No he de morir ahora
incrústense piedras
pero vuelven a casa
las piernas
que gimen
La desposada cuelga su cara
en los pétalos del damasco
teñida por los días
cae la sonrisa
óxido vegetales de dos cuerpos
amarrada a la viga enlutada
de la muerte
Mis güenos siñores:
¡ Pónganse muy changos!
¡ Pónganse muy águilas!
La musa del pueblo
qu’es la que me cuadra,
en vez di una lira
me dio esta guitarra,
que manque esté vieja
y un poco estillada,
salen con sus notas
suspiros y lágrimas
di un pueblo que sufre,
di un pueblo que sangra…
Yo sé di otro modo
dicir las palabras
pero esta es la musa
qui a mí más me cuadra,
y onqu’esté la probe
vestida d’hilachas,
ansina la quero,
y es la que me manda
que diga sus cosas
lo mesmo qu’ella habla,
lo mesmo que sente,
lo mesmo que canta.,.
Apoyo mi pierna
desnuda
a la quilla de tus botes
sonrío leve
con el sarcasmo de los muertos
Me han crecido las uñas
y pesadas despeinan
la cortina de mi ojo
Junto las piernas
me apeo de estos mundos
arrastro mi sexo
que cruje entre tibiezas
Gigante rojo moribundo
no asaré mi carne de paisaje
en tus entrañas
Pero alzo
desde el fondo
dos brazos
su roja estela
despeinada
Llegarán curiosos de burbujas
a vidrios de hogares lejanos
y pequeñas manos
atisban
la tiniebla de mi ojo
En rocas escarpadas
el vestido suelta sus hebras
las nalgas reciben
garrotazos de árbol
el pelo cogido en truenos
espanta mis ojos
que tiemblan
Mujer soy
histérica serena
hipersensible
aterrizo cuando encero
suelo volar desde la azotea
y servir el desayuno
aún con las alas desplegadas
El vapor se cuelga entre mis rodillas
ojos enrojecidos
humea la cacerola
la mano busca al ajo
coge la papa
pica la cebolla
crujen los canastos
Desde la cúspide de mi tabla
de cortar carne
repito
el vapor se cuelga entre mis rodillas
Mujer soy
contradictoria
instancia que aletea
saca cuentas
decide el almuerzo
balancea proteínas
recuerda sus tareas a los hijos
abre la puerta de la cocina
y pela papas
Walt Whitman
resbala por mi pecho
Nunca dejé una flor blanca en el altar del sol
de Macchu- Picchu
jamás lancé el aroma de sus pétalos al pozo
Sagrado
de Chichén-Itzá
Tampoco escalé el rehue para ofrendar copihues
blancos
A Ngenechen
No me cogió un mozo gallardo por esposa
no desfloró mi piel su tacya
para que floreciera mi maíz
Más bien
sólo llevaron mis manos
papas entierradas
maquis oscuros como el silencio
Más bien
sólo lancé polluelos y huevos azules
como la gallina
que corretea asustada
detrás de la del hombre
Sólo yo voy desnuda
como si no hiciera frío
me saludan
se sonrojan
y se abrochan el último botón
de la camisa
Tienes ojos de abismo, cabellera
llena de luz y sombra, como el río
que deslizando su caudal bravío,
al beso de la luna reverbera.
Nada más cimbrador que tu cadera,
rebelde a la presión del atavío…
Hay en tu sangre perdurable estío
y en tus labios eterna primavera.
A la señora Dolores Endeyza de Silva.
Junto a las grutas de las quebradas
donde las aguas alborotadas
charlan de asuntos si ton ni son,
hay una casa de corredores
donde hay palomas tiestos con flores,
y enredaderas en el balcón.
A una rubia
Semejante al fulgor de la mañana,
en las cimas nevadas del oriente,
sobre el pálido tinte de tu frente
destácase tu crencha soberana.
Al verte sonreír en la ventana
póstrase de rodillas el creyente
porque cree mirar la faz sonriente
de alguna blanca aparición cristiana.
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Este es un artista de paleta añeja
que usa una cachimba de color coñac
y habita una boharda de ventana vieja
donde un reloj viejo masculla: tic tac…
Tendido a la larga sobre un mueble inválido,
un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres!
Con un cadáver a cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.
Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos…
Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
A Guillermo Labarca Hubertson
El porte grave, el porte de esta robusta vaca
de cuernos recortados, el aire distinguido
de ésta que es corniabierta y ésta que es tan retaca,
manchan el pasto alegre donde rumia el marido.
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo… ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban… Entre sus papeles
no encontraron nada… los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Por el camino de plata
– confudido entre penumbras –
vinieron ocho asesinos
con hachas recién fundidas.
Sobre el filo sin herrumbres
pasa el viento de la noche
y abraza luego el follaje
para decirle, en secreto,
que vienen ocho asesinos
con hachas recién fundidas.
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Hermano:
te buscaré detrás de las esquinas.
Y no estarás.
Te buscaré en la nube de los pájaros.
Y no estarás.
Te buscaré en la mano de un mendigo.
Y no estarás.
Te buscaré también
en la Inicial Dorada de un Libro de Oraciones.
Tiene quince años ya Teodorinda,
la hija de Lucas el capataz;
el señorito la halla muy linda;
tez de durazno, boca de guinda…
¡Deja que crezca dos años más!
Carne, frescura, diablura, risa;
tiene quince años no más… ¡olé!
Elegiré una Piedra.
Y un Arbol.
Y una Nube.
Y gritaré tu nombre
hasta que el aire ciego que te lleva
me escuche.
(En voz baja.)
Golpearé la pequena ventana del rocío;
extenderé un cordaje de cáñamo y resinas;
levantaré tu lino marinero
hasta el Viento Primero de tu Signo,
para que el Mar te nombre.
I
Un puñado de tierra
de tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne;
de tu frente de greda
cargada de sollozos germinales.
Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.
Ahora la luz, la claridad del cielo.
Lo que sobrevive de lo sagrado
bajo la noche estrellada.
Esta intacto el secreto que sorprende la aurora,
la azada y el arado que mis abuelos asían
como palmas triunfales.
Aquellos campesinos
irremediablemente solitarios
en bosques devastados
renacen en la llama del poema
entre la indiferencia y la congoja.
Amo los viejos muebles,
las manos antiguas que identifican
la intimidad del hogar.
Junto a la lámpara que descubre el poema
los dioses soplan y consuelan mi espíritu.
Una mujer me guía, me acompaña.
Los recupera del tiempo, los protege,
descubre el alma que habita la belleza.
La puerta de su casa nos invita a pasar.
La virtud y las manos son formas de Breogan.
La elemental cocina y el banco familiar
nos muestran el secreto de la cordialidad.
En ella hay siempre tiempo para estar y pensar.
A Pedro Penelas y Tomas Abad, mis abuelos
No preguntaron nada.
Vinieron en los barcos del hambre y la tristeza,
traían calderos, baúles, rezos.
Viajaron desde el bosque sobre el mar de la noche.
Campesinos absortos, insurrectos.