Yo no soy esa muchacha
de pelo ensortijado y cintas en el pelo
que baila para ti en los antiguos salones del Coimbra.
Yo no soy esa otra que se desliza suavemente
por las gastadas alfombras del viejo comedor
-los brazos en alto como nubes o pájaros-
tarareando canciones que te dejan partido el corazón..
Poemas españoles
Me hundo y luego vuelvo a renacer de nuevo.
No pueden las tormentas con mi rostro y su pena.
Derivo mar adentro.
Me tragan los abismos
y resurjo de nuevo sobre el mar y las olas.
Yo soy insumergible.
Como esos mascarones de los barcos antiguos
que navegan soberbios del tajamar en lo más alto.
Ay pastor,
rebaño es este cuerpo
que apacienta y habita los prados de tu casa..
Vigílame, pastor.
Acéchame los labios y el pasto donde como.
Vigila los cercados,
que hay un lobo rondando por el invierno mío.
que las nieves son altas y se ha posado el hielo
en este pobre pecho que a veces fuera tuyo.
A quienes me dieron su amor a cambio de muy poco.
A los quince. A la luz y a su mirada.A Mario Alcaraz
Te quiero por ser cuerda y tener cinco dedos
y una guitarra abierta a la voz imposible.
A Rocío Cano
Te quiero porque aprendo contigo a ser distinta.
A sonreír de pronto
cuando me miras detrás de los paisajes
que inventas para mí cada mañana.
Porque recortas telas, cartones, ventanales,
tejados y azoteas.
A Paul M. Viejo
Te quiero porque fumas y bebes y blasfemas
y escribes sin cesar por las paredes
o en la estación del tren
o en los bordes urgentes de una alcoba vacía.
Porque le has puesto verbos al dolor que te invade
y aunque lo llames Marta
soy yo quien te acompaña
por esa travesía pesarosa de un nombre.
A Alexis Amador
Te quiero porque un día me llevaste hasta el río
y al vuelo de las aves que anidan en el agua.
Y me tocaste el hombro para darme el aliento
que pierdo en ocasiones.
Esta cabeza, cuando viva, tuvo
sobre la arquitectura de estos huesos
carne y cabellos, por quien fueron presos
los ojos que mirándola detuvo.
Aquí la rosa de la boca estuvo,
marchita ya con tan helados besos;
aquí los ojos, de esmeralda impresos,
color que tantas almas entretuvo;
aquí la estimativa, en quien tenía
el principio de todo movimiento;
aquí de las potencias la armonía.
Hermoso desaliño, en quien se fía
cuanto después abrasa y enamora,
cual suele amanecer turbada aurora,
para matar de sol al mediodía.
Solimán natural, que desconfía
el resplandor con que los cielos dora;
dajad la arquilla, no os toquéis, señora,
tóquese la vejez de vuestra tía.
Dulce desdén, si el daño que me haces
de la suerte que sabes te agradezco,
qué haré si un bien de tu rigor merezco,
pues sólo con el mal me satisfaces.
No son mis esperanzas pertinaces
por quien los males de tu bien padezco
sino la gloria de saber que ofrezco
alma y amor de tu rigor capaces.
Dura necesidad, madre afrentosa
de la vergüenza y vil atrevimiento,
escuridad del claro entendimiento
tal vez en los peligros ingeniosa;
inventora de máquinas famosa,
pensión del generoso nacimiento,
consejera del mal, Argos del viento
y a la mortal naturaleza odiosa;
vil salteador que a los caminos sales,
los peregrinos matas o detienes
y para derribar el honor vales;
sólo una cosa provechosa tienes;
que al hombre que jamás probó los males
es imposible conocer los bienes.
A tu esplendor se opone soberano
de candor sensitivo nube helada,
porque a poder tu luz ser eclipsada,
lo pudiera ser sólo de tu mano.
Escrúpulo viviente más lozano,
solicita a tu sol Clicie nevada,
y, celosa de puro enamorada,
le da en poco cristal mucho oceano.
Tanto a tus ojos claros desafía
el tirano dolor que el alma siente,
que a los diluvios de cristal corriente
todas sus luces tu beldad les fía.
Vivo el cuidado, mustia la alegría,
dio sepulcro a tu sol tu mismo oriente;
y, a pesar del ahogo, se consiente
más triste si no menos bello el día.
Envidiosa es porción de tu blancura
esa que hoy de una verde celosía,
para honrar a tu mano, hurtó la mía,
ésta si cortesana, aquella pura.
El alba bella entre ámbares supura
en su limpio cambray sustancia fría,
madrugando más éste que otro día
y más que a otros crecida su ventura.
Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.
Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando
como las bayas rojas del acebo.
Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor
de las frutas machacadas.
Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.
Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas
sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.
En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor
puede alcanzarles, está guardado el tiempo.
Hay racimos de soledad en tus manos, desposesiones más antiguas
que la sangre.
Huyen los años de tus ojos como bandadas de cometas por las plazas maduras.
(Sólo quedan los bueyes rumiando su tristeza.)
Has conocido, entre gavillas de silencio, el sabor amarillo de mis pasos,
el humo indescifrable de las brasas sin tiempo.
Si te pusiera copos de tierra sobre la boca, sabrías la acidez que me posee.
Si apoyase mis preguntas en tus hombros, te desmoronarías como una
estatua de sal.
(¿O acaso puede alguien soportar el equilibrio de los árboles más altos?)
Pero no quiero condenarte a ser cuenco de nieve o roca muda.
Yo no recuerdo sino el sabor de la duda como un alud de fresas
sobre las blandas escamas de mi boca.
He olvidado el lugar donde las nieves más azules consiguen resistirse
a su abandono.
He olvidado ya hace tiempo la dócil lentitud de los molinos.
Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco
como un campo de urces.
En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal
donde habita el invierno.
Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir
los guerreros más viejos.
El río traía a veces zapatos de mujeres entre las hojas tiernas
y los troncos muertos.
Pero nosotros cruzábamos los puentes con canciones y pañuelos de azafrán.
Y, en el verano, colgábamos pendientes de cerezas en las orejas de la amada.
Todo lo aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio
y el grito de los bosques cuando muere el verano.
O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:
¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos?
En llamas va la leyenda creciendo, en
la espiral del humo y las uvas de hierro.
Los ojos de la anciana son blancos como
nieve: cien años hace ya que no nos mira.
Sólo por no olvidar el viejo río
de los muertos.
Inútil es volver a los lugares olvidados y perdidos, a los paisajes
y símbolos sin dueño.
No hay allí ya liturgias milenarias. Ni aceite fermentado en ánforas de barro.
Los ancianos han muerto. Los animales vagan bajo la lluvia negra.
¿Qué espero aún de la espiral del tiempo, de esos cuernos epílogos
que suenan en los bosques?
¿Quién atardece junto a mi corazón helado?
Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y alfareros
olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias leyendas.
Tan cargada de vida está la verde
absenta de tus ojos cuando hablas,
que emborracha mirarte, y tanto frío
puede albergarse en ellos, que se hiela
mi pecho si me miras. Soy apenas
quien teme y quien desea. No me mires
si es tan sólo por juego o por despecho,
pues abrasa la llama que en mí prendes
con apenas volver a mí tus ojos.
Alegra el corazón haber vivido,
y no importa del todo que el pasado
no sea ya otra cosa que pasado.
Si nos quemó la llama del vivir,
su huella es una herida hecha de orgullo
y de melancolía. Pues vivimos
una vez como nadie (ni siquiera
nosotros mismos) vivirá de nuevo.
Sus cuerpos bajo aquella luz rojiza,
su desnudo irreal entre la rasa niebla.
Fosforescía el cuarto, altas paredes
con blancos azulejos. Pensé: es un hospital,
quizás la habitación de revelado
de un amigo fotógrafo. Pero aquellas dos lunas
gemelas en un cielo azul cobalto
eran de otra galaxia, y miré el firmamento
y no reconocí ninguna estrella
que antes que yo miraran otros ojos humanos.
Era un café y estábamos charlando.
Un extraño café de gigantescas sillas
con unos veladores diminutos.
A nuestro alrededor rostros borrosos
o, más exactamente, unos hombres sin rostro;
y así no me extrañó todo el silencio
de aquel local de espejos infinitos.
Alguien está a la puerta de mi casa.
Me he levantado en medio de la noche
y le espío a través de los visillos.
Alguien llama al portal, llama a mi casa,
y yo escucho sus golpes sin abrirle.
Hay alguien en la calle que se oculta
en la noche sin luna y que me llama,
alguien que no conozco, alguien extraño.
Apenas la caricia de tu mano.
Mi piel es de cristal cuando me tocas.
¿Qué apaciguada luz, qué temblor hecho brasa
se deslíe en mis ojos si me miras?
¿Dónde hiere tu risa y por qué hiere
si con ella me abres la mañana del mundo?
En medio de la noche surge a veces
una pregunta, y la noche se agranda,
y es inmensa la noche hasta la angustia.
Como un barco sin luces, silencioso,
surca así nuestro cuarto tanta sombra
que parece sin límites el mundo.
La calle estaba oscura, había llovido
y brillaba la luna en el asfalto.
Una sombra sin sombra me detuvo
impidiéndome el paso. Oí su voz,
de un helado metal que no era humano,
preguntarme ¿qué buscas, di, qué buscas?
Permanecí ante ella silencioso.
Verte, como tras niebla, vuelto el rostro,
oculta la cabeza entre las sombras,
y vislumbrar el suelo ajedrezado,
los hondos muros blancos, la ventana
y tras ella el paisaje, una alta torre
guardando la ciudad que ciñe un muro,
los azules, los verdes, los dorados,
tan exactos que niegan la distancia.
De entre todas las vidas que una vida
puede encerrar, tú y yo nunca escogimos
precisamente aquella que podría
habernos hecho odiar todas las otras,
esa que hubiera sido sólo nuestra.
Pero quizás la vida no se escoge
y es ella quien elige.
No fue verdad la noche ni tus besos.
En la sombra mentía aquel jardín,
la anaranjada luna entre los árboles,
fríos bancos de mármol, hondos pájaros
desvelados cantando en altas ramas.
No fue verdad tu mano entre las mías,
el olor de tu pelo a hierba fresca,
su abrasado perfume, su perfume.
Era la noche cálida como lo son tus ojos,
gruta de magia blanca era la noche.
Era la noche cómplice, bajo qué estrellas rotas
cobijamos el sueño de una noche,
de un verano sin noche, de un instante tan hondo
que era nada la vida aquella noche.
Arde aún y es espléndida la llama
de aquel fuego. ¿Recuerdas esas tardes,
el canto de los pájaros; la tenue
veladura de un mar casi tan negro
como tus ojos? Súbita, la vida
nos quemaba por vez primera entonces.
Nosotros, qué podíamos hacer
sino aceptar ese secreto incendio,
su agonía y su éxtasis, fundidos
en un mismo sentir inexpresable.
Como cuchillos fueron nuestros besos
en tanta sombra hiriéndonos callados.
Vida o muerte nos dimos muchas veces,
tan ebrios de aquel vino con ceniza
que la luna vertía en nuestro pecho.
¿De qué nos escondía nuestra carne?
La luz llegó desnuda, devolviéndonos
lo robado a la noche, su mentira.
Del amor a las palabras queda sólo costumbre.
Se hace rito el misterio y un dios inútil
silencioso visita el asolado paisaje de nuestros sueños.
En espejos ardiendo miramos nuestro rostro
y la mano sostiene una flor que es de hielo y ceniza.
¿Desde qué paraíso o raro sueño
desciendes hasta mí para mirarme?
Un pájaro que canta hay en tus ojos,
de brillante plumaje y negro pico
y poderosas garras que desgarran
mi pecho con fiereza. Y canta el pájaro
al ritmo de mi sangre que se escapa
con esa misma vida que me das
cuando me hieres tú que eres mi vida.
Más allá del deseo y su luz torpe,
más allá de la risa, al otro lado
de ese instante sin tiempo o la nostalgia,
lejos de la razón, de la locura,
más allá de mí mismo, de la vida,
tan inútil, tan vieja conocida,
más allá de estos sueños, de esta muerte:
tras de la sombra en llamas de tus ojos.
Durante muchos años, a menudo
me he acordado de ti, o de tu imagen,
para ser más exacto, pues de aquello
que amamos una vez sólo nos queda
(al igual que de un libro) una muy vaga
impresión general y alguna anécdota.
I
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.
Esta noche de agosto
he quemado tus cartas…
¡Ocho años de vida apasionada!
Mi corazón ardía
en medio de las llamas,
rodeado de fechas,
¡cenizas de mi alma!
Los abrazos crujían,
los besos se quejaban,
y los dulces «¡te quiero!»
de tinta y de esperanza,
en una pirueta
de fuego, se rizaban.
Te puse tras la tapia de mi frente
para tenerte así mejor guardado,
y te velé, ay, amor diariamente
con bayoneta y casco de soldado.
Te quise tanto, tanto, que la gente
me señalaba igual que a un apestado;
pero qué feliz era sobre el puente
de tu amor, oh mi río desbordado.
I
Decir «te quiero» con la voz velada
y besar otros labios dulcemente,
no es tener ser, es encontrar la fuente
que nos brinda la boca enamorada.
Un beso así no quiere decir nada,
es ceniza de amor, no lava hirviente,
que en amor hay que estar siempre presente,
mañana, tarde, noche y madrugada.
Se iba el tren, y quedaba,
en el aire una mancha
no sé si negra o blanca
de tu brazo…
¡Ay distancia
floridamente amarga!
que tajaba y borraba
aquella línea larga
Y corta y hielo y ascua
que era tu brazo…
Estaba
yo en el andén, sin alma,
y una saliva áspera,
fiera, me apretujaba
la tímida garganta
¡y la brisa borraba
tu brazo!
¿Por qué tienes ojeras esta tarde?
¿Dónde estabas, amor, de madrugada,
cuando busqué tu palidez cobarde
en la nieve sin sol de la almohada?
Tienes la línea de los labios fría,
fría por algún beso mal pagado;
beso que yo no sé quién te daría,
pero que estoy seguro que te han dado.
En el estanque del día
se han mojado tus palabras.
El «no» sin eco posible
de tu voz embalsamada,
se está muriendo de frío
en los cristales del agua.
Mis «te quiero», salvavidas
inútiles de mis ansias,
son ceros siempre a la izquierda
de este amor sin esperanza,
de este amor, río dormido,
entre sombras y entre ramas;
de este amor, lirio sin nombre
deshojado en la mañana…
En la rosa de los vientos
clavé, mi amor, tus palabras.