Levanta la tarde su espesura de silencio,
sube el mar a las últimas cornisas
con alas de graznido.
Pliega la luz su rabo inevitable,
una a una, por todas las fachadas.
Más allá de la esquina del salitre,
al viejo paredón desalojado
lanza el mar su delirio de insistencia.
Poemas de Salvador García Ramírez
Amarillas las fachadas,
amarillas las barandas,
las terrazas y las pérgolas,
las janelas amarillas.
Amarillos los toldos,
el blando acantilado,
el sol en el Algarve,
el banco en que te escribo.
Amarillo tu vestido,
los manteles y los pórticos,
los zócalos, los caminos:
amarillos, amarillos.
Latfi pregona chicles por los trenes
desde Sousse a Mahdia.
Arrastra su bastón
de primera a segunda:
en la mano una caja
de fresa y clorofila.
¡Clorofile, clorofile!
(el cuello sudoroso,
sucio el vagón,
la empuñadura sucia),
impasible repite su romanza.
«Um não sei quê, que nasce não sei onde.
vem não sei como, e doi não sei porquê»
LUIS DE CAMÕES
Yo fui feliz un mediodía
robado a la tarifa del invierno.
El zoco tiene toldos
y cenefas azules
sobre sacos abiertos
que huelen a azafrán y a hierbabuena.
El zoco es multitud.
En sus paredes se hacinan
la seda con la lana,
la palma con la piel,
la fruta con la sal y los aceites.
A los pies de la luna y el planeta,
cuando el viento pulula en el oasis
de reguero en fogata.
Al borde del desierto.
A la hora en que irradian las alcobas
su flama enfebrecida.
Al sur del autobús,
en la arena
donde agoniza el eucalipto.
Puede que a ti, sin importancia,
desvele cuanto oculta
este gris uniforme en el que el cielo
ha desleído la memoria
de los arcos, los muelles que aún resisten.
Los aljibes rebosan sus mañanas
incumplidas en rutas sin razón
que algún pavo real hubiese delatado,
lo mismo que a las lenguas de este río
en busca del océano.
A José Lemos
e Cristina Branco
Nada sabemos de su química,
de cómo se combinan
intimidade con penumbra,
la infancia en las moreras,
la altura con el agua;
de cómo sobreviene, protegido, el espacio,
envolvente el barullo;
de cómo se articula lo sensible.
Estimado Hóspede:
Temos ao seu dispor
mesas antigas,
cuadros brumosos de pasado idílico,
alfombras
de anudado sopor
tras los visillos, calmas imprevistas
y para cada ofuscación una vidriera,
o algún pavo real entre los ficus.
Temos também
pontes que vuelan sobre el faro
estremecido de las cúpulas,
miradores al Tejo,
rejas, retratos, lámparas de seda,
rosados mármoles donde olvidar la suerte,
espejos que el reloj ya no arruina.
Suspensa, en el aire de los parques
con sombra de ciudad,
como los tuyos,
en la proximidad del Largo,
nas escadas, en las estrías húmedas
donde pululan libros viejos,
a la hora contigua con el sol,
sobre las pérgolas sin mástil,
a merced del polen, poco a poco,
nas margens
donde el viajero ayuna, nas igrejas,
de acá para allá, por los oblicuos
raíles de un paraguas,
tibia a tiempo,
la alzada lentitud del solitario.
«Gaivotas na praia
tempestade no mar»
Navegaban las cintas
al viento del penúltimo recuerdo,
enredándose en el tronco de las oliveiras,
después de abrir el cielo
su escenario y su puente, su nostalgia y su nube.
Marzo provisional de multitudes
mecidas pelas ondas,
março de mirador y de vigías.
Pudiera parecer, y aquí confluyen,
coetáneos de la misma convulsión
la cantiga y la Praça da República,
la mar y el puerto,
desacoplados como están
en su estridencia íntima.
Antes de que aterrice el avión sobre la ría
habremos incendiado la ciudad
y en terremoto el pulso del atlántico
habrá deshecho sus calzadas.
En un descuido el tiempo
trazó de la ruina este triángulo,
violó la noche ciega y, vertical
como si nada,
dejó que sobre el agua
las olas fueran sólo superficie.
El resto fue ya visto:
los buzones macizos del escombro,
as docas fechadas,
rasante el avión sobre el mosaico.
En el telar de la trastienda,
de todos los colores,
en todos los idiomas,
de todas las medidas,
Ahmed ofrece alfombras:
las extiende, las cubre, las explica,
con el último precio las enrolla.
Altivo tras los fardos
Ahmed come a escondidas.
Superpones la calma,
una calma geométrica.
Desnivelas remansos
de terraza en estanque,
de boj en escalera.
Acordonas las formas de los dioses
y das principio
al libro en los estantes,
al estuco y los mármoles,
a las victorias.
Reúne al sol,
por caminos de polvo,
las recuas sin estrépito.
En caóticas filas se amontonan
como una multitud de patas sucias.
La sombra del oasis los rezuma.
Aplastados y viejos, de rodillas,
en la gran explanada
su cuello balancean
con senil parsimonia.
Sola por el plano de su planta,
del amanecer a la fatiga,
Habiba arregla camas
y repone las toallas
sin faltarle la sonrisa.
Siempre amanece por las calles del invierno.
Arremete la lluvia tras los árboles
con rigores de lápida y frescura.
Siempre amanece por los miradores del viento,
en la lengua del Lima lamiéndonos la vista.
De ahí la lejanía,
la penumbra ojival que dan los pórticos,
la bruma derretida,
la piedra minuciosa.
Insistió.
La garganta en las verjas, las pendientes,
los flancos rosas del derrumbe,
el martillo del agua del envés,
la madera sellada en el balcón
de una larga clausura.
Quién sabe,
su soledad estaba plagada de refugios,
levitaba en la cola de la niebla,
rotaba aún
sin saber donde vuelven las corrientes.