Te andan siguiendo, poeta, las fechas
memorables de tu patria.
Te andan siguiendo
la miseria enamorada de tu pueblo,
tu libertad a culatazos,
el aire granadero de tus calles.
Te andan buscando, poeta,
te anda buscando la desgracia…
Poemas cortos
Chillaron los pájaros
desorbitando su silencio de altas copas
Descendieron cóndores y cuervos de aceradas plumas
Cientos de voces desencajadas por la ráfaga
tomaron la forma de los árboles y callaron
recuperaron su silencio
Sobreviene el día
Agotado por la furia,
estaba en mí cantar alegría,
traer al papel un paseo
después de los mariscos con cerveza
y el café de la Parroquia,
aspirar los olores del puerto
cuando cae el sol,
entre las risas y los gritos de los niños
en el malecón;
pero vinieron las lluvias, el norte.
Viva sospecha de carne no mirada,
voz ya, promesa
de más cautelas y solicitudes,
palabra todavía,
que figura tinieblas aledañas.
Allí se mueve, sólido,
cuerpo que no se ve pero se siente,
se sabe, se dibuja
con dormidos asedios entretanto.
Como enanos y monos en la orla
de una tapicería en la que tú campabas
borracho, persiguiendo jovencitas…
O como fieles, asistentes
-mientras nos encantabas-
al santo sacrificio de la fama
de tu exceso de ser inteligente,
éramos todos para ti.
Las rosas de papel no son verdad
y queman
lo mismo que una frente pensativa
o el tacto de una lámina de hielo.
Las rosas de papel son, en verdad,
demasiado encendidas para el pecho.
En un viejo país ineficiente,
algo así como España entre dos guerras
civiles, en un pueblo junto al mar,
poseer una casa y poca hacienda
y memoria ninguna. No leer,
no sufrir, no escribir, no pagar cuentas,
y vivir como un noble arruinado
entre las ruinas de mi inteligencia.
Aunque la noche, conmigo,
no la duermas ya,
sólo el azar nos dirá
si es definitivo.
Que aunque el gusto nunca más
vuelve a ser el mismo,
en la vida los olvidos
no suelen durar.
La noche se afianza
sin respiro, lo mismo que un esfuerzo.
Más despacio, sin brisa
benévola que en un instante aviva
el dudoso cansancio, precipita
la solución del sueño.
Desde luces iguales
un alto muro de ventanas vela.
De noche,
cuando desciendas.
Pero es inútil, nunca
he de volver a donde tú
nacías ya con forma de recuerdo.
Quizá súbitamente crece
la sangre. Crece la sangre
hasta mucho más lejos que aquel brazo.
Nadie más que la mano desarmada,
la tenue palma
y este dolor.
Como la noche no
quiero que tú desciendas,
no quiero cumplimiento
sino revelación.
Desciende hasta mis ojos
veloz, como la lluvia.
Como el furioso rayo,
irrumpe restallando
mientras quedan las cosas
bajo la luz inmóviles.
Que no quiero la dulce
caricia dilatada,
sino ese poderoso
abrazo en que romperme.
Resolución de ser feliz
por encima de todo, contra todos
y contra mí, de nuevo
-por encima de todo, ser feliz-
vuelvo a tomar esa resolución.
Pero más que el propósito de enmienda
dura el dolor del corazón.
Qué me agradeces, padre, acompañándome
con esta confianza
que entre los dos ha creado tu muerte?
No puedes darme nada. No puedo darte nada,
y por eso me entiendes.
Pasajero, a la gran fuente
donde has suspendido el paso,
ya con versos Garcilaso
detuvo el de su corriente.
Consonancia tan vehemente
¿a cuál Orfeo no admira?
Pero es Palas quien la inspira,
que, como en el campo armada,
le ciñó su misma espada,
le dio aquí su misma lira.
Si es cosa cierta, señor,
que suelto el francolín canta,
y le añuda la garganta
la vista del cazador;
por retrato de mi amor
la dulce tirana mía
este francolín me envía:
mas si a cantar me atreví,
y en viéndola enmudecí,
yo seré cisne algún día.
Si vos pretendéis que venga
a ser tan gran necio el mundo,
que por vuestra barba luenga,
por filósofo profundo,
sin otro argumento, os tenga;
mirad que dais ocasión
a que ya cualquier cabrón,
por la gran barba que cría,
aspire a ser algún día
otro Séneca o Platón.
Bien probáis que quien se humilla
crece, oh virgen, hasta el Cielo,
pues le fundáis un Carmelo
en cada humilde casilla;
demás que otra maravilla
merecen ver superior:
que las baña un resplandor
tan apacible y tan fuerte,
que en cada cual se convierte
vuestro Carmelo en Tabor.
Dido infeliz, no bien eres
dada a marido ninguno,
huyes, cuando muere el uno,
y cuando el otro huye, mueres.
Hombre, si esa unión divides
que se obró con astas fuertes,
por presto que la conciertes
habrá tardanzas y lides;
húyelas, y como Alcides,
siquiera una vez, temprano
forma un justo abrigo humano
que dure y guarde tus paces,
pues para este fin las haces
con el acero en la mano.
Hijita: con tu venida
este verano feliz,
has agregado un matiz
maravilloso a mi vida.
Que te vea yo crecida
y no quiero más riqueza:
entre la tuya que empieza
y la de ella al terminar
veré mis años pasar,
mas pasarán en belleza.
En el aro ligero de la luna
canta para mí solo un ruiseñor.
A cada golpe de oro de su pico
brota en el aire una constelación.
Canta el pájaro pardo dulcemente
y se eriza de plumas y palor.
Tu nombre es terso, claro, deslumbrante,
como la hoja desnuda de una espada.
En el aire se aguza como el aire
y en el agua se estría como el agua.
Para ser suspirado entre palmeras,
al fondo del harén, a una sultana,
entre un rebaño pálido de eunucos
y el brillo corvo de las cimitarras.
¿Desde cuándo, desde cuándo,
hombre del hierro y la piedra,
no agito un gajo de hiedra
tras la lluvia goteando?
¿Ni por el medio cruzando
voy de un robledal sombrío?
¿Ni hundo mi cuerpo en un río,
ni una mano en una fuente,
ni un dedo en una corriente,
ni me empapo de rocío?
La madre ha logrado
dormir a su hijito.
Una obra maestra
de pequeños suspiros,
de menudas palabras,
de amenazas, de mimos,
de dulces cancioncillas,
de voluntad, de instinto…
No respiremos casi.
El niño se ha dormido.
He aquí las cenizas, oh Salto, de tu hijo.
De ti salió y es justo y es natural que vuelva.
El corazón de un árbol ya es su eterno cobijo:
el silencio, la sombra y el pavor de la selva.
Rueda la media luna, feliz, sobre el Congreso,
todo su blanco mármol aparece espectral,
y yo estoy sonrosado y tibio por tu beso.
Nocturno, resplandezco, por su influjo, auroral.
Es noche veraniega en la mitad de mayo,
la humedad en la piedra su arroyuelo deslíe.
Al ruso Pipkin y al judío Levy,
al lusitano Pintos, a Goñi el español
y al que escribe, hijo audaz de Buenos Aires,
vednos en fraternal conversación.
Máscara de oro nos ha puesto a todos,
sobre la misma tierra, el mismo sol.
Sobre el cristal de agua de los campos llovidos,
bajo la renovada dulzura de los cielos,
iban nuestros briosos caballos paralelos…
Y eran un punto rojo nuestros labios unidos.
Hoy no pudimos más, y envueltos
del crepúsculo azul en la penumbra,
nos fuimos por el pueblo lentamente
a comprar una cuna.
Y compramos de intento la más pobre,
mimbre trenzado a la manera rústica,
cuna de labradores y pastores…
Hijo: la vida es dura.
La luna estaba blanca,
el cielo estaba gris.
Eran dos sombras negras
y era un beso sin fin.
La rueda del molino
dio media vuelta y empezó a gruñir.