Converso con la acacia
que está florida como un mar de espuma.
¿Por qué, poeta, no me ven tus ojos
que ayer me presentían en el llanto?
Para no lastimarla es mi voz suave.
La miro ahora desde el fin del mundo,
desde el árbol primero de la tierra.
Poemas de Ángel Cruchaga
Este mi amor no puede volverse un alarido.
A veces en él siento fragancias de ceniza.
Así en el mediodía se quemarán los trigos.
¡Yo no puedo llorar a Dios como las islas!
Atraviesas mi orgullo flameando tan cercana
que me emociono como si yo fuera algo tuyo,
pulsera de tu mano, collar de tu garganta,
y lloro contemplando tus pestañas de humo.
Amada mía, amada en tiempos del primer arco iris
o allá en la creación junto a las primeras alas.
Desde la sangre de mi madre hacia ti vuelvo mi rostro.
Las abejas de mis almendros vuelan en torno de tus ojos.
Cuando cierro los ojos yo sé que me quisiste.
Hasta mi sombra llegan tus ondeadas pestañas.
Vienes en un temblor maravillado y triste
y sin mirar mi muerte ríes y me acompañas.
Yo besaré las rosas que perfuman los muros
de mi casa tranquila.
Cuerpo de la mujer, claro como un sollozo
que fulgura en la noche de granates dormidos,
zona de la esperanza, reseda del reposo,
hacia tus brazos van trémulos los sentidos.
Cuerpo de la mujer, país de la alegría
que adivinamos con un deleite jocundo
desde tus hombros sube su marejada el día
y de ola en ola crea cada mañana el mundo.
Es mi corazón como una cúpula
llena de cantos. Hacia él suspiran
los mares y los ríos de este mundo.
Y todo este vibrar se vuelve al cielo
como en las alas de un arcángel hondo.
Me siento perfumado como un fruto
por la desgracia; pero siempre llevo
la música y la miel de mis abejas.
En mi silencio azul lleno de barcos
sólo tu rostro vive.
En el mar de la tarde el día duerme.
Eres más bella cuando estoy más triste.
Tiembla mi amor como una voz antigua
sobre la calma verde.
El sol cantando como los pastores
te dio su melodía hasta la muerte.
Somos la remembranza de la tierra vencida.
Necesitaba Dios nuestro vaivén profundo
que era ritmo en sus venas y en su carne florida
la invencible y eterna melodía del mundo.
Nuestro vigor es fuerza de estrellas y raíces.
Los árboles nos dieron sus moribundos bríos.
Era tu amor el único digno de tristeza.
Se me volvió una llaga perenne tu belleza.
Hoy, para no morir, miro el rostro profundo
de mi madre. Mis ojos sienten llorar el mundo.
Y agradezco a mi Dios el momento encantado
en que mi corazón trémulo te ha mirado.
Abeja de mi tarde y de mi muerte,
anticipo del sol, bien de mis ojos,
deja que en tu cruz grabe mi día
como en la gloria de un bajo relieve.
Ancha de mirra, música de arcángel
en toda latitud tu cuerpo vive,
como la rueda leve de este mundo
que de los cielos a los mares gira.
En un monte apacible de ramajes oscuros,
como aquellos del hondo Huerto de los Olivos,
apareció el Maestro de los momentos puros
llamado por el turbio tormento de los vivos.
Bajo un sol quieto y fuerte, amarillo de asombro,
el mundo lo esperaba laxo de sufrimiento.
Ya no temo a la muerte.
Me defienden tus manos y tus ojos.
Estoy tranquilo como un prado verde
donde sonríen los infantes de oro.
Ya no temo a la muerte;
Dios empieza en el canto de tus ojos.
Hallada de improviso
así como la muerte o como el júbilo,
dueña del día y dueña del destino.
¡Hallada ahora en el camino último!
¿Serás la amiga
o serás el amor hondo de música?
En los rincones se enfermó mi vida
y sólo me ha quedado mi dulzura.
Se han desplomado todas las columnas
sobre mi vida, sólo tú sostienes
con tu gracia la cúpula del cielo
¡oh santa amparadora de mi muerte!
En mi deslumbramiento soy un grito.
¡Cómo me inundas con tu cabellera!
Y estoy tan lejos de tu maravilla
que nunca has de acercarme a la tristeza.
Más allá de la vida,
triste como una selva abandonada,
miro irse las horas
en las lunas, los pájaros y el agua.
Tu corazón sonríe
sin mirar mi fatiga.
Te arrancaron los ojos
¿en qué calle siniestra de la vida?
Eres sobre mi vida
una suave canción de ojos azules.
Nunca sabrás que soy como una llama
que besa agudamente tus cabellos.
En mi silencio quedarás dormida,
clara y azul como un jazmín de oro.
Aquietaré todo rumor del mundo
para que tengas el perfil sereno
sobre el espejo turbio de mi vida.
En tus ojos dormidos
hay un sollozo del antiguo mundo,
ciudades viejas y rosales místicos.
¡Todos los siglos dentro de un crepúsculo!
Cuando mire tus ojos
serán las puertas de la epifanía.
He de sentir que Dios me besa el rostro.
Quería eternizar tu perfil armonioso,
suave como los niños, triste como un sollozo,
pero cayó en tu alma como una negra veste
el ala de Luzbel. Mi corazón celeste
ha llorado en la sombra sintiéndose vivir.
¡Acaso nunca más lograré sonreír!
¡Otra vez solo! Agita la muerte sus anillos…
Yo la tenía cerca como una trizadura
del corazón. Y era mi único regocijo
sentirla andar, reír. Mi alma ya no la busca…
Se fue de mí. No pudo mi red echada al día
tomarla toda.
¿Más allá de qué monte, de qué dormida estepa
lejanísima y sola viene tu voz de llama?
Eres como una herida de miel en mi tristeza.
Llegas como la tarde perfumando mi casa.
Voz que suspira como volviéndose una esencia,
voz que duerme en mis ojos y que muere en mis canas.