Mundo carnal, la primavera,
resina en los dedos, pegajosos
después de abrazar el árbol de palma y
la corteza pegada,
su opresión débil que despierta
con un toque de rojo y los ojos
velado por la tristeza, la prohibición
se puede descubrir el centro
del corazón.
Poemas cortos
Los poemas que nunca escribiré
se han convertido en humo
afirmativo y en volutas
que no desaparecen, se disuelven.
Blanco humo de las chimeneas
que contiene poemas de todos los colores.
Por la escalera azul de la mañana
el deshollinador.
Su piel de escamas y sus cejas
serpentinas, felices
bailan.
Todo podrá cambiarse,
dice.
Nada me toca.
Llegas de cualquier sitio
y, elegido al azar,
sin mapas, sin señales,
el otro lado esconde la sorpresa
feliz y azul.
Entonces permanece la ruptura
intacta.
Entonces fuera o dentro impide
su difusión.
El viaje trae un orden en cadena,
un movimiento ansioso que repite
su dispersa memoria:
ya nadie nos indica que el error
desconocido o su secreto
sirva robado y oprimido,
tiempo arenoso que se va.
Llegas a cualquier sitio
a través de un poema:
el mundo viaja solo, y tú también
en su infinita red de vanidades
te dejas arrastrar
por símbolos, deseos,
buscando su sabor
con recuerdos gastados.
No te canses.
Aquello fue verdad, su búsqueda
— no un ávido alargar la mano
ni la tela, sutil, de araña que se adhiere
rompiéndose en el rostro
al atraparte, así,
sino dulces segmentos
de una naranja: son tus cosas —
es la felicidad que te protege.
Se avecinan veloces
las nubes del oeste.
¡El agua buena comprimida!
Este refugio oscuro.
Nuestro dolor.
Cuando estés con una mujer.
Hazle el amor, no solo tengas sexo.
Dile que la amas, que estas loco por ella.
No solo la bese y entres de lleno.
Besa su cuerpo entero,
recorriendo sus rincones.
Reconoce con tus labios lo que la ropa
no deja ver.
En la árida playa del próximo río
tan sólo hay enjutas y ardientes arenas;
vapores que se alzan de un fétido estanque,
brillando a lo lejos titilan y tiemblan.
***
En todo el espacio que abarca la vista
ni un alma se mueve, ni un eco resuena.
A qué región me llegaré a buscarte
ahora que reposas a mi lado
en forma de deseo
hombre
cuya belleza apenas
conocía. Cada día me ciñe
su cilicio de ausencia.
Me has herido de vida desde toda
tu muerte
y no hay sueño bastante a tu vacío.
Hay libros que se escriben sobre la carne misma.
Son esas cicatrices que nos hablan
y sangran
cuando el tiempo se rinde a su derrota
un puñado de signos que apenas
comprendemos
y eran el beso intacto de la vida.
La casa que abrigó tu corazón
será una ruina. Furtivos
en la noche
la habéis abandonado.
Oscura en el jardín la tierra removida.
Quise
decir traición
y dije llanto.
Sólo el ave conoce
los exactos perfiles.
De sus ojos aprendo
el universo miniado
el eterno poniente que oscurece
las islas.
Puedo ver la verdad:
el lento claudicar del horizontes
y su amarga
caída.
Te has ido como el sol.
Una boca de tierra
te había comulgado.
Luego sólo la llama enmudecida.
Ridículo padre
Bajo el cielo de Tucson
Que mandas todavía cartas de amor
A la madre.
No olvido mi nombre sellado en tu cara,
herrado a tres sílabas
y en labios de ella generoso chispazo
abriendo con fe lo oscuro,
fuego en el espejo desvelado del alba.
El zoco tiene toldos
y cenefas azules
sobre sacos abiertos
que huelen a azafrán y a hierbabuena.
El zoco es multitud.
En sus paredes se hacinan
la seda con la lana,
la palma con la piel,
la fruta con la sal y los aceites.
Suspensa, en el aire de los parques
con sombra de ciudad,
como los tuyos,
en la proximidad del Largo,
nas escadas, en las estrías húmedas
donde pululan libros viejos,
a la hora contigua con el sol,
sobre las pérgolas sin mástil,
a merced del polen, poco a poco,
nas margens
donde el viajero ayuna, nas igrejas,
de acá para allá, por los oblicuos
raíles de un paraguas,
tibia a tiempo,
la alzada lentitud del solitario.
En un descuido el tiempo
trazó de la ruina este triángulo,
violó la noche ciega y, vertical
como si nada,
dejó que sobre el agua
las olas fueran sólo superficie.
El resto fue ya visto:
los buzones macizos del escombro,
as docas fechadas,
rasante el avión sobre el mosaico.
Sola por el plano de su planta,
del amanecer a la fatiga,
Habiba arregla camas
y repone las toallas
sin faltarle la sonrisa.
La independencia fue para que hubiese pueblo
y no mugrosa plebe:
hombres, no borregos de desfile;
para que hubiese ciudadanos;
para que júbilo goce la infancia
en decencia de hogares sin miseria;
para que abunden los jardínes de recreo
infantil; y los juguetes; y,
[mejores que las flores,
y más bulliciosos que los pájaros,
más dulces que las frutas,
crezcan los niños y maduren
en salud y alegría que el Estado ampare
y el buen gobernante garantice,
porque la Patria, antes que todo, es madre.
¡Mueran los gachupines!
Mi padre es gachupín,
el profesor me mira con odio
y nos cuenta la Guerra de Independencia
y cómo los españoles eran malos y crueles
con los indios él es indio,
y todos los muchachos gritan que mueran los gachupines.
Entre cañas,
entre yerbas,
abrazando furtivo la paloma del cielo…
Escondido,
tembloroso,
ambicioso,
lúbrico…
Agua pechuga;
agua pluma;
agua…
¡Ladrón de luz, niño malo,
devuelve al aire
la mensajera luminosa,
la mensajera de amor,
la cristófora-colomba
que escondes contra el pecho!
Cuando llama la poesía,
cuando el grito desesperado del verso
clama por mi sangre,
sólo los muertos resucitan y me esperan
pues de ellos es parte mi alma,
es parte del soldado que aquí
todos los días trabaja.
Cuando llama la poesía,
los muertos reciben mis besos
porque también a ellos pertenezco.
Espero poder colocar una flor
sobre el cemento de mi propia tumba,
una raza de estrellas colmadas de manos.
Espero una almohada feliz en el nicho de la eternidad,
un paso silencioso por entre mi heridas.
Sépase que fui honesto con los grillos,
consecuente con los sueños de los pájaros,
absoluto en la fe de la marcha por las calles.
Otro, otro cigarrillo
para esta cruda noche de tumbas;
otro cigarrillo, para subir por el humo tembloroso.
La vida no tiene vuelta,
entre estas paredes que dijeron,
entre estos muebles que hablaron,
como tantos platos y su silencio.
La guitarra se me cae y cae,
y el mundial infierno reside en mi oscuridad.
No importa dónde nace el amor
(los nacimientos son asuntos de registro o
de parroquia)
pero sé que no dura al aire libre,
en ese prado aséptico con un molino al fondo.
Nace en cualquier parte
pero no prospera en la ilusión bucólica:
busca la complicación,
no el caos pero si su orilla,
un cuerpo espeso de tejidos
y de material residual,
y busca sobre toda la armonía
que es donde, si nos descuidamos un instante,
muere por falta de necesidad.
Como jamás habíamos pensado que Dios podía ser tan pequeño
como para dudar de su propia existencia
nos sorprendió encontrarlo con los dientes desnudos
en las orillas del frío.
Dichosos por saber que lo teníamos dentro,
lo tendimos al sol, como si fuera una fiesta.
Sabes que no soy amigo de juramentos ni promesas
pero sí me has oído decir con insistencia
que el día menos pensado voy a procurar
olvidarme la inocencia y la ternura
sobre el mostrador de cualquier casa de empeño.
Pero jamás conseguí inquietarte, o así lo sospecho.
No existe la muerte, no ha existido nunca.
Aunque bajo su amenaza haya vivido el hombre,
en su mentira, no existe la muerte, no existe,
y si adivináis tras la luna el exacto rostro
de la ausencia, si con olvido miráis
la pupila oscura de la espera
entenderéis que no existe, que de verdad no existe
y que cómo iba a existir ella y qué nombre
hubiéramos podido darle entonces a esta tierra.
Bajé del sueño, del sol y el miedo.
Bajé y seguí bajando. No había nada.
Deseé volver. Pero en el descenso
había olvidado cómo a la infancia
del primer verso trepar de nuevo.
Y así (niños y niñas) me quedé solo,
de ninguna parte rey y en mi noche
por nadie abandonado.