Aquella Hermana de la Caridad:
aquella Sor Asunción,
que bajo la toca
lleva una boca
de forma de corazón.
Corazón que es dilución
de una escala cromática:
(el color del labio superior es sonrosado,
y rojo ultrasanguíneo el inferior).
Aquella Hermana de la Caridad:
aquella Sor Asunción,
que bajo la toca
lleva una boca
de forma de corazón.
Corazón que es dilución
de una escala cromática:
(el color del labio superior es sonrosado,
y rojo ultrasanguíneo el inferior).
Viejas cajitas de música,
viejas cajitas de laca,
cuya tapa en rectángulo decora
la quietud de una pérgola,
o la prez
de los cármenes de Aranjuez:
Cajas de música de las que ya no vienen ahora.
Todo un mecanismo demodado:
un peine de acero,
un cilindro que gira,
y sobre
la mecánica del cilindro,
minúsculas púas de cobre.
El nocturno abecedario
que nos habla en su dialecto
del insecto que en las noches
y en insomnios acompasa
sus rumores en sordina
con la ruina de la casa.
La puntual destiladera
conque ritmos de clepsidra
nos hidrata la emoción
con la nota de la gota
que al caer sobre del agua
dentro a la húmeda tinaja,
metaliza una canción.
Apagado y rescoldo aroma
del profuso jazmín del corredor;
siesta cálida
en que es pálida
la emanación de la flor.
Llave del agua que tintinea
su gota pertinaz;
grifo de cobre, donde
a beber la gota de agua
disfrazada de monjita
se aproxima la torcaz.
Lluvia del aguacero,
lluvia de agujas de acero,
lluvia llena de olores y de ruidos
que me mueves el alma y los sentidos.
Qué lejana visión en ti se afina:
Cuando eras citadina…
Cuando eras pueblerina…
Cuando eras campesina…
La urbe episcopal, vieja y lontana…
mi pueblo… mi casona… mi ventana…
la granja con su olor a mejorana…
Fresca siempre al caer y siempre bella;
pero ya no eres aquella:
La que con mi devoción
rezaba su honda oración
allá dentro de aquel hueco
barítono canalón.
La grande habitación
que el grande espejo
agranda más.
Sobre la antigua consola,
el viejo reloj de bronce
bajo el fanal de cristal;
y penumbras y friolencias
en que la poquedad
de mi lámpara,
no basta a evaporar
el frío de mi soledad.
1
Suena el color dorado en las orillas del ojo,
del mar del ojo, del mal de ojo.
Sueña una imagen color naranja
con ser, eternamente,
una perseguidora quintaesencia.
Por eso, a las trampas del ojo
me encomiendo.
Podría ser que la música y la poesía fueran una misma cosa, o
tal vez dos cosas que se necesitan mutuamente como la boca y
el oído, pues la boca no es más que un oído que se mueve y
que contesta.
Cuando naciste surgió en el bosque
una inquietud extraña.
Criaturas belcebúes vertieron en un claro
el azogue de Los Gemelos
y una quemazón de unicornios
cimbró con su galope
el vértigo de la penumbra en disonancia.
Este niño tiene que ser un santo a su manera
dijo tu padre al contemplar tus manos.
En la primavera conociste a la niña Clara.
Ella jugaba dentro de una jaula
con los címbalos y el armonio
que la escoltaban desde su nacimiento.
De los címbalos partía la ráfaga
que corta los glaciares.
Del armonio brotaba El Intervalo del Diablo,
que al transformarse en burbuja
iba de las guirnaldas de yeso
a los enigmas de raso
y de las margaritas enrojecidas
al temblor de tus años.
Dos años después de tu zambullida en el Rin, la niña Clara
llegó a visitarte por última vez al manicomio de Endenich.
El atardecer rodeaba de angustia su cabello.
El aire tenía peso de vapor subterráneo.
Creyendo que era la más reciente composición de Brahms
le tendiste los brazos y te aferraste a ella con la serenidad
de quien ya no es dueño de sí.
Ibas a la montaña en busca de jaguares,
tapires o faisanes.
Siempre te acompañaba la mujer de otro.
En mis sueños te veía raudo por la playa,
eludiendo tenazas de cangrejos azules.
Ahora caminarás desnudo por la noche sin término.
Quitar la carne, toda,
hasta que el verso quede
con la sonora oscuridad del hueso.
Y al hueso desbastarlo, pulirlo, aguzarlo
hasta que se convierta en aguja tan fina,
que atraviese la lengua sin dolencia
aunque la sangre obstruya la garganta.
Para Jorge Esquinca
El poeta no duerme:
viaja por la cuerda del tiempo.
El poeta está hecho de memoria:
por eso lo deshace el olvido.
El poeta no descansa:
el tiempo lo desgasta
para probar que existe.
Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero.
Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas.
La primera mujer que recorrió mi cuerpo tenía labios de maga: labios verdes y azules, con sabor a fruto silvestre, con señales indescifrables como la miel o el aire.
Muchas veces incendio mis cabellos con siete granos y siete aguas, cOn ensalmos que sonaban a campanillas de barro, con nubes de copal que se mezclaban al embrión que recorría mi frente coronada por ramos de albahaca.
Paura no tiene cono: tiene un molusco arroz entre las piernas, un coral palpitante, un fruto que perfuma mis vísceras y el aliento de los tiburones.
Cuentan que fue muy bella en su primera infancia. Dicen que su pelo servía de faro en noches de tormenta y que su lengua salvó a más de una tripulación consumida por el escorbuto.
A una mujer que va de viaje al mar es inútil llenarla de palabras.
El mar le chupa los vertederos de la sinovia, le abrillanta la voz, dibuja su abdomen en la arena, le corta la respiración con sus alfanjes herrumbrados.
A una mujer que va de viaje al mar no le hablen de la tierra firme ni de los muelles del estado de gracia.
Antes de que llegara el tiempo de la fiebre, un tacuazín devoró a la guacamaya que alegraba lo sórdido del patio.
Mi padre, conmovido por mi desesperación, construyó una trampa grande y resistente, con tablones del aserradero.
En su interior dispuso granos de maíz, agua bendita y huevos de gallina negra.
A partir de septiembre el río no ha hecho más que crecer.
Se lleva lo que a su paso encuentra: casas, puentes, arrumbadas berlinas y muros de contención. La cola del huracán, envuelta en lluvia, llena mi espacio de pájaros sin nido que irrumpen como malas noticias.
Sentado al borde de la cama, es decir, al borde del abismo, miro el suelo distante que me espera. Lo toco con la punta del pie como se toca el agua de un estanque: lo siento helado y ríspido, frágil y plagado de nudos, como la mano al sol de un viejo artrítico.
Cuentan que en las madrugadas de Barra de Panteones, las gaviotas picotean los ojos cansados de ver el mar.
Cuentan que entre las palmeras se escuchan voces que nunca escucharemos.
Cuentan que en las manos del enterrador hay una paloma ciega.
Quien evoca la palabra en el templo de Barra de Panteones, sólo es visible a los ojos que las gaviotas despedazaron.
En Barra de Panteones los recuerdos se pegan a la piel como aguamala
y faltan muchas cosas por nombrar.
El silencio apenas puede salvar la mirada.
Y las preguntas están en la boca de los muertos.
Uno puede decir que sí
que la palabra se abandona
cuando la convocamos
con la más ingenua de las intenciones.
Uno puede decir que sí
que es un signo un sonido que toma
su forma desde antes de despertar
y hasta puede uno decir
que el decir es un poder tan nuevo
como el bostezo de un niño a medianoche
y que decir es una lámpara
que alumbra sus expectativas.
Se levanta con un sueño entre las manos.
Dice que la palabra se reinventa al ser pronunciada
en la luz que concede la oscurana.
Y cuando le preguntan por la mirada,
responde que la palabra de Dios es el silencio.
En la palabra del día despierta la noche. Como quien se enfrenta a una serie innumerable de nombres que nada le dicen y todo le confían. Como quien mira su destino desde la escritura renovada del espejo. Como quien resiste en el desierto con una flor de arena entre las manos.
Hay una hoja en blanco y una nube arrumbada. La palabra es el intento y el día la frágil continuación de la esperanza. Atravesar el día a través de la palabra es una aventura que no pocas veces termina mal; atravesar la palabra a través del día, es un riesgo que comienza con muy malas esperanzas, aunque hasta ahora no ha vivido nadie para escribirlo.
Unos dijeron que no es más que el resultado de la casi desapercibida conjunción de los astros.
Otros, que es la memoria incendiada de una estrella.
Y hubo quien se atrevió a sugerir que era el resultado del choque entre un pájaro ciego y la sombra de un fugitivo.
Aquí está todo:
el humo a medianoche
la mano rencorosa de la soledad
y el olvido de agosto
Aquí está todo:
el transcurrir insomne de los vientos
la oración que quién escucha
y el sueño abandonado
Aquí está todo:
la común tinta del hastío
que despliega sus dones en la nada
antes que el alba
extienda sus dominios
y está el silencio
y está la voz la tuya dónde
renaciendo de los colores más opacos
*
El silencio es el reflejo más puro de la palabra.
*
La pregunta es irremplazable. A través de ella se establecen los primeros síntomas de la rebelión es decir, la incertidumbre. El privilegio de la pregunta es que cada vez que surge, lo hace a la par de la inconformidad.
*
Frente al mar, ayer es el eco de una sombra.
Frente a la sombra el mar es el eco de ayer.
Frente a la palabra el vacío.
*
Cuando amanece como si nada en los umbrales, el vuelo de la jaula es la palabra en el ojo del pájaro malherido.
Decía que:
en sus ojos el silencio es un pájaro abril de madrugada,
la espera es la abolición del instante.
Decía que:
una palabra es la revelación del signo que jamás alcanzaremos a descifrar,
la escritura es la tinta más endeble de su propia interrogante,
la noche aparece como una mera manifestación de entidades amorfas que se disipan al amanecer, y en ella el recuerdo es una paloma aleteando sus asombros.
Cuando el camino alargaba hasta dónde su aventura, y la nostalgia inventaba una forma más del desasosiego, sólo un deseo repetían los ojos del visitante: alumbrarme en tu cuerpo como si alguna vez hubiera en él resucitado.
Al norte hay niños que esperan la madrugada para ponerle una raya más al tigre.
Al sur, las nativas bailan descalzas sobre la arena, al mediodía.
Al este, la tarde es un bostezo que se consume a sí mismo.
Al oeste, el amanecer encuentra a los viejos con el libro sagrado entre sus manos.
A Mario Ibarra
Cuando nadie regrese a recordar la voz
de los instantes en el mañana
que encuentra su razón en la penumbra.
Cuando la voz no sea más
que la representación de un instinto
apacentando sus furores en las venas del crepúsculo,
y su eco retumbe
en labios que no han de pronunciarla de nuevo,
ha de volver cantando el aroma de un pájaro
y su largo oficio de oscurecer el horizonte.
¡Oh lira, que hasta aquí locos amores
en tus vibrantes cuerdas suspiraste,
y dócil a mis voces me ayudaste
a comprar por un goce mil dolores!
Ya que hiciste armoniosos mis errores
y a mi locura seducción prestaste,
herida de otro plectro, da, en contraste,
con acuerdo mejor, tonos mejores.
Cuando marchite tus galanas flores
el que es de la beldad fiero enemigo,
y en vano pidas protección y abrigo
a los que fueron, Lelia, tus amores;
cuando todos te olviden; cuando llores
en triste soledad, sin un amigo
que de tu pena ruda al ser testigo
anhele disipar tus sinsabores,
entonces ven a mí: conserva el pecho
puro el recuerdo de su afecto santo
y olvida tu pasado desvarío.
¡Qué bien se hace contigo, vida mía!
Muchas mujeres lo hacen bien
pero ninguna como tú.
La Sulanita, en la gloria,
se asoma a verte hacerlo.
Y yo le digo que no,
que nos deje, que ya lo escribiré.
Navegar,
navegar.
Ir es encontrar.
Todo ha nacido a ver.
Todo está por llegar.
Todo está por romper
a cantar.
No soy el viento ni la vela
sino el timón que vela.
No soy el agua ni el timón
sino el que canta esta canción.
No soy la voz ni la garganta
sono lo que se canta.
No sé quien soy ni lo que digo
pero voy y te sigo.
A punto de morir,
vuelvo para decirte no sé qué
de las horas felices.
Contra la corriente.
No sé si lucho para no alejarme
de la conversación en tus orillas
o para restregarme en el placer
de ir y venir del fin del mundo.
Yo soltaba los galgos del viento para hablarte.
A machetazo limpio, abrí paso al poema.
Te busqué en los castillos a donde sube el alma,
por todas las estancias de tu reino interior,
afuera de los sueños, en los bosques, dormida,
o tal vez capturada por las ninfas del río,
tras los espejos de agua, celosos cancerberos,
para hacerme dudar si te amaba o me amaba.
¡Qué extraño es lo mismo!
Descubrir lo mismo.
Llegar a lo mismo.
¡Cielos de lo mismo!
Perderse en lo mismo.
Encontrarse en lo mismo.
¡Oh, mismo inagotable!
Danos siempre lo mismo.
Mi amada es una tierra agradecida.
Jamás se pierde lo que en ella se siembra.
Toda fe puesta en ella fructifica.
Aun la menor palabra en ella da su fruto.
Todo en ella se cumple, todo llega al verano.
Cargada está de dádivas, pródiga
y en sazón.
Así surges del agua,
blanquísima,
y tus largos cabellos son del mar todavía,
y los vientos te empujan, las olas te conducen,
como el amanecer, por olas, serenísima.
Así llegas helada como el amanecer.
Así la dicha abriga como un manto.
Manantiales del agua
ya perenne, profunda vida
abierta en tus ojos.
Convive en ti la tierra
Poblada, su verdad
numerosa y sencilla.
Abre su plenitud
callada, su misterio,
la fábula del mundo.
Hallan su vocación
del Huerto, su quehacer,
manos contemplativas.
Una tarde con árboles,
callada y encendida.
Las cosas su silencio
llevan como su esquila.
Tienen sombra: la aceptan.
Tienen nombre: lo olvidan.
Me empiezan a desbordar los acontecimientos
(quizá es eso)
y necesito tiempo para reflexionar
(quizá es eso).
Se ha desplomado el mundo.
Toca el Apocalipsis.
Suena el despertador.
Los muertos salen de sus tumbas,
mas yo prefiero estar muerto.
Me quedo en tus pupilas, sin convite a tu fiesta de fantasmas.
Adentro todos trenzan sus efímeros lazos,
yo solo afuera, y sin amor, mas prisionero,
yo, mozo de cordel, con mi lamento, a tu ventana,
yo, nuevo triste, yo, nuevo romántico.