«desprecio del naufragio de mis ojos»
F de Q.
No sé si es pesadilla o desvarío:
me naufraga tu imagen en los ojos.
En el oleaje frío,
mansamente, zozobran tus despojos,
y tu pupila esquiva
se pierde en mi pasión, a la deriva.
«desprecio del naufragio de mis ojos»
F de Q.
No sé si es pesadilla o desvarío:
me naufraga tu imagen en los ojos.
En el oleaje frío,
mansamente, zozobran tus despojos,
y tu pupila esquiva
se pierde en mi pasión, a la deriva.
Verte
lejano
para siempre,
para siempre en el suspiro de los pastos
que la brisa arrodilla.
Verte partir
por el zumbido del abejorro
ante un sol dilapidado,
tu sombra llena de luciérnagas
flotando en la temblorosa incandescencia.
Qué te sucede corazón:
no te oigo
dar portazos contra sus mejillas;
qué te acontece,
en alcanfor parece
que conservas sanísimo el latido;
qué aséptica desazón saquea
tus cotos candadeados.
Por qué finges que cantas cuando lloras
y te empeñas
en maquillar las cicatrices.
Morder
la seda rosa de tu piel
hasta el carozo del deseo
y quedarme con el zumo
entre los labios.
En las llamaradas del leño
seguir
la biografía de un poema
la trémula complicidad
de los acordes.
Dejarlo todo sí
mientras bate el oleaje mi cintura.
Deshecha espuma
baba marrón
semen de los días
arrumbados como trastos de olvido
en un altillo viejo.
Albergue de enmascaradas tentaciones.
Dejarlo todo fuera
del espacio que soy y me contiene:
las horas que atosigué de espera
la vigilia alucinada en silogismos
la obstinada ilusión
el timón batallando contra un viento
portador de estandartes mortuorios.
Sobre la lengua
la memoria salada de tus ojos
y los zumos del beso.
Sobre los pliegues de la lengua
el desolado gusto de la ausencia,
la candente sazón de nuestro aliento.
Sobre la penumbra de la lengua
no tanto la dulzura entrelazada
sino el ácido febril del mordisqueo.
Temblando quedó el labio
de roce imperceptible trastornado;
un sabor de tomillo le ha quedado
temblando en el aliento.
Temblando quedó el fuego contenido
por la intensa fragancia;
nada más que de especias sobrevive
este temblor incierto.
Tú
diminuto
desde tu estatura solar
peregrinas debajo de mi piel;
subes, desciendes
navegas por mis venas;
vas hundiendo tu huella
en un itinerario sin fronteras.
Te sientas en mis bosques pulmonares,
intercambias silencios con mis nervios
aspirando mi sed a sorbos bien pequeños.
Pesada sobre ti. La cara busca
un encaje en tu cuello, y va hablando.
Entra la luz de nieve, y recuerdas
qué frío teníais. Ella te va contando
cosas y cosas, y escuchas y olvidas,
como si te contase un sueño.
El sol, el viejo sabio, va disipando
minúsculas dudas de oscuridad, dejadas
hasta ahora por resolver. Le tiemblan
un poco las manos, y temblamos
los árboles y nosotros cuando oímos
que todo minuto que pasa ha de arrancar,
brusco, una venda de sombra, y ahora el justo
caso de la luz será bien recto, y ahora
chillará la delgada desazón de la flauta
de Iblis, y lo veremos todo, y repleto
de espacios de claridad, impenetrables
como el cristal.
Noche que se me va, otra noche, y el ala
de un inmenso avión se ha interpuesto
entre el azul espeso y la ventana, y dudo
si es un verde tenuísimo o si es plata, fría
cual finura insistente del bisturí que rasga
el útero, o también la luz misma, cuando agrieta
la mano del chiquillo cansado de hacer fuerza
para irritar a sus hermanos, simulando que oculta
quién sabe qué tesoro, y va aflojando
la presa, y sé que nada ha de salir que ayer
no estuviera ya en mí desconsoladamente, y me da
frío mirarme un día más, chupado
hueso frutal, sin pulpa, a la intemperie.
El metro iba muy lleno. Me agarraba
al lado de la puerta, de un barrote
niquelado. Tenía el brazo tenso
y toleraba aquella persistencia
de un peso tibio sobre el antebrazo.
Había poca gente cuando al fin me volví.
Era muy joven.
Recuerda. Cinco niveles.
Tierra y vida oscura.
Una hiedra profusa.
Y ella. Sobre ella
la araña oscilante,
la avispa estremecida
y tú. El espino
a tu lado, infecta
herrumbre. Cinco niveles
de un sedimento espeso
de instintos soñados.
Amor, llevabas en el mundo
siete mil setecientos sesenta y cinco
días, al cerrarse la noche
en que me llamaste desde tu rincón,
voz que se había compadecido
y me recibías, cuerpo bondadoso.
Qué juego perdido, qué rodar
hasta romper un oscuro ramaje,
siete mil setecientos sesenta y cinco
días, antes de que encontrara
dónde te me habías acurrucado,
amor, para crecer lejos de mí.
¿Quién no lo habrá invocado? Una salida.
y aunque no era la única, sí era
la más rentable, la mejor salida.
Nos lo iba a vender todo, infinidad de cosas
pagando al por mayor, en este mundo
donde él nunca responde.
Ligera, se iniciaba
la lluvia de una noche.
Ligeros, se confiaban
tus dedos entre mis dedos.
Instante breve de adiós.
Oh, sólo por dos días.
Me sonreías a través
de las lágrimas que llovían
sobre tu abrigo de cuero.
Ya sé que no le quieres.
No lo digas a nadie
Los tres, si tú me ayudas,
guardamos el secreto.
Nadie más ha de ver
lo que tú y yo hemos visto.
Se esconderá de todas
las personas y cosas
que antes eran amigas.
Llegará el día más largo de algún larguísimo
verano. Muy de mañana, antes que el teléfono
llame a la playa o al bosque, nos iremos.
Entre el vaho de las calles recién regadas
atravesaremos la ciudad, hasta tomar
el tren más lento que salga.
«Di, ¿por qué me hiciste
confiar en mí?»
¿Te he podido engañar,
corazón tan perplejo?
«Me has querido sobornar,
cauto, sin orgullo.»
Sin espera, con orgullo,
te me entregaste.
«¡Y era para hacerme daño
cuando viniera hoy!»
Oh, ¿cómo te me has creído
que me serías fiel?
La persiana, sin cerrar del todo, como
un sobresalto que se contiene para no caer al suelo,
no nos separa del aire. Mira, se abren
treinta y siete horizontes rectos y delgados,
pero el corazón los olvida. Sin nostalgia
se nos va muriendo la luz, que era de color
de miel, y que ahora es de color de olor a manzana.
Tú, hija clara del silencio, me dices
que si no sé callar, te puedo decir las cosas
que se han dicho siempre, y te escuchas
como la mano que sopesa el sol de invierno
y recibe la luz global y vaga, sin
reventarla en figuras y colores.
La tienes en tus brazos.
Duermes, y la sueñas,
y sabes que es un sueño
todo lo que ves de ella.
Y el corazón se te arranca,
tiembla de fe.
Solamente una cosa
que le propones
te da prenda
de que te querrá despierto.
Entonces, cuando yacíamos
abrazados frente a la ventana
abierta al desmonte de olivos (do
semillas desnudas dentro de un fruto que el verano
ha abierto violento, y que se llena
de aire) no teníamos recuerdos. Éramos
el recuerdo que tenemos ahora.
Cumples veinte años, Helena.
Vienes de donde no recuerdas,
miras adelante,
y quieres hacer una sola
limpia transparencia
de los millares de vidrios
(uno tras otro)
que son días tuyos
por donde mirarás
cómo se te abre el tiempo.
Puedes jugar con su cuerpo,
que es joven y ríe, y quiere
el juego, y no se ha saciado de él.
¿Crees todavía que en ti hay vicio?
Muestra tu vicio. Date
entero. Si lo amas,
no ahogues ese temblor:
la curiosidad del cuerpo, que tú
hace demasiado tiempo que llamas deseo.
La luz de estío nórdico es inmensa
-y aquellas tardes que no mueren nunca.
Tal la paz de después. Cuando ellas dicen
casi el viejo secreto que buscamos siempre
por sendas nuevas.
Y ella habla, y me cuenta
las imágenes que con ella recorren su camino:
su camino, tan lento, por donde la conduzco
hasta la cima.
Sonríe, cada vez
que otra cosa de ella
merece un amor tuyo.
Sonríe, al salir de ella,
que se te cierra intacta.
Sonríe con ternura,
que no os suplicará
(tú, con tu mundo ávido)
que la llaméis bondad,
y apenas adivinas
cómo se absorbe.
Todas las luces de la noche están dentro de los trozos
de hielo, que nos repartimos y no bebemos.
Nos lo hará saber. En todos los detalles
lo hemos de saber: cómo la violaron,
y el pasillo del colegio se volvía
un vado de piedras secas, y los buitres
explotaban en el aire como las gotas
de gasolina en los pistones.
El sol se la ha tragado. Andaba sola,
descalza como el mar, vestida como
el mar, con blusa blanca y slacks verdes,
y luminosa y rubia como el aire,
como el león de la furia total.
Se la ha tragado.
Sé muy bien todo lo que quiere decir
que me encuentre tan contento.
Un instante de un pasado verano
no se me va del pensamiento.
Las piedras, tibias de luna,
y en la hierba se impacienta el viento de mar.