Nació en las laderas del monte Ararat, vivió desde muy joven en Jerusalén,
fue guardián del museo Rockefeller, donde sucedió días antes de morir a un
tío suyo, herido. Farfullaba el inglés y el francés. Murió en el jardín del museo,
el primer día.
Poemas españoles
Nació en Esmirna, emigró niño con su tío, rabino famoso, en 1949. Cleptómano de profesión
y miedoso de condición principal, se pasó la juventud huyendo de calle en calle, de pueblo en
ciudad. Se alistó. No hizo mal papel: murió el cuarto día.
Era un sabra¹ larguirucho, pálido, casi albino que cantaba con
una voz tan larga como él, bien impostada, no como su figura
que, a cada momento, parecía dispuesta a troncharse. Servía en
un restorán de los que tiene por buenos, en Jerusalén, para uso de
altos funcionarios con visitantes o diplomáticos suramericanos de
pocos quehaceres.
Nació en el ghetto de Viena en 1943 y llegó tras largas peripecias, con su madre, a un kibbutz.
Estudió, en sus horas libres, música y pintura sin gran éxito. Publicó un libro de versos en 1965,
que no pasó desapercibido: Tierra y amores.
Hizo estudios religiosos desde su infancia en las escuelas ortodoxas más severas
del ghetto de Jerusalén. Pero no se ordenó rabino sino que se fue a vivir como
pordiosero en los arrabales de Tel-Aviv. Ignoro su edad pero no debía pasar de los
treinta años al morir el tercer día.
Cuando todo se aquieta
en el silencio, vuelvo
al borde de la cuna
en que mi niño duerme
con ojos tan cerrados
que apenas si podría
entrar hasta su sueño
la moneda de un ángel.
Dejados al abrigo
de su ternura asoman
por la colcha en desorden,
muy cerca de sus manos,
los juguetes que tuvo
junto a sí todo el día,
ensayando un afecto
al que ya soy extraña.
Comienza a serme infiel
la piel de la garganta;
pero ahora que se pierden tras de mí las orillas,
tómame una vez más, mi desdeñoso amante,
mientras las algas ponen
un collar en mi cuello.
A mitad de camino entre la mar y el suelo
que hace fértil un gesto de vida proseguida,
sobre la arena oscura expuesta al sol, propongo
yo misma mi balance entre fruta y olvido;
entre amor y despecho con las luces del alba,
o las yertas palabras que acoge un laberinto
de nácar y las vierte contra el rumor del puerto.
Para Sharon Keefe Ugalde
Hacer girar el corazón contra su aguja,
contra el tiempo y su sangre, contra la memoria,
desploma mi pared. ¿Seré un rechazo
de piedra más, herida en el escombro?
No crujas, por cansada, alma mía enzarzada en mi pared,
en mi rodar del tiempo.
Cada noche te espero desde antes de acostarme,
y cuando sobrevienes, agregada presencia
a mi quehacer, pareja de topacios que rompe
contra la piedra azul serena de los míos,
dócilmente interrumpo mi sueño y, pues prefieres
las sombras, me levanto y cierro las cortinas.
Por esa ley antigua que obliga a los amantes
a sucederse en otras y otras generaciones,
yo misma a un joven héroe di vida en mis entrañas.
Me doblegué a las lunas y en su espera de júbilo
los hibiscos tiñéronse.
Llegué cuando una luz muriente declinaba.
Emprendieron el vuelo los flamencos dejando
el lugar en su roja belleza insostenible.
Luego expuse mi cuerpo al aire. Descendía
hasta la orilla un suelo de dragones dormidos
entre plantas que crecen por mi recuerdo sólo.
Los sábados teníamos de par en par los ojos
enseñando las luces doradas del domingo,
mientras iban las horas resbalando su carga
de ilusión en nosotras.
Sentadas en pupitres, en filas o en recreos,
pensábamos el día perfecto cada una
con un sol, sus películas y su adiós en la calle
al niño que llevaba nuestro nombre en su frente.
Llevas un vaso lleno de transparencias
entre inquietas manos y escurridizos dedos.
Puedes cantar el cielo, el amor, las estrellas:
todo nacerá nuevo de tus labios hermosos.
Descubrirás en sueños la vida que te acosa
tan dulcemente mansa y le sonreirás.
¡Qué me intenta decir tu deterioro? Vente,
muñeca frágil y doliente y herida,
sin faldones que cubran tu cuerpo descompuesto,
sin un alma mecánica que te cubra, desastre
de los años y el trato.
No me aparté de ti; nos apartaron
convenciones y usos: no era propio quererte,
y hoy pienso que otras manos te han mecido en exceso.
Para Floreal y Pepe Bornoy
Como arreciaban más las olas, y la casa
seguía en su costumbre sin aviso,
asomé a la terraza mi aprensión, y era cierto:
ya no veía el faro y perdíamos pie
e íbamos zozobrando aguas abajo, brea
y sal abajo y por la casa adentro.
No llamaré a tus puertas, aldaba de noviembre:
el árbol de las venas bajo mi piel se pudre
y una astilla de palo el corazón me horada.
Porque tú no estás, Blanca, tu costurero antiguo
se olvida de los tules, y el Niño de Pasión
va llenando de llanto el cristal de La Granja.
A Juan Bernier
Oigo crujir tus hojas y vuelvo a estremecerme,
memoria de noviembre con la fruta en los labios,
pervertido jardín que hollé una vez, descalza,
y en el que, de rodillas, llevé mi frente al suelo.
Para Manuel Alvar
Los postigos abiertos, ni siquiera yo misma
tras el sueño baldío, desalentada aguardo
su cumplida palabra en el mar del encuentro.
Cuando luego me llegue hasta su abrazo húmedo
proseguiré mi sueño en su lecho insondable;
en su pasión cobalto, índigo azul, recíproca.
Para Clara Janés
Si ves Moldava abajo, río abajo
-frente a la Isla de Kampa y el Molino del Búho-
un cubo de basura tiernamente mecido,
dulcemente mecido hasta el agotamiento,
no pienses en el cuerpo de Ofelia que las ratas horadan
entre sus muslos blancos, cubo adentro, hasta el fondo;
preserva
su maternal secreto río abajo.
Quizás no sea ternura la palabra precisa
para este cierto modo compartido
de quedar en silencio ante lo bello exacto,
o de hablar yo muy poco y ser tú la belleza
misma, su emblema, aunque tan próxima y latiendo.
Y es también un destino unánime que vuelvan
a idéntico silencio -cuando llegue la hora
de la tregua indecible- mi palabra y tu zarpa.
Apenas alentaba.
Pero atendí su canto
queriendo darle vida. Proseguía
el mirlo en aquel árbol de flores de papel
pasándome el relevo
cuando vino su hedor, como un hocico frío
a decirme la hora.
Con no previsto acuerdo a mitad del verano,
en el torpe sofoco del hueco de la siesta
me recorre una brisa, nuca abajo, la espalda.
Me doblego al quehacer de su oficio envolvente,
y al sueño al que me entrego, mientras arde la tarde
en la impasible llama que no consiente tregua.
De un espeso tejido me rodea tu mundo
por todos los contornos.
Me abarcas como un pecho abierto a la ternura,
como una gran maroma que en surcos se me clava.
Has llegado a cubrirme, definitivo pájaro,
a decirme la vida a tu propia manera,
al modo más hermoso de vuelo sin tropiezo
abrazando la nube.
Estaba abierto el cielo y mi hijo en mis brazos,
tan indefenso y tibio y aterido y fragante
que lo sentí una obra sólo mía, victoria
de un cuerpo paso a paso ofrecido a su cuerpo.
Lo envolví con mi aliento y él tuvo el soplo tibio
en el que una paloma se sostenía en vuelo.
¡Cuán triste vivir!
Morir por la patria,
Vivir en cadenas
¡cuán triste vivir!
Morir por la patria,
¡qué bello morir!
Partamos al campo,
que es gloria el partir;
La trompa guerrera
nos llama a la lid:
La patria oprimida
con ayes sin fin
convoca a sus hijos,
sus ecos oíd.
Amor, como se vio desnudo y ciego,
pasando entre las gentes mil sonrojos,
pensó en buscar unos hermosos ojos
donde vivir oculto y con sosiego.
¡Ay Silvia!, y vio los tuyos, vio aquel fuego
que rinde a tu beldad tantos despojos,
y hallando satisfechos sus antojos,
en ellos parte a refugiarse luego.
Perdí mi corazón -¿lo habéis hallado,
ninfas del valle en que penando vivo?-
ayer andando solo y pensativo,
suspirando mi amor por este prado.
Él huyó de mi pecho desolado
como el rayo veloz, y tan esquivo
que yo grité: «Detente, ¡oh fugitivo!»
y ya no lo vi más por ningún lado.
Suave sería el labio de mi musa
modular solitario sus congojas,
al son del agua y silbo de las hojas
de selva y río en variedad confusa;
tal vez allí la ilusa
copia de mis pesares,
en tan nuevos cantares
sanara que envidioso a mis recreos
el ruiseñor, en circulares giros
bajara y repitiera entre gorjeos
lo que yo le cantara entre suspiros.
Te he visto, océano
te he galopado
a lomos de un violín
de madera pulida
de un potro alabeado
del color del cerezo
y eras, océano
un prado
de hierba azul
en movimiento.
Como si fueras
el propio olvido
te he visitado
océano
emperador de las aguas
espejo profundo del cielo
y he visto en tus eternas barbas de espuma
cereales azules y flores del silencio.