famoso, siglos infinitos,
premio que le merecen tus escritos
por graves, puros, castos y excelentes.
Las ansias en honesta llama ardientes,
los Etnas, los Estigios, los Cocitos
que en ellos suavemente van descritos,
mira si es bien, ¡oh Fama!, que los cuentes,
y aun que los lleves en ligero vuelo
por cuanto ciñe el mar y el sol rodea,
y en láminas de bronce los esculpas;
que así el suelo sabrá que sabe el cielo
que el renombre inmortal que se desea
tal vez le alcanzan amorosas culpas.
A la señora doña Alfonsa González,
monja profesa en el monasterio
de Nuestra Señora de Constantinopla,
en la dirección deste libro de la Sacra Minerva
En vuestra sin igual, dulce armonía,
hermosísima Alfonsa, nos reserva
la nueva, la sin par sacra Minerva
cuanto de bueno y santo el cielo cría.
Aquí el valor de la española tierra,
aquí la flor de la francesa gente,
aquí quien concordó lo diferente,
de oliva coronando aquella guerra;
aquí en pequeño espacio veis se encierra
nuestro claro lucero de occidente;
aquí yace enterrada la excelente
causa que nuestro bien todo destierra.
Tanto cuanto el amor convida y llama
al alma con sus gustos de apariencia,
tanto más huye su mortal dolencia
quien sabe el nombre que le da la fama.
Y el pecho opuesto a su amorosa llama,
armado de una honesta resistencia,
poco puede empecerle su inclemencia,
poco su fuego y su rigor le inflama.
A don Diego Rosel y Fuenllana,
inventor de nuevos artes
Jamás en el jardín de Falerina
ni en la Parnasa, excesible cuesta,
se vio Rosel ni rosa cual es ésta,
por quien gimió la maga Dragontina;
atrás deja la flor que se recrina
en la del Tronto archiducal floresta,
dejando olor por vía manifesta
que a la región del cielo la avecina.
Madre de los valientes de la guerra,
archivo de católicos soldados,
crisol donde el amor de Dios se apura,
tierra donde se ve que el cielo entierra
los que han de ser al cielo trasladados
por defensores de la fe más pura:
no te parezca acaso desventura,
¡Oh España, madre nuestra!,
ver que tus hijos vuelven a tu seno
dejando el mar de sus desgracias lleno,
pues no los vuelve la contraria diestra:
vuélvelos la borrasca incontrastable
del viento, mar, y el cielo que consiente
que se alce un poco la enemiga frente,
odiosa al cielo, al suelo detestable,
porque entonces es cierta la caída
cuando es soberbia y vana la subida.
Muestra su ingenio el que es pintor curioso
cuando pinta al desnudo una figura,
donde la traza, el arte y compostura
ningún velo la cubra artificioso:
vos, seráfico padre, y vos, hermoso
retrato de Jesús, sois la pintura
al desnudo pintada, en tal hechura
que Dios nos muestra ser pintor famoso.
No ha menester el que tus hechos canta,
¡oh gran marqués!, el artificio humano,
que a la más sutil pluma y docta mano
ellos le ofrecen al que al orbe espanta;
y éste que sobre el cielo se levanta,
llevado de tu nombre soberano,
a par del griego y escritor toscano,
sus sienes ciñe con la verde planta;
y fue muy justa prevención del cielo
que a un tiempo ejercitases tú la espada
y él su prudente y verdadera pluma,
porque, rompiendo de la invidia el velo,
tu fama, en sus escritos dilatada,
ni olvido o tiempo o muerte la consuma.
¡Oh cuán claras señales habéis dado,
alto Bartholomeo de Ruffino,
que de Parnaso y Ménalo el camino
habéis dichosamente paseado!
Del siempre verde lauro coronado
seréis, si yo no soy mal adivino,
si ya vuestra fortuna y cruel destino
os saca de tan triste y bajo estado,
pues, libre de cadenas vuestra mano,
reposando el ingenio, al alta cumbre
os podéis levantar seguramente,
oscureciendo al gran Livio romano,
dando de vuestras obras tanta lumbre
que bien merezca el lauro vuestra frente.
¡Oh venturosa, levantada pluma
que en la empresa más alta te ocupaste
que el mundo pudo, y al fin mostraste
al recibo y al gasto igual la suma!,
calle de hoy más el escriptor de Numa,
que nadie llegará donde llegaste,
pues en tan raros versos celebraste
tan raro capitán, virtud tan summa.
A Ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste,
a costa de tu sangre y de tu vida,
la mísera de Adán primer caída
y adonde él nos perdió, Tú nos cobraste.
A Ti, Pastor bendito, que buscaste
de las cien ovejuelas, la perdida
y hallándola del lobo perseguida,
sobre tus hombros santos te la echaste.
Por un sevillano rufo a lo valón,
tengo socarrado todo el corazón.
Por un morenico de color verde,
¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Riñen dos amantes; hácese la paz;
si el enojo es grande, es el gusto más.
Hoy el famoso Padilla
con las muestras de su celo
causa contento en el cielo
y en la tierra maravilla,
porque, llevado del cebo
de amor, temor y consejo,
se despoja el hombre viejo
para vestirse de nuevo.
Cuando dejaba la guerra
libre nuestro hispano suelo,
con un repentino vuelo
la mejor flor de la tierra
fue trasplantada en el cielo;
y, al cortarla de su rama,
el mortífero accidente
fue tan oculto a la gente
como el que no ve la llama
hasta que quemar se siente.
Yace donde el sol se pone,
entre dos tajadas peñas,
una entrada de un abismo,
quiero decir, una cueva
profunda, lóbrega, escura,
aquí mojada, allí seca,
propio albergue de la noche,
del horror y las tinieblas.
Por la boca sale un aire
que al alma encendida yela,
y un fuego, de cuando en cuando,
que el pecho de yelo quema.
Si, ansí como de nuestro mal se canta
en esta verdadera, clara historia,
se oyera de cristianos la victoria,
¡cuál fuera el fruto d’esta rica planta!
Ansí cual es, al cielo se levanta
y es digna de inmortal, larga memoria,
pues, libre de algún vicio y baja escoria,
al alto ingenio admira, al bajo espanta.
A M. Vázquez, mi señor
Si el bajo son de la zampoña mía,
señor, a vuestro oído no ha llegado
en tiempo que sonar mejor debía,
no ha sido por la falta de cuidado
sino por sobra del que me ha traído
por estraños caminos desvïado.