Todo lo sacrifico a tu memoria:
los acentos de la lira inspirada,
el llanto de una joven abrasada,
el temblor de mis celos. De la gloria
el brillo, y mi destierro tenebroso,
lo bello de mis claros pensamientos
y la venganza, sueño tormentoso
de mis encarnizados sufrimientos.
Ya vague por las calles bulliciosas,
ya penetre en el templo populoso,
ya me rodeen alocados jóvenes,
en mis ensueños sigo estando absorto.
Me digo: pasarán raudos los años
y por muchos que aquí nos encontremos,
todos iremos a la eterna fosa
y para alguno ya llegó su tiempo.
hay que soñar hacia atrás
hacia La fuenteOctavio Paz
Aquí, donde la loma desciende al valle áspera como zacate,
donde la ruina crece y guarda en sus adentros molcajetes sin mano,
arcilla requemada,
desde esta esquina de la calle donde el poder requiere un sastre que
le diseñe la sonrisa
veo crecer el culto a la concentración de las monedas,
a la hoja de lata,
a la imagen de uno mismo en el espejo
expresión cada vez más semejante a otro que no existe.
Yo la amé,
y ese amor tal vez,
está en mi alma todavía, quema mi pecho.
Pero confundirla más, no quiero.
Que no le traiga pena este amor mío.
Yola amé. Sin esperanza, con locura.
Sin voz, por los celos consumido;
la amé, sin engaño, con ternura,
tanto, que ojalá lo quiera Dios,
y que otro, amor le tenga como el mío.
¿Acaso yo no sé que hundida en las tinieblas,
jamás a la luz llegaría, la ignorancia,
y que soy un monstruo, y que la dicha de cien mil
no me toca más que la falsa felicidad de cien?
¿Y acaso yo no me ligo al quinquenio,
no me caigo y levanto con él?
Abierto el cuello de la camisa,
peludo como el torso de Beethoven,
recubre con su mano,
cual tablero de damas,
el sueño, la conciencia,
la noche y el amor.
Y una dama negra
-como loca de dolor-
prepara al mundo
para la representación,
cual guerrero a caballo
sobre simples peones.
Por cimbreante ramita aromada,
absorbiendo en tinieblas su néctar,
de un cáliz a otro corría
la humedad de alocada tormenta.
Deslizándose de uno a otro cáliz,
dejó en ellos, muy nítida,
una gota, enorme, cual ágata,
reluciente, colgante y tímida.
Amiga mía, ¿tú preguntas
quién ordena que arda el
habla del inválido?
Vamos a soltar las palabras
como un jardín, cuál ámbar y monda:
con distracción y generosamente,
apenas, apenas, apenas.
No hay que mencionar
porqué con tanta ceremonia
la rubia y el limón
han salpicado las hojas.
No, no soy yo quien le ha hecho estar triste.
Yo no merecía el olvido de mi patria.
Era el sol el que ardía en las gotas de tinta,
como en racimos de grosella polvorienta.
Y en la sangre de mis cartas y pensares
apareció la cochinilla.
Bebo la amargura de los nardos,
la amargura de cielos otoñales,
y en ellos el chorro ardiente de tus traiciones.
Bebo la amargura de las tardes, las noches,
y las multitudes,
la estrofa llorosa de inmensa amargura.
La sensatez de engendros de talleres no sufrimos.
¿Fue todo realidad? ¿Es hora de paseos?
Es mejor dormir eternamente, dormir, dormir,
y no ver sueño alguno.
Otra vez la calle. Otra vez la cortina de tul.
Otra vez, cada noche, la estepa, el almiar, los lamentos,
ahora, y en adelante.
Con el alma en rastras.
Con este ángel custodio de la conciencia
aún borracho y maldiciente.
Despertar
sin la certeza de cuándo se largaron los sentidos
ni cuándo llegó finalmente el sueño.
Con el cuerpo lastimado en sus cinco puntos cardinales.
(dos fragmentos)
I
Yo he amado también, y el aliento
del insomnio, temprano, temprano,
desde el parque bajaba al barranco,
y en tinieblas,
salía en volandas hacia un archipiélago
de calveros cubiertos de niebla felpuda,
de menta, de ajenjo y codornices.
Qué hermosa época para vivir la poesía:
entre los que le mendigan un poco de espacio a la red
y otros a la vieja política.
Los cibernautas y los mochileros, mis colegas
en este precipicio de palabras y garrapatas
que nos chupan el alma por igual.
La genética del alma:
el destino.
Al más puro sentido clásico
regreso.
Me lleva el viento
y en esa circunstancia
se revuelcan también mis sentidos.
Hoy alcanzo a balbucear razones.
Pero más allá de las razones estoy
yo,
hoja del árbol de la vida
que ven pasar los perros y los puercos,
mis contemporáneos y mis enemigos.
Hay que vivir sin imposturas
Vivir de modo que con el tiempo
Nos lleguemos a ganar el amor del espacio,
y oigamos la voz del futuro.
Hay que dejar blancos
En el destino y no en el papel
y en los márgenes anotar
Pasajes y capítulos de la vida entera.
Lo frío del metal
como una extraña fiebre
alimentada por la ofensa.
Su peso de venganza
lo acomodé en mis manos
y a la vieja usanza
di siete pasos antes de voltear.
No había nadie, ni señas del patán
que arruinó mi vida;
por eso disparé contra mi pecho,
a sabiendas que sobreviviría.
Oprimo la mejilla contra el embudo
del invierno, enroscado cual caracol.
«¡A sus sitios! ¡Quien no quiera,
que se aparte!»
Murmullos, ruidos, el trueno de una barahúnda.
«Es decir, ¿en «El mar está revuelto»?
¿En un relato,
que se enrosca cual cordón compresor,
donde se ponen en cola sin prepararse?
Entiendo que este día
nadie va a llamar.
Ni los más caros deseos,
ni esas fantasías que me han acompañado
todo este tiempo.
Sencillamente estaré solo
y está bien.
Entiendo que ya no tendrá sentido fingir.
Poesía, te voy a jurar
y termino, estoy ronco:
tú no eres el habla melosa,
tú eres el estío en tercera clase,
tú eres arrabal, y no estribillo.
Tú eres asfixiante como mayo, Yámskaya,*
un reducto nocturno de Shevardino,*
en el que lanzan gemidos las nubes,
marchándose luego por lados distintos.
Puede esperar el llanto de un hijo
para hacerlo fuerte.
Puede esperar la salvación del miserable
para negociarle el Cielo.
Puede esperar el destino del que sueña
para venderlo idiota.
Pueden esperar tantas humillaciones
hasta que llegue el camión de la basura.
Aprendí de los clásicos
a no esperar nada de nadie
y todo lo que en el misterio
se madura… probarlo.
Ya no soy jardín, pero aún hay algo de hierba
después de los cuarenta años.
Frutos salvajes porque ni el árbol de la vida
ni el del conocimiento, volvieron a crecer.
Primavera. Vengo de la calle
donde el álamo esta maravillado,
donde se asusta la lejanía,
donde la casa tiene miedo a caer,
donde el aire es azul
como el envoltorio de la ropa blanca
del que ha sido dado de alta del hospital.
Mi casa no tiene muros,
tiene certezas.
Mi casa no tiene puertas
ni ventanas,
tiene amaneceres.
Mi casa no tiene techos
ni vigas,
tiene designios.
Mi casa está deshabitada,
soy un vagabundo.
I
¡Oh, ángel mentiroso, enseguida, enseguida
tendrías que haberlo dicho todo,
y yo te habría dado de beber pura tristeza!
Pero así, no me atrevo; así, ¡ojo por ojo!
¡Oh, aflicción, que infectó la mentira al principio!
¡Oh, dolor, oh, dolor en la travesura!
Amanezco
con el trajinar de las ratas
entre la hierba
y el hedor del perro muerto
que alguien abandonara anoche.
Escucho que pasan los albañiles.
Es aquí a donde vuelven
para descansar al cuerpo
de sus necesidades.
Vivo con tu retrato,
el que ríe a carcajadas,
ese en que los tendones de las muñecas
crujen,
el que rompe los dedos
sin quererlos soltar,
el que uno mira y mira
y se siente muy triste.
El que del crujir de los tronos
y la marcha de Rákochi,
los cristalillos del salón,
el cristal y los invitados,
corre ardiente por el piano
y salta
por nudillos, rosetones, rosas
y huesos
para, el peinado aflojando,
alocado, travieso,
los prendedores del cabello
en el gorrito,
valsar a placer en rededor,
entre bromas,
mordisqueando el chal, cual tortura,
respirando apenas.
Pensar que muchos buscan una piedra
o la raíz
dónde aferrarse para luego seguir nadando contracorriente.
¿Buscar los orígenes hasta quedar en una orilla?
¿Dar sombra a la serpiente y casa al gusano?
Ser nadie
y aún, como la hoja seca,
servir de embarcación a los instintos.
Sin más temores ni remordimiento
elevo esta plegaria al Desalmado.
Él, solo, que solo es alma, me ha dado
la hermosa ironía del sufrimiento
de querer despertar y no despierto
a olvidar lo que el destino ha olvidado.
Si el fruto que me ha sido arrebatado
es castigo: no hay arrepentimiento.
Este que ahora ven
militante de corbata y saco,
líder de proyectos
y otros fantasmas del deber
en las nimias batallas de escritorio:
Polvo
que también fue animal de mil lecturas
en las más largas noches del espíritu;
solitario y solidario se bebió la juventud
en esa rara mezcla de licores.