Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, poema
es esto
y esto
y esto
Y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy,
que existe
porque existo
y porque el mundo existe
y porque los tres podemos dejar correctamente de existi
Poemas españoles
Éste es el corrido del caballo blanco
que en un día domingo feliz arrancara.
José Alfredo Jiménez
Sólo bajó del tren,
atravesó solo la ciudad desierta,
solo entró en el hotel vacío,
abrió su solitaria habitación
y escuchó con asombro el silencio.
Avanzan solos gris andrajo de nubes
gris pesadilla bronce herido llamaradas grises
terco pedernal de fantasmas
tierra terracota mineral
insomnes avanzan furor helado
bronce herrumbre ira petrificada
cuerpos sombras sombras cuerpos
ballet de muerte astillas de sueños
avanzan solitarios remotos
ciegos árboles andando atraviesan
puertas piedras palabras
plata roñosa paredes de espejos
lágrimas sin ojos avanzan
reclaman mendigan sueñan
otro infierno distinto
otro infierno
otro.
Una casa vacía, otra derrumbada,
un niño muerto al que le cuentan cuentos,
despedidos fantasmas que se desvanecen,
ceniza y hueso, piedras derrotadas.
Cuartos alquilados, repetidos espacios fugaces,
las huellas de los cuerpos en las sábanas,
una pesada resaca sin destino,
voces que nadie escucha, imágenes de sueños.
Olor acre de axilas depiladas, de pefume pasado de rosas, de estiércol pisoteado de caballos.
Sé, me lo han contado, que las murallas de la ciudad ya no pueden resistir al infiel. Todas las defensas han fracasado.
El pobre emperador, nuestro bien amado Constantino XI, intenta inútilmente salvar la ciudad de su nombre, pactar con el enemigo, firmar desesperados tratados de paz.
Se mira en el espejo que ya no le refleja,
todo, menos él, aparece en la fría superficie,
la habitación, muebles y cuadros, la variable luz del día.
Así aprende, con terror silencioso, a verse,
no en los gestos teatrales aún rasgos humanos de la muerte,
sino en los días de después, en el vacío de la nada.
Y aunque la vida murió,
nos dejó harto consuelo
su memoria.
Jorge Manrique
Si como afirma Borges todos los hombres
son el mismo hombre, aurora y agonía,
y poco importan sus nombres y sus rasgos,
yo quisiera olvidando la anécdota banal de mi destino
buscar en otro rostro a ese único hombre,
otra sombra, otro sueño mejor, igualmente perdido.
En Madrid, donde me dieron la noticia de tu muerte,
en Sevilla, años después, en una extraña primavera,
en Londres, repitiendo tantas veces
el sonido de tu voz, el roce de tu mano.
En New York, mirando caer la nieve
junto a aquel cuerpo que tanto quise,
y en México, bajo la lluvia, frente a la piedra rajada,
que nada guarda sino tu nombre y la ceniza de un recuerdo,
has estado conmigo, fantasma de un fantasma.
Por la noche, con la luz apagada,
miraba a través de los cristales,
entre los conocidos huecos de la persiana.
Como un rito o una extraña costumbre
la escena se repetía, día tras día,
igual siempre a sí misma.
Frente a frente su ventana,
la veía aparecer y bajo la tenue claridad de la luz,
lentamente, irse haciendo desnuda.
Al final pienso que tenía razón
?todo el absurdo tinglado del poder,
el cuchillo implacable de la inteligencia,
las sórdidas, políticas palabras,
los arañados proyectos imposibles?,
sí, tenía razón ese día. Me acuerdo bien
cuando pensé, echado junto a ella,
que lo único real era una buena puta,
una piel cálida, unos labios silenciosos, unas manos
expertas,
en aquel burdel cerca Neuilly, al amanecer.
Terribles son las palabras de los amantes,
aunque estén bañadas de falsa alegría,
cuando llega la desolada hora de la separación.
Fuera la lluvia galopa tercamente
y su eco retumba tras la ventana.
Los poderosos pájaros de la dicha
un breve instante anidaron en sus brazos
y dorados plumajes cubrieron los cabellos
que ahora sudor y hastío sólo guardan.
Querido Vinyoli, en esta tarde
de violenta tramontana, oscuro azul de mar,
miro las Islas Medas, remolinos de gaviotas,
alada espuma sobre la espuma blanca,
y me llega, imagen persistente, su recuerdo,
en el día final del año de su muerte.
Éste es el corrido del caballo blanco
que en un día domingo feliz arrancara.
José Alfredo Jiménez
Olor de solitario y soledad, cama deshecha,
cegados ceniceros en esta tarde de domingo,
helado soplo de noviembre en el cristal
y un vaso medio lleno de cansancio.
¡Cómo se van las horas,
y tras ellas los días
y los floridos años
de nuestra frágil vida!
La vejez luego viene,
del amor enemiga,
y entre fúnebres sombras
la muerte se avecina,
que escuálida y temblando,
fea, informe, amarilla,
nos aterra, y apaga
nuestros fuegos y dichas.
Tus lindos ojuelos
me matan de amor.
Ora vagos giren,
o párense atentos,
o miren exentos,
o lánguidos miren,
o injustos se aíren,
culpando mi ardor,
tus lindos ojuelos
me matan de amor.
Si al final del día
emulando ardientes,
alientan clementes
la esperanza mía,
y en su halago fía
mi crédulo eror,
tus lindos ojuelos
me matan de amor.
La blanda primavera
derramando aparece
sus tesoros y galas
por prados y vergeles.
Despejado ya el cielo
de nubes inclementes,
con luz cándida y pura
ríe a la tierra alegre.
El alba de azucenas
y de rosa las sienes
se presenta ceñidas,
sin que el cierzo las hiele.
Cuando mi blanda Nise
lasciva me rodea
con sus nevados brazos
y mil veces me besa,
cuando a mi ardiente boca
su dulce labio aprieta,
tan del placer rendida
que casi a hablar no acierta,
y yo por alentarla
corro con mano inquieta
de su nevado vientre
las partes más secretas,
y ella entre dulces ayes
se mueve más y alterna
ternuras y suspiros
con balbuciente lengua,
ora hijito me llama,
ya que cese me ruega,
ya al besarme me muerde,
y moviéndose anhela,
entonces, ¡ay!, si alguno
contó del mar la arena,
cuente, cuente, las glorias
en que el amor me anega.
Viendo el Amor un día
que mil lindas zagalas
huían de él medrosas
por mirarle con armas,
dicen que de picado
les juró la venganza
y una burla les hizo,
como suya, extremada.
Tornóse en mariposa,
los bracitos en alas
y los pies ternezuelos
en patitas doradas.
¡Qué ardor hierve en mis venas!
¡Qué embriaguez! ¡Qué delicia!
¡Y en qué fragante aroma
se inunda el alma mía!
Éste es de Amor un templo:
doquier torno la vista
mil gratas muestras hallo
del numen que lo habita.
Suelta mi palomita pequeñuela,
y déjamela libre, ladrón fiero;
suéltamela, pues ves cuánto la quiero,
y mi dolor con ella se consuela.
Tú allá me la entretienes con cautela;
dos noches no ha venido, aunque la espero.
¡Ay!, si esta se detiene, cierto muero;
suéltala, ¡oh crudo!, y tú verás cuál vuela.
A mí la vida
me lleva
y no me gusta.
Estar eternamente anclado
al horizonte
bajo el canto tórrido
de sirenas tartamudas.
Lápidas que me marcan
cuelgan de mis dedos,
y me asustan
sin motivos obvios,
el sino me arranca los latidos
que a veces creí
que no eran míos.
En la noche
abarco con mis brazos
esa cama incompleta.
Siniestra, falta de luz,
me humilla la ventana.
Ya no tengo nuevos complejos,
nuevos sinos anodinos;
sólo espacio en un mundo
que me ha concedido
cansancio y simetría
con un sol que ya no arrastra.
Tus cabellos se debaten
en lucha fatal con el viento.
Yo los podo si admirarlos
puedo sin cogerlos.
Participas, asimismo,
de la verticalidad desordenada
de mis pelos.
Todo ello nos hace ver el mundo
como nuestro.
Vamos, mujer,
dime que mi gusto
se perdió,
que soy mayor
desastre y que no tengo
porvenir, ni empleo bueno,
ni coche -sólo un triste
bonobús-, ni patria,
ni raíces, ni orgullo
ni ropa, ni dinero
ni ambición.
¿Qué importa que ligera
la edad, huyendo en presuroso paso,
mi vida abrevie en la callada huida,
si cobro nueva vida
cuando en las llamas de tu amor me abraso,
y logro renacer entre su hoguera,
como el ave al sol, que vida espera?
Señor, matadme, si queréis.
(Pero, señor, ¡no me matéis!)
Señor dios, por el sol sonoro,
por la mariposa de oro,
por la rosa con el lucero,
los corretines del sendero,
por el pecho del ruiseñor,
por los naranjales en flor,
por la perlería del río,
por el lento pinar umbrío,
por los recientes labios rojos
de ella y por sus grandes ojos…
¡Señor, Señor, no me matéis!
¡Venid, siglos venideros,
tened! Y ahora, huid, volad,
que ya os volveré a cojer
antes de vuestro final.
Quisiera que mi vida
se cayera en la muerte,
como este chorro alto de agua bella
en el agua tendida matinal;
ondulado, brillante, sensual, alegre,
con todo el mundo diluido en él,
en gracia nítida y feliz.
¿Qué me copiaste en ti,
que cuando falta en mí
la imagen de la cima,
corro a mirarme en ti?
En el balcón, un instante
nos quedamos los dos solos.
Desde la dulce mañana
de aquel día, éramos novios.
«El paisaje soñoliento
dormía sus vagos tonos,
bajo el cielo gris y rosa
del crepúsculo de otoño.»
Le dije que iba a besarla;
bajó, serena, los ojos
y me ofreció sus mejillas,
como quien pierde un tesoro.
¡Su desnudez y el mar!
Ya están, plenos, lo igual
con lo igual.
La esperaba,
desde siglos el agua,
para poner su cuerpo
solo en su trono inmenso.
Y ha sido aquí en Iberia.
La suave playa céltica
se la dio, cual jugando,
a la ola del verano.
¡Qué difícil es unir
el tiempo de frutecer
con el tiempo de sembrar!
(El mundo jira que jira,
ruedas que nunca se unen
en una rueda total)
¡Un solo día de vida,
un día completo y todo,
que no se acabe jamás!
Arriba canta el pájaro
y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo,
se me abre el alma).
¡Entre dos melodías,
la columna de plata!
Hoja, pájaro, estrella;
baja flor, raíz, agua.
¡Entre dos conmociones,
la columna de plata!
¡Allá va el olor
de la rosa!
¡Cójelo en tu sinrazón!
¡Allá va la luz
de la luna!
¡Cójela en tu plenitud!
¡Allá va el cantar
del arroyo!
¡Cójelo en tu libertad!
Andando, andando.
Que quiero oír cada grano
de la arena que voy pisando.
Andando.
Dejad atrás los caballos,
que yo quiero llegar tardando
(andando, andando)
dar mi alma a cada grano
de la tierra que voy rozando.
Siempre yo penetrándote,
pero tú siempre virgen,
sombra; como aquel día
en que primero vine
llamando a tu secreto,
cargado de afán libre.
¡Virgen oscura y plena,
pasada de hondos iris
que apenas se ven; toda
negra, con las sublimes
estrellas, que no llegan
(arriba) a descubrirte!
Por fuera luz de plata,
por dentro fuego rojo,
como los cuerpos mundos
del eterno tesoro.
Nada me importa vivir
con tal de que tú suspires,
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Nada me importa morir
si tú te mantienes libre
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Cada hora mía me parece
el agujero que una estrella
atraída a mi nada, con mi afán,
quema en mi alma.
Y ¡ay, cendal de mi vida,
agujereado como un paño pobre,
con una estrella viva viéndose
por cada májico agujero oscuro!
No sé con qué decirlo,
porque aún no está hecha
mi callada palabra.
La media puesta de sol
tiñe con su grana de oro
mi otro medio corazón.
Yo no seré yo, muerte,
hasta que tú te unas con mi vida
y me completes así todo;
hasta que mi mitad de luz se cierre
con mi mitad de sombra
–y sea yo equilibrio eterno
en la mente del mundo:
unas veces, mi medio yo, radiante;
otras, mi otro medio yo, en olvido–.
¡Color que, un momento, el humo
toma del sol que lo pasa;
vida mía, vida mía,
fugaz y coloreada!
Pajarillo cojido, de tu pecho dulce
por el águila negra de la muerte,
¡cómo me miras con tu ojito triste!
(negro plenor sangriento de luz débil).
Desde debajo de la garra inmensa,
que para siempre ya le tiene
y afirmado, mientras la desafía
la vasta sombra que su vista emprende.
No, esta dulce tarde
no puedo quedarme;
esta tarde libre
tengo que irme al aire.
Al aire que ríe
abriendo los árboles,
amores a miles,
profundo, ondeante.
Me esperan las rosas
bañando su carne.
Cuando tú quieras, muerte.
Te he vencido.
¡Qué poquito
puedes ya contra mí!
Por el mar vendrán
las flores del alba
(olas, olas llenas
de azucenas blancas),
el gallo alzará
su clarín de plata.
(¡Hoy! te diré yo
tocándote el alma)
¡O, bajo los pinos,
tu desnudez malva,
tus pies en la tierna
yerba con escarcha,
tus cabellos verdes
de estrellas mojadas!
Lo que queráis, señor;
y sea lo que queráis.
Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
que sea lo que queráis.
Si queréis que entre los cardos
sangre hacia las insondables
sombras de la noche eterna,
que sea lo que queráis.
Días negros cual los días
de parada indiferencia
de dios antecreador.
(Todo duro, entero todo,
en mole de un orden negro,
como un yo tan sólo yo.)
De pronto, un día de gracia,
todo me ve con mis ojos,
me parto en mundos de amor.
Ya se dijeron las cosas más oscuras.
También las más brillantes.
Ya se enlazaron las palabras como
cabellos, seda y oro en una misma trenza
—adorno de tu espalda transparente—.
Ahora,
tan bella como estás,
recién peinada,
quiero tomar de ti lo que más amo.