Que tú ardas, mi gozosa
como en el amor dulce de los 21
que tú ardas, deífica, en la llama salubre de los dioses
que la ceniza te cubra espuria de borde a borde
como los labios tuyos me daban continente
que sientas tú arder la piel contra tu piel
la llama contra tu vientre de pulido mármol
que te llame por tu nombre el viento
y consumida entre el clamor del silencio
rompa la costra de ceniza
el doloroso rencor que te anima
y vayas rampante
entre el humo y el polvo
que dejan los cuerpos cuando
el vuelo horizontal de ambos
ha dejado de cumplirse
Nací a la orilla del desierto. Hijo de la sal y el vértigo, miembros anquilosados por la lengua de arena que nos forma. Somos todos prófugos del viento. Aquí ocurre que no hay agua, sino estéril sed y sonoro silencio. Ocurre que la falda de una mujer suda la materia de nuestros ruegos.
Nada hay más obsceno que un enano
pintando siempre putas
Nada más terrible, una mujer sin miedo al abismo
o la insignificancia escurrida entre las piernas
tarde a tarde de un modo casi humano
Un listón ennegrecido cargando el muro
de una casa abandonada
La irrisoria manera de entregarte
en la alcoba de tu madre
Nosotros, primarios buscando refugio
a la batalla dentro de una fiesta a fin de año
Nada más siniestro, lamentable de veras
o tal vez el frío
en las manos del loco enardecido
que nos desnudaba para dormir
entre canciones de cuna
gritando por lo bajo
no pasa nada
no pasa nada
un disparo
qué desgracia
Habiendo comprado los bienes
que más excitaron su deseo
las mujeres de Argos
miraron con dulzura a los fenicios
quienes maquinaron y ejecutaron su rapto
Ío formó parte del botín en un puerto helénico
Los cretenses desembarcaron en Tiro con el fin
entre otros, de llevar consigo a Europa
a buen término en tierra griega
Tiempo después robaron a Medea de la mano de su padre
el rey de Colcos
Esto fue el inicio, y no otro
de las hostilidades entre los asiáticos
y el mundo occidental
A fe de los persas robar mujeres
es cosa que repugna a leyes de la justicia
pero tampoco hay mérito
tomar con tanto empeño la venganza por ellas
No hacer caso de las arrebatadas
es propio de gente cuerda y política
porque bien claro está que si ellas
no lo quisiesen de veras, nunca
hubieran sido robadas
Bien claro está.
Te miro mirarte en mi cuerpo, ser el eco de mis miembros. Atrevo el contorno de tu sexo. Nada puede vencer la crudeza del silencio. Nada puede el fragor de la carne ni el húmedo roce, nada la memoria del estruendo. Nada puede el silencio en contra del silencio.
Tiembla
cielo
han llegado
son los bárbaros que asoman
al horizonte de la acrópolis.
Han venido de tan lejos, distinta tierra
a la que nombramos madre
con sus batallas deslizándose en la niebla
con sus caballos de formas extrañas, sus magos que todo
lo crean, con sus cacharros y sus vicios
con el cruel hábito de los vientres unidos
en mutua soledad
hembra y macho olvidando
en otra boca.
Venir del barro y hacer del polvo un consejero. Que duerma tu cabeza alejada de los ventanales. Nunca dejar mayores huellas que la de tu sombra rozando el horizonte. Hacer de cuenta que la ruta nos es conocida y fingirle a todos el hábito de la memoria.
Cuando muera seré japonés
de digna figura bajo el manto
o un albatros
de rotas alas
Seré un romo silencio de bordes finos
una lluvia de ceniza en Sydney
un alcatraz gobernando el mundo
cuando yo muera
Cuando ella muera, mi bestia negra
en la espuma negra de sus 36
será un engrane de titanio
un lamento murmurado a gritos
o un tirio a mitad del báltico
será una ortiga que llora el relámpago
Cuando muera Dios, si es que hubo dios
será un edificio en llamas
un ángel de alas pequeñísimas
cayendo
una fronda de raíces enanas
Cuando muera Dios, sabiendo que ha vivido
tendrá las pupilas rotas
de los necios
el frío de las focas en los belfos
la saliva espesa de los hombres
que nada temen
Será Dios, una libra de carne en la Habana
un dedo extendido en la calle
o un contorno de estrellas negras
que grite por lo bajo lo callado de su ausencia
Adelgazo como rabo de lagartija en el barranco
donde agua de chaparrones bajan, son piedras
golpeando el cuero de las calles
y ya no puedo decirme cosas
con la cabeza metida en los cerros.
Se cae el monte, anda en quebradas.
Bajo el cielorraso cargado de lluvias
están los comerciantes y sus arreos de burro,
los de mercancías que hacen dormir.
Dejan una vejez en mis servicios,
y el polvero en los puentes
llevándole a uno las lejanías.
Trajeron una guitarra.
Dime no me fui como te dije
para que no me vieran por dentro
Dime que fue así,
ahora que no puedo oírte desde bien distante
Que no se supo nada por el mal tiempo,
los truenos
Lo que decía yéndome
Dile eso, que yo no vivo aquí,
que me mudé unas casas más abajo.
Yo no tengo que mirar ese pájaro
para que siga ahí
dándome belleza
Sólo necesito observarlo
en el recuerdo
Y la rama tampoco necesita estar
si se estremece
Me basta cerrar los ojos
para que tiemble
para que la roce con el monte el suspiro
De cuidar su hundido en la hamaca,
el tizne, el carbón de mi tía
Los ojos picados de culebra
de mi hermano Alcides
Tenso en el patio
cuando suena la iglesia
La llave en el balcón
como un cuchillo
Si hay chirrido de puerta
trago saliva para no decir tu nombre.
Los encandilados que fuimos
Nadas,
sin volver del patio
Sin la sombra
sobre la cara, la sequedad
Agarrados a los techos,
distintos
y no así, pálidos,
sin aparecer, tocados de ceniza
Como la montaña,
el nubarrón en el techo
La lluvia vieja
Toda la casa en el cerro
con su agua subida, su leche
Nosotros, su animal,
lamiéndola
Un tiempo feo, después de insolación o cansancio:
Levantarse tirado afuera por el temporal,
esa música de cuerdas, el ventarrón
que trae la montaña hasta la puerta,
toda mi familia en los relámpagos.
Nunca se acabó este ruido,
ni el de los muertos barriendo sobre mí, buscando en los baúles
donde el sol no toca fondo.
Ya son las doce mi exasperada
Hay una pequeña desgracia allá afuera
entre nosotros y el fin
Repite la sílaba única
la que ensombrece lo que siempre fue purpúreo
El alma
en el mundo quema
es desierto
Y no hay más boca para su sed
Un pastel en los labios, un olvido
con nata en la memoria de la frente.
De chocolate y oro la pendiente
del seno, las ardillas del vestido.
La bizarra silueta de un bandido
en los ojos. La imagen balbuciente
del aquel primer amor, su negligente
porte de adolescente forajido.
Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Se llama Marcel Schwob. Tiene veintitrés años.
Su vida ha sido plana hasta el día de hoy.
Pero el relieve acecha en forma de una puta
a la que lo conduce, una noche, el azar.
Se llama Louise. Es frágil, menuda y enfermiza,
silenciosa y abyecta.
Debajo de los parkings hay mundos subterráneos
que muy pocos conocen. Los habita una raza
de príncipes y reyes, de bardos y de brujos.
¡Subsuelo de las calles de Velázquez y Goya!
¡Océanos secretos de aguas centelleantes
bajo Lista y Serrano, Jorge Juan y Hermosilla!
No olvidaste jamás la impenetrable claridad de aquella tarde.
Llovía y navegaban hacia el Sur los navíos con algo de tristeza en las miradas:
las cariátides de proa, suaves y melancólicas como una antigua canción,
y las vinosas llanuras del recuerdo en la voz áspera del contramaestre.
Carmen en estos casos se supera.
Se dispone a sufrir sin una lágrima.
No se golpea el pecho con la manos,
ni gime, ni los ojos se le nublan.
A su lado se sientan sus amigas,
todas muy maquilladas, con modelos
exclusivos y oscuros, lamentando
la muerte de Ricardo entre sollozos,
Carmen está tan triste que no llora.
Las chicas como tú se ríen en las barbas
del mismísimo Hammurabi.
«Ojo por ojo
y diente por diente»
(lo hizo escribir en Babilonia,
hace cuatro mil años).
Las chicas como tú responden
al amor con desdén
y al desdén con amor.
Nada, ni el sordo horror, ni la ruidosa
verdad, ni el rostro amargo de la duda,
ni este incendio en la selva de mi cuerpo
que amenaza con no extinguirse nunca,
ni la terrible imagen que golpea
mis ojos y tortura mi cerebro,
ni el juego cruel, ni el fuego que destruye
esa otra imagen de armonía y fuerza,
ni tus palabras, ni tus movimientos,
ni ese lado salvaje de tu calle,
impedirán que encienda en tu costado
la luz que da la vida y da la muerte:
tarde o temprano sangrará tu herida,
y no será momento de hacer frases.
Entre las chicas norteamericanas
que estudian español en la academia
de enfrente de tu casa, hay una gorda
que es igual que la Venus de tus sueños.
Bajo una camiseta de elefante
que pone «University of Indiana
(Jones)» y unos pantalones de hipopótamo,
se mueve por el mundo con el arte
que le da su ascendencia mitológica.
Dicen que hablamos claro, y que la poesía
no es comunicación, sino conocimiento,
y que sólo conoce quien renuncia a este mundo
y a sus pompas y obras la amistad, la ternura,
la decepción, el fraude, la alegría, el coraje,
el humor y la fe, la lealtad, la envidia,
la esperanza, el amor, todo lo que no sea
intelectual, abstruso, místico, filosófico
y, desde luego, mínimo, silencioso y profundo.
A la memoria de Gabriel
En abril de este año hablé con Bioy Casares.
Le recordé al maestro que en un prólogo suyo de hace cincuenta años
llamó pesado a Proust,
y que en una Postdata al mismo prólogo,
escrita veinticinco años después,
cantó la palinodia:
«¿Qué es eso de matar a quienes más queremos?
Silencio de barreras coralinas en el Fort du Rocher
Escasea el bucán en los depósitos de la Cofradía.
Venías de los Mabinogion.
You lov’d me like a mist junto a los pumas de la noche.
Entre el estruendo de las baterías españolas.
Sombras, Propercio, sombras, gavilanes
oscuros, imprecisos, niebla pura,
cincha, brida y espuelas. No profanes
el mástil del amor, la arboladura
del deseo, la ofrenda de los manes,
con la triste verdad de tu locura,
cosmética, veneno, miel, divanes
y el perfume letal de la lectura.