Yo, que fuera tu Agar, la esclava,
y fuera Jezabel,
arrojada a los perros de la noche
y, así, fuera María -tan delicada y pura ante tus ojos-
y Ruth, con una espiga de fuego entre sus manos
y, aún, fuera Judith,
rozando esos cabellos de Holofernes,
y Salomé, bailando sin descanso;
y me tomaras una y otra y cien mil veces,
gritando:
Oh, Jericó
-al golpe clamoroso y tu trompeta
no se extinguiera nunca-.
Será difícil arrancar del ciego
enredado una flor: ni una flor sólo,
porque son siglos maraña y pánico.
(Leopoldo de Luis)
1
El mar. ¿Pero es que el mar existe?
Ahora (que, renacida, miro todo
y espero de tu cuerpo la esperanza
-la mano que se abisma en la labranza
de renacer del agua tanto lodo-.
Y ahora que el labio, en luz, yo desenlodo
y en furor y revierto la templanza
aferrada a tu sino, que es mi lanza
-ese morir en muerte que acomodo
a ser río y puñal, camino, fuente,
mercurio, sal, misterio renacido,
infinitud en ti, panal que, recrecido,
sea caudal oscuro, no invidente
sino de luz herido y aplacado:
de agua, polvo eterno enamorado-)
«He visto los mejores cerebros de mi generación destruidos por
la locura, famélicos, histéricos, desnudos.»
Allen Ginsberg
Ese de cuya sangre emerge la condena,
el que veis, ahí, muriendo, casi deshecho y frágil,
es mi padre.
«Tus nobles piernas, bajo los volantes que cazan,
tormentan los deseos oscuros y los excitan,
como dos brujas que hacen
girar un filtro negro en un vaso profundo.»
Charles Baudelaire
El gato era el señor en la rueda del osmio.
Rota y muerta, Señor, tan astillada
y pertrecha y fugaz y arrepentida
y segura y dudosa oscurecida,
triunfadora y vivaz, muy humillada,
blanca y limpia, Señor, y arrodillada,
pendenciera, Señor, y consentida,
quejumbrosa, Señor, y enmudecida,
retadora, Señor, y enamorada,
voy volviendo hacia ti, mi Dios ignoto,
a morar en tu luz que no se apaga
siendo yo cada trozo de un yo roto.
(Ray, llévanos con tu vara ciega por la Zona Peligrosa
de la Mente y sorpréndenos otra vez)
(Armando Romero)
En este espejo tétrico se desvanece el día.
En este vidrio solo en cuyo azogue roto
veo tristes secuencias. En este infierno húmedo
donde se despedazan las antiguas victorias.
La soledad, las calles,
tus pupilas. El alba,
vistiéndose de tul, bajo la lluvia
levísima, imprevista,
que arrecia desde el Sur.
Amanece despacio, va encendiéndose
el valle que desciende
de tu mirada al mar.
Porque eres tú la lámpara
que hace arder el paisaje
y asciende por los fustes
densos del resplandor.
Viene del lado inmóvil del tiempo, suena
desde una cueva oscura esa voz que nadie localiza,
flota en el aire,
se empoza en la nostalgia, como un presagio líquido,
surcando la penumbra gris del atardecer.
He aquí, en un remolino de pájaros, la música;
el vértigo indomable de la voz, y John Lennon
sueña, imagina, eleva
la construcción del grito, la precisión insomne
de la luz insaciada.
Con los ojos vaciados, desfilan por la noche.
Son extrañas siluetas que deambulan, sonámbulas,
arrastrando cadenas, en medio del humo.
Puedo verlas, silentes, subir al autobús,
sin que sus blancas túnicas se manchen de polvo
ni los descalzos pies rocen los excrementos.
Muchos siglos atrás, tantos acaso
que la historia siquiera los contaba,
se podía escuchar el Universo.
En noches como ésta (Pink Floyd,
sonido digital, 100 Mhz.),
algún hombre, perdido en la montaña,
buscaba los caminos
del cielo y escuchaba
los motores del mundo,
las hélices galácticas rotando,
los engranajes de las constelaciones,
la fiesta de los astros,
el temblor de la vida.
A Dolors Alberola
A la luz de una lámpara,
arropados tan sólo por el silencio
que, invisible, rodaba entre los muebles,
los ojos devoraban las páginas de un libro
y ni siquiera el leve murmullo de la lluvia
se dejaba escuchar en la estancia.
Si te asaltó el otoño en alta mar
y, lejos del abrigo
del puerto y sus buhíos,
amenaza zozobra tu velero,
aférrate al timón,
endereza tu rumbo hacia otras radas
y dispón lo preciso
para resistir el invierno.
Sueñas, joven amigo, con las dádivas
que te ofrece la vida.
Mas la vida
-recuérdalo- es tan sólo
esa fiebre instantánea que señala
tu presencia en el mundo,
la misma irrealidad de tu sueño.
La vida, que no el tiempo,
porque el tiempo sea acaso
todo cuanto posees,
es decir, la ilusión de estar vivo
y disponer de todo.
Noviembre va dejando
una estela de sombra en mi camino,
como si todo el año,
como si todo el tiempo que aún hube vivido
volviérase de noche,
vacías sin remedio las tristes avenidas
en las que ya el invierno
planta sus pabellones.
No llegarás muy lejos,
le advertían. Mas él perseveraba,
año tras año,
golpe a golpe, y acaso algunos versos
para justificar su testarudez.
Ése no es el camino,
le dijeron. Pero él siguió adelante,
centímetro a centímetro,
creyendo en cada error que la paloma
ya no se equivocaba.
Confiabas, necio, en la posteridad,
y al juicio de la historia
legabas tus minutos. Al trueque del futuro
inmolaste el presente, renunciando
a la gozosa potestad del acto, al impagable
deleite de morir en cada gesto.
La sentencia del tiempo
no mostrara mayor benevolencia.
Un mito es una antorcha.
Y vienen marineros detrás de la presencia
que, débil, recompone
la estatua de la luz.
Belleza. Como un jardín abriéndose
a la quietud del cosmos en la noche.
Sólo así percibimos. Veneramos. O acaso,
quebrada claridad de los torrentes,
una llama nos guía
y estallan los crepúsculos
en las últimas sombras
que instala la memoria.
Apoyado en el muro, contemplaba
unos cuadros antiguos.
La lámpara amarilla del crucero
iluminaba apenas las borrosas imágenes,
acaso exagerando su palor.
En su rural tenebra,
destacara el pintor la carne lívida
de Eros y Thánatos.
Al lado de aquel lienzo,
la desnudez cerúlea el amor y la muerte
-fraternos compañeros de retablo-,
un reloj de pared acompasaba
los helados latidos de los amantes.
Surgiste de la aurora
(Albinoni, irreal, sobre la prieta luz
de plata tremolase pálidos gallardetes,
mientras por la ventana
abril desvanecía cítaras a los árboles,
y el índigo vergel de tu cuerpo tendido
rutilaba alabastros lascivos en la estancia).
Cuando la noche adviene.
Cuando sedienta cae
como un anciano ebrio que, súbito, desplómase
y, títere del vino, si de la edad, arrastra
su mísero esqueleto sobre la acera impasible.
Cuando oscura la plaza
y oscuro el mar también
y la alcoba, oscurécese
el reducto letal del corazón,
la memoria y el alma se oscurecen.
Hoy he visto a la muerte.
Caminaba hacia mí, e iba avanzando
con el paso impasible
de los que nada tienen que perder.
Vestía unos blue-jeans y camiseta
y calzaba playeras italianas.
Tras las gafas oscuras de diseño
se adivinaban frías sus pupilas,
una pantalla acaso de ordenador leyendo
los nombres elegidos, por riguroso turno,
con esa precisión matemática
con que suelen matar las mujeres hermosas.
Si cierro la ventana, si la helada penumbra
enciendo de esta estancia, el otoño,
la quejumbre amarilla de la tarde, la dulce
llovizna con que acaso
trenza su vals la luz,
quedarán a la puerta, seguirán a la puerta,
aguardando
el discurrir monótono de la eternidad,
mientras aquí desfilan
mares, islas, ensueños,
huyendo de las doce campanadas
que saltan del reloj.
La vida se nos va, ya ves, como leímos
en los libros antiguos: en un soplo.
Lo supimos entonces, acuérdate, admirando
los versos de Virgilio.
También a estas alturas,
llevamos con nosotros los oscuros penates,
y su lista se expande como en una batalla.
En el fuego pondré siempre mi mano,
que prueba es de mi fe para probarte,
y bajaré contigo a los infiernos
por arder más profundo y encendido.
Mas si en prenda de amor quemarme quieres,
envuélveme en tus brazos
y cubre con tus piernas mi cintura:
que no me sea posible
sino ser llamarada yo mismo
del disco solar de tu sexo.
De todas las palabras han de pedirnos cuentas.
Pronunciadas o no, y aun impensables,
han de comparecer contra nosotros,
testigos del olvido.
De todas las palabras: sobre el barro,
sobre la luz,
sobre la noche, fueron escritas
con la tinta sagrada del silencio.
Así la eternidad era el minuto.
Vicente Aleixandre
Desnuda, y nada existe
en este anillo funeral que inclina
su sombra bajo el tiempo, y es tan sólo letargo
la estancia, aquella lámpara
que se apagó de pronto en la caricia
de una ciudad celeste, mientras estoy tomándote
en la complicidad helada del silencio,
y más lejos el mundo
enciende su cosmética nocturna.
No toleran los dioses la felicidad
de los hombres. Perversos,
sin duda, bienestar, placer o dicha,
que el orden contravienen
o desafían la espada
o arrancan a los astros sus secretos designios,
porque son como antorchas
e incendian los templos,
hurtándose al arbitrio del resplandor que ciega.
Mire usted, Asunción: aunque algún ángel
metiéndose envidioso,
conciba allá en el cielo el mal capricho
de venir por la noche a hacerle el oso
y en un acto glorioso
llevársela de aquí, como le ha dicho
no sé qué nigromante misterioso,
no vaya usted, por Dios, a hacerle caso,
ni a dar con el tal ángel un mal paso;
estése usted dormida,
debajo de las sábanas metida,
y deje usted que la hable
y que la vuelva a hablar y que se endiable,
que entonces con un dedo
puesto sobre otro en cruz, ¡afuera miedo!
Si supieras, niña ingrata,
lo que mi pecho te adora;
si supieras que me mata
la pasión que por ti abrigo;
tal vez, niña encantadora,
no fueras tan cruel conmigo.
Si supieras que del alma
con tu desdén ha volado
fugaz y triste la calma,
y que te amo más mil veces,
que las violetas al prado
y que a los mares los peces;
tal vez entonces, hermosa,
oyeras el triste acento
de mi querella amorosa;
y atendiendo a mi reclamo,
mitigaras mi tormento
con un beso y un «yo te amo».
Esta hoja arrebatada a una corona
que la fortuna colocó en mi frente
entre el aplauso fácil e indulgente
con que el primer ensayo se perdona.
Esta hoja de un laurel que aún me emociona
como en aquella noche, dulcemente,
por más que mi razón comprende y siente
que es un laurel que el mérito no abona.
Cuando tu broche apenas se entreabría
para aspirar la dicha y el contento
¿te doblas ya y cansada y sin aliento,
te entregas al dolor y a la agonía?
¿No ves, acaso, que esa sombra impía
que ennegrece el azul del firmamento
nube es tan sólo que al soplar el viento,
te dejará de nuevo ver el día?…
¡Resucita y levántate!… Aún no llega
la hora de que en el fondo de tu broche
des cabida al pesar que te doblega.
Escrita para la Sra. Cayrón
y leída por ella en una función
de despedida.
Pues que del destino en pos
débil contra su cadena,
frente al deber que lo ordena
tengo que decirte adiós;
Antes que mi boca se abra
para dar paso a este acento,
la voz de mi sentimiento
quiere hablarte una palabra.
¡Amar a una mujer, sentir su aliento,
y escuchar a su lado
lo dulce y armonioso de su acento;
tener su boca a nuestra boca unida
y su cuello en el nuestro reclinado,
es el placer mas grato de la vida,
el goce mas profundo
que puede disfrutarse sobre el mundo!
A mi querido amigo J.C. Fernández
Aliento de la mañana
que vas robando en tu vuelo
la esencia pura y temprana
que la violeta lozana
despide en vapor al cielo.
Dime, soplo de la aurora,
brisa inconstante y ligera,
¿vas por ventura a esta hora
al valle que te enamora
y que gimiendo te espera?
Un cielo azul de estrellas
brillando en la inmensidad;
un pájaro enamorado
cantando en el florestal;
por ambiente los aromas
del jardín y el azahar;
junto a nosotros el agua
brotando del manantial
nuestros corazones cerca,
nuestros labios mucho más,
tú levantándote al cielo
y yo siguiéndote allá,
ese es el amor mi vida,
¡Esa es la felicidad!…
Cruza con las mismas alas
los mundos de lo ideal;
apurar todos los goces,
y todo el bien apurar;
de lo sueños y la dicha
volver a la realidad,
despertando entre las flores
de un césped primaveral;
los dos mirándonos mucho,
los dos besándonos más,
ese es el amor, mi vida,
¡Esa es la felicidad…!
¡Pues bien! yo necesito
decirte que te adoro
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
Porque eres buena, inocente
como un sueño de doncella,
porque eres cándida y bella
como un nectario naciente.
Porque en tus ojos asoma
con un dulcísimo encanto,
todo lo hermoso y lo santo
del alma de una paloma.
¡Sin lágrimas, sin quejas,
sin decirnos adiós, sin un sollozo!
cumplamos hasta lo último… la suerte
nos trajo aquí con el objeto mismo,
los dos venimos a enterrar el alma
bajo la losa del escepticismo.
Sin lágrimas… las lágrimas no pueden
devolver a un cadáver la existencia;
que caigan nuestras flores y que rueden,
pero al rodar, siquiera que nos queden
seca la vista y firme la conciencia.
Mal es la soledat,
mas pero es compaña
de omre syn verdat,
que a omre engaña.
Peor compaña destas,
omre torpe pesado:
querrie traer acuestas
albarda ms de grado!
Muevol yo pleytesia
por tal que me dexase,
digos que non querria
que por mi se estorbase:
‘Yd vos en ora buena
librar vuestra fazyenda,
quiza que pro alguna
vos verna a la tyenda’.
IV
Como la babosa deja su rastro en la bola de cristal
así es el silencio de los ancianos.
VII
De ti solo sé la historia de los peces
Unos huyen al verte
otros
sabrá Dios por qué los hizo.
No tiene
sino un surco
en la espalda.
Un tajo.
Allí
donde dio cobijo a un sueño.
No tiene dolor
sino memoria
del espanto.
Un hueco
y el recuerdo de su mano
asistida de furias.
A Lourdes Gutiérrez
Despierta, amor,
¿qué es esa palidez?
Nunca has dormido así.
Despierta,
dormir es un incómodo letargo,
es un caparazón sin prisa
y hacia dentro
y crea hábito de lugar,
inmóvil.
Nadie escapa
a la desmesura de la rosa.
A Juan
Habladora la mar, habladora:
puso a mis píes diecisiete caracolas
y nada me dijeron.
¿A quién puedo pedir que me resuelva
la palabra instante?
Sé que hasta aquí me trajo el azar,
el color de tus ojos es regalo de dioses
que yo no conozco.
Conozco el perfil
de la distancia
agazapada en rostros íntimos
el acto de ocultarse
la delata.
Es mi ojo
el que pregunta.
Amor que llegas tarde,
tráeme al menos la paz:
Amor de atardecer, ¿por qué extraviado
camino llegas a mi soledad?
Amor que me has buscado sin buscarte,
no sé qué vale más:
la palabra que vas a decirme
o la que yo no digo ya…
Amor… ¿No sientes frío?