Sobre un acantilado las águilas guardan Montsalvat,
la cúspide en ruinas que alojaron los muros del castillo.
Ahora sólo el viento punza la sinfonía del eco y habla
contando la leyenda a las nieves latinas de los riscos.
La luna encumbra su vórtice de emblemas sobre el alcázar
y tensa los hilos del telar donde escapaba su frío,
junto al pecho iluminado por la ofrenda de otro regreso,
rumbo a la soledad, cuya pureza prometía el encuentro.
Somos como son los que se aman.
Al desnudarnos descubrimos dos monstruosos
desconocidos que se estrechan a tientas,
cicatrices con que el rencoroso deseo
señala a los que sin descanso se aman:
el tedio, la sospecha que invencible nos ata
en su red, como en la falta dos dioses adúlteros.
Desnudos afrentamos el cuerpo
como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día,
labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
sólo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
La dulce tolvanera del silencioso otoño
va anegando tu imagen en su vaga humareda,
encendiendo en el tiempo la hoguera del olvido
para borrar la última ceniza de la ausencia.
Nadie sabrá que vivo para ti, que defiendo
contra las llamas trémulas tu desnudo recuerdo,
que lucho en el otoño de vientos desolados
y en sus ondas sombrías te reclaman mis sueños.
Ardió el día como una rosa.
Y el pájaro de la luna huyó
cantando. Nos miramos desnudos.
Y el sol levantó su árbol rojo
en el valle. Junto al río,
dos cuerpos bellos, siempre
jóvenes. Nos reconocimos.
Habíamos muerto y despertábamos
del tiempo.
Únicamente por reunirse con Sofía Kühn,
amante de trece años, Novalis creyó en el otro mundo;
mas yo creo en soles, nives, árboles,
en la mariposa blanca sobre una rosa roja,
en la hierba que ondula y en el día que muere,
porque solo aquí como un don fugaz puedo abrazarte,
al fin como un dios crearme en tus pupilas,
porque te pierdo, con la tierra que era mía.
Presentes sucesiones de difuntos
QUEVEDO
Pasa el tiempo y suspiro porque paso,
aunque yo quede en mí, que sabe y cuenta,
y no con el reloj, su marcha lenta
nunca es la mía bajo el cielo raso.
Calculo, sé, suspiro no soy caso
de excepción y a esta altura, los setenta,
mi afán del día no se desalienta,
a pesar de ser frágil lo que amaso.
¡Beato sillón! La casa
corrobora su presencia
con la vaga intermitencia
de su invocación en masa
a la memoria. No pasa
nada. Los ojos no ven,
saben. El mundo está bien
hecho. El instante lo exalta
a marea, de tan alta,
de tan alta, sin vaivén.
¡Cima de la delicia!
Todo en el aire es pájaro.
Se cierne lo inmediato
Resuelto en lejanía.
¡Hueste de esbeltas fuerzas!
¡Qué alacridad de mozo
En el espacio airoso,
Henchido de presencia!
El mundo tiene cándida
Profundidad de espejo.
Miro hacia atrás, hacia los años, lejos,
Y se me ahonda tanta perspectiva
Que del confín apenas sigue viva
La vaga imagen sobre mis espejos.
Aun vuelan, sin embargo, los vencejos
En torno de unas torres, y allá arriba
Persiste mi niñez contemplativa.
Blancos, rosas… Azules casi en veta,
retraídos, mentales.
Puntos de luz latente dan señales
de una sombra secreta.
Pero el color, infiel a la penumbra,
se consolida en masa.
Yacente en el verano de la casa,
una forma se alumbra.
Después de aquella ventura
Gozada, y no por suerte
Ni error mi sino es quererte,
Ventura, como madura
Realidad que me satura
Si de veras soy después
De la ráfaga en la mies
Que ondeó, que se rindió,
Nunca el alma dice: no.
Permanece el trote aquí,
Entre su arranque y mi mano.
Bien ceñida queda así
Su intención de ser lejano.
Porque voy en un corcel
A la maravilla fiel:
Inmóvil con todo brío.
¡Y a fuerza de cuánta calma
Tengo en bronce toda el alma,
Clara en el cielo del frío!
6
Cuanto nosotros somos y tenemos
Forma un curso que va a su desenlace:
La pérdida total.
No es un fracaso.
Es el término justo de una Historia,
Historia sabiamente organizada.
Si naces, morirás. ¿De qué te quejas?
Ma tu perché ritorni a tanta noia?
Dice Virgilio a Dante, «Inferno», I, 76.
Los destructores siempre van delante,
Cada día con más poder y saña,
Sin enemigo ya que los espante.
Triunfa el secuestro con olor de hazaña,
Que pone en haz la hez del bicho humano.
Llegó la sangre al río.
Todos los ríos eran una sangre,
Y por las carreteras
De soleado polvo
O de luna olivácea
Corría en río sangre ya fangosa
Y en las alcantarillas invisibles
El sangriento caudal era humillado
Por las heces de todos.
Dije: Todo ya pleno.
Un álamo vibró.
Las hojas plateadas
Sonaron con amor.
Los verdes eran grises,
El amor era sol.
Entonces, mediodía,
Un pájaro sumió
Su cantar en el viento
Con tal adoración
Que se sintió cantada
Bajo el viento la flor
Crecida entre las mieses,
Más altas.
¡Damas altas, calandrias!
Junten su elevación
algazara y montaña,
todavía crecientes
gracias a la mañana
trémula del rocío,
tan cándida y sin tasa,
bajo el cielo inventor
de distancias, de fábulas.
¡Libertad de la luz,
damas altas, calandrias,
lo rubio, lo ascendente!
Tiempo en profundidad: está en jardines.
Mira cómo se posa. Ya se ahonda.
Ya es tuyo su interior. ¡Qué trasparencia
de muchas tardes, para siempre juntas!
Sí, tu niñez: ya fábula de fuentes.
Albor. El horizonte
entreabre sus pestañas,
y empieza a ver. ¿Qué? Nombres.
Están sobre la pátina
de las cosas. La rosa
se llama todavía
hoy rosa, y la memoria
de su tránsito, prisa.
Prisa de vivir más.
Sí, más verdad,
Objeto de mi gana.
Jamás, jamás engaños escogidos.
¿Yo escojo? Yo recojo
La verdad impaciente,
Esa verdad que espera a mi palabra.
¿Cumbre? Sí, cumbre
Dulcemente continua hasta los valles:
Un rugoso relieve entre relieves.
Je soutenais l’éclat de la mort toute pure.
VALÉRY
Alguna vez me angustia una certeza,
Y ante mí se estremece mi futuro.
Acechándolo está de pronto un muro
Del arrabal final en que tropieza
La luz del campo.
Queda curvo el firmamento,
Compacto azul, sobre el día.
Es el redondeamiento
Del esplendor: mediodía.
Todo es cúpula. Reposa,
Central sin querer, la rosa,
A un sol en cénit sujeta.
Y tanto se da el presente
Que al pie caminante siente
La integridad del planeta.
Libre nací y en libertad me fundo.
CERVANTES
Tostada cima de una madurez,
Esplendiendo la tarde con su espíritu
Visible nos envuelve en mocedad.
Así te yergues tú, para mis ojos
Forma en sosiego de ese resplandor,
Trasluz seguro de la luz versátil.
Antiguo amor,
te has levantado en mis recuerdos con un murmullo de dolor.
Me hablas de aquella
de quien el viento de la vida ha destruido toda huella.
Dices que inquiera
dónde se ha ido, que es la única alma que a mi alma comprendiera.
La presentida, la que lleva,
nimbada toda de fluídos,
mi derecho a una vida nueva
y el estupor de los sentidos;
la que me arroja en lo velado
de otra existencia con su roce,
viene temblando y se ha cegado:
¡la miro y no me reconoce!
Árbol que, como el hombre, te alimentas del lodo,
pero que alzas al cielo los brazos retorcidos
y, apretado a tus ramas, mantienes alto todo
lo que amas: hojas nuevas, botones, flores, nidos,
quiero tu paz severa, tu fe en orar en vano,
tu esperar, cuando emigran, que las aves regresen;
tu silencio, más hondo que mi cantar humano,
y tu ardor por cubrirte de flores, que fenecen…
Tú te bastas: tú creas la flor que lleva un germen
que en cualquier campo sano perpetúa tu ser:
el hombre, tras de angustias de amores que le enfermen,
pondrá en su estirpe obscuras influencias de mujer.
Estaba blanca, estaba pura,
más que en el tiempo en que vivía;
la envolvió con su gran dulzura
la castidad de su agonía.
Sus ojos fijos en el techo,
ahondados en la gran visión,
las manos puestas sobre un pecho
limpio de humana sensación.
La luz tendió en la tarde ligeros gobelinos,
se hizo pronto un incendio en que el mundo iba a arder,
cayó después en lluvia de azul por los caminos:
yo la he visto variar como alma de mujer.
La luz con unas nubes hizo encendida fragua,
disfrazó a los torreones con un amplio albornoz;
alzó náyades diáfanas de la paz de las aguas:
la luz formó de nada sus mundos, como Dios.
Nunca ciñó tu pecho mi acechanza de niño,
acosté mi deseo como a una bestia herida,
y el ir a ti invisible te pareció un cariño:
salvando tus purezas, creí salvar tu vida…
Desde ese hondo pasado vienes a verme.
Virgen, tus ojos místicos y ausentes
rezan, como las llamas de los cirios.
Virgen, tus manos pálidas y trémulas
piensan, como las manos de los ciegos.
Por tu fervor, mi beso se hizo hostia
y llevó mi alma entera a tus entrañas.
Yo pensé que en tus senos hallaría el olvido,
y eché a dormir sobre ellos mi triste pensamiento:
surgía, como aroma tenue, el anochecido,
y la pasión movía tus trenzas como un viento.
La dulzura suprema adormía el sentido,
cuando rompió mis venas un inundar violento:
venida de la muerte, en una ola sin ruido,
la eternidad entera se puso en un momento.
Desde que se perdió en el horizonte,
llevando, como un manto, mis miradas,
no he dado un paso más en el sendero.
Si vuelve a estos caminos otoñales,
conocerá que, como en una fosa,
yo me he echado a morir en el recuerdo.
A mi hijo
Yo no sé si existen los ángeles,
pero sueño bajo sus alas transparentes.
Yo no sé si se vive después de la muerte,
pero mi madre sonríe en mis ensueños.
Yo no sé si la justicia se hará un día,
pero el Cristo vive en los ojos de los pobres.
Para brillar con idéntica luz los amantes se encierran,
porque no saben si el mundo ha terminado
su destino de lluvias y de niños,
o si el mundo es un No opuesto a la integridad
de sus deseos,
o si el mundo no existe y entonces conviene
apartarse de la nada.
Ni hablo ni escucho
como la dalia en el tintero.
Abiertas las ventanas de mi casa
en el campo
se sentían llegar cosas al mundo,
extrañísimas cosas,
cargamentos.
Y se sentía aquel drenaje oscuro
la emigración de lo que se moría
hacia todo el espacio
de las nubes.
Amar es vivir despreocupado. Punto.
Es una posibilidad que debió ser jueves o explosión
o sonido de una guitarra que el luthier
nunca se atrevió a construir. Punto.
Situación anómala que todos confunden con Felicidad
y se enorgullecen al descubrirla entre sus amistades.
1
No pienso el poema.
Dejo abiertas las branquias de la pleura
para la embestida del siroco.
Un tifón asalta
la cisterna
del oxígeno que reciclo,
azota las ventanas olfativas
denostando la cordura del instante.
Agosto es un mes cruel. Nos abomina
con tórridos calores, con tifones
saturados de polvo callejero
que el frente tropical ha removido.
La humedad cava túneles secretos
bajo la confidencia de la blusa,
disgrega su hormiguero de sudor
en hilos presurosos.
Los perros son esfinges
de cemento opaco,
figuras congeladas
por el silencio raso.
Todo calla en el barrio
milagrosamente
como un hechizo exprés
decreto del azar.
Porque como nunca
la quietud es tan oblonga
a punto de abarcar
cosas y seres vivos:
entes presurizados
con la mano del hombre,
ramas agitadas
por el viento del mes.
El grifo mal cerrado es un ejemplo
de vigilia sin fisura.
Certifica el tambor del fregadero
con puntualidad repetitiva.
Ya no reloj de arena: clepsidra;
estalactita derritiéndose, gotera,
abrasión por la que huye
el espíritu del hielo.
En la pelvis de la noche
reposa el poema.
La oscuridad es un cuerpo
restirado,
un cataplasma de tequila
donde bebo
los componentes de la euforia
detonante.
Levanto a nivel de la pupila
el trompo de la alucinación,
octaedro de imágenes ficticias
contoneándose sobre la barra.
No hay pájaro que ronde a estas alturas
por la anchura del cielo despejado;
la bóvedad es azul, mediterránea,
pero de sumo ardiente, intransitable.
Fustiga la hora nona el parabrisas
con la acupuntura de los rayos;
imaginad entonces la intemperie
que abrasa los perímetros del éter:
nadie sale de casa en los contornos
ni se desplaza a pie por las aceras
como si bajo el signo de noviembre.
El silencio es el arte
de la quietud extrema,
el voto de autosuficiencia
que procura el vigilante
de una noche sin sueño.
Alguien duerme a mi lado
desde hace media hora,
alguien cuya respiración
es un eco ilimitado
en el brocal de mi cuerpo.
a Juan Pablo (1991-1994)
Pastor de las aguas: la eternidad deshiela muelles sobre tus párpados de obsidiana latente, hoteles en domos para sondear motocicletas. La eternidad no tiene horas, ni forrajes de oxígeno que cubran tu silencio rebosante de loas, ni el sol de California que asocias calladamente con un secreto botánico de tu propio mérito.
Se abre el telón del sueño
y calla el día;
o bien, recoge al menos
su cauda de estrépito motor.
El portento de la luz desaparece
y aparece en la ventana
un redil de opacidad
preludiando teatro negro.
La soledad es una cápsula
centrada en la palestra de la tarde,
bóveda empotrada en la meseta
que es el altiplano del hastío.
Nadie se encuentra en casa, por ende
no hay voz que cisme el tedio
como un cubo de hielo.
…que todo lo concibe sin crearlo.
MUERTE SIN FIN
Dios es glaciar
y estepa:
sabana de incandescencia,
plancha del mundo.
Eclipsado por la nada
huelga el pensamiento
vuelto agora
siberia de sal,
raso cristálico;
o, dicho de otro modo,
fulge dorado por la ausencia
de resoluciones.
adentrándonos en interrogaciones que nos llevaron a descubrir
al culpable de cuanto pudiera estar sucediéndonos.
Y fue como perdimos la nariz, los ojos y nos arrancaron las
extremidades, y perdimos las orejas, otros extraviaron
la risa en la mesa de las operaciones.
Me estoy muriendo mordí el anzuelo, caí en las trampas
estúpidamente, y ahora me contradigo con facilidad,
me extravío, me pierdo, y con la luz de un lamparín
cruzo puentes rústicos donde nadie me espersa,
donde no hay lugar preciso para mi cara que ya dejó
de ser columpio o lecho de fresas.