Nunca dejé una flor blanca en el altar del sol
de Macchu- Picchu
jamás lancé el aroma de sus pétalos al pozo
Sagrado
de Chichén-Itzá
Tampoco escalé el rehue para ofrendar copihues
blancos
A Ngenechen
No me cogió un mozo gallardo por esposa
no desfloró mi piel su tacya
para que floreciera mi maíz
Más bien
sólo llevaron mis manos
papas entierradas
maquis oscuros como el silencio
Más bien
sólo lancé polluelos y huevos azules
como la gallina
que corretea asustada
detrás de la del hombre
Sólo yo voy desnuda
como si no hiciera frío
me saludan
se sonrojan
y se abrochan el último botón
de la camisa
Tienes ojos de abismo, cabellera
llena de luz y sombra, como el río
que deslizando su caudal bravío,
al beso de la luna reverbera.
Nada más cimbrador que tu cadera,
rebelde a la presión del atavío…
Hay en tu sangre perdurable estío
y en tus labios eterna primavera.
A la señora Dolores Endeyza de Silva.
Junto a las grutas de las quebradas
donde las aguas alborotadas
charlan de asuntos si ton ni son,
hay una casa de corredores
donde hay palomas tiestos con flores,
y enredaderas en el balcón.
A una rubia
Semejante al fulgor de la mañana,
en las cimas nevadas del oriente,
sobre el pálido tinte de tu frente
destácase tu crencha soberana.
Al verte sonreír en la ventana
póstrase de rodillas el creyente
porque cree mirar la faz sonriente
de alguna blanca aparición cristiana.
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Este es un artista de paleta añeja
que usa una cachimba de color coñac
y habita una boharda de ventana vieja
donde un reloj viejo masculla: tic tac…
Tendido a la larga sobre un mueble inválido,
un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres!
Con un cadáver a cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.
Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos…
Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
A Guillermo Labarca Hubertson
El porte grave, el porte de esta robusta vaca
de cuernos recortados, el aire distinguido
de ésta que es corniabierta y ésta que es tan retaca,
manchan el pasto alegre donde rumia el marido.
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo… ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban… Entre sus papeles
no encontraron nada… los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Por el camino de plata
– confudido entre penumbras –
vinieron ocho asesinos
con hachas recién fundidas.
Sobre el filo sin herrumbres
pasa el viento de la noche
y abraza luego el follaje
para decirle, en secreto,
que vienen ocho asesinos
con hachas recién fundidas.
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
Hermano:
te buscaré detrás de las esquinas.
Y no estarás.
Te buscaré en la nube de los pájaros.
Y no estarás.
Te buscaré en la mano de un mendigo.
Y no estarás.
Te buscaré también
en la Inicial Dorada de un Libro de Oraciones.
Tiene quince años ya Teodorinda,
la hija de Lucas el capataz;
el señorito la halla muy linda;
tez de durazno, boca de guinda…
¡Deja que crezca dos años más!
Carne, frescura, diablura, risa;
tiene quince años no más… ¡olé!
Elegiré una Piedra.
Y un Arbol.
Y una Nube.
Y gritaré tu nombre
hasta que el aire ciego que te lleva
me escuche.
(En voz baja.)
Golpearé la pequena ventana del rocío;
extenderé un cordaje de cáñamo y resinas;
levantaré tu lino marinero
hasta el Viento Primero de tu Signo,
para que el Mar te nombre.
I
Un puñado de tierra
de tu profunda latitud;
de tu nivel de soledad perenne;
de tu frente de greda
cargada de sollozos germinales.
Un puñado de tierra,
con el cariño simple de sus sales
y su desamparada dulzura de raíces.
Ahora la luz, la claridad del cielo.
Lo que sobrevive de lo sagrado
bajo la noche estrellada.
Esta intacto el secreto que sorprende la aurora,
la azada y el arado que mis abuelos asían
como palmas triunfales.
Aquellos campesinos
irremediablemente solitarios
en bosques devastados
renacen en la llama del poema
entre la indiferencia y la congoja.
Amo los viejos muebles,
las manos antiguas que identifican
la intimidad del hogar.
Junto a la lámpara que descubre el poema
los dioses soplan y consuelan mi espíritu.
Una mujer me guía, me acompaña.
Los recupera del tiempo, los protege,
descubre el alma que habita la belleza.
La puerta de su casa nos invita a pasar.
La virtud y las manos son formas de Breogan.
La elemental cocina y el banco familiar
nos muestran el secreto de la cordialidad.
En ella hay siempre tiempo para estar y pensar.
A Pedro Penelas y Tomas Abad, mis abuelos
No preguntaron nada.
Vinieron en los barcos del hambre y la tristeza,
traían calderos, baúles, rezos.
Viajaron desde el bosque sobre el mar de la noche.
Campesinos absortos, insurrectos.
De niño mi madre me decía que las voces no desaparecen, que flotan en el cielo, que solo los poetas podían escucharlas y recogerlas. Que las voces del pasado se escuchan en el bosque encantado o en soledad. O en los manteles flameados de los hoteles de extravagantes ciudades.
Apenas te conozco y ya me digo:
¿Nunca sabrá que su persona exalta
todo lo que hay en mí de sangre y fuego?
¡Como si fuese mucho
esperar unos días -¿muchos, pocos?-
porque toda esperanza
parece mar del Sur, profunda, larga!
Noche. Mar de silencio. Van las meditaciones
desenrollando lentas sus claras devociones.
El faro del espíritu clarea esas ondas suaves
que van ampliando el círculo de sus evoluciones
para regir el curso sereno de las naves.
La paz del alma que sabe cantar sus horas
vela esa vida íntima de tramas seductoras
en que el dolor se ama.
No tengo tiempo de mirar las cosas
como yo lo deseo.
Se me escurren sobre la mirada,
y todo lo que veo
son esquinas profundas rotuladas con radio,
donde leo la ciudad para no perder tiempo.
Esta obligada prisa que inexorablemente
quiere entregarme el mundo con un dato pequeño.
El segador, con pausas de música,
segaba la tarde.
Su hoz es tan fina,
que siega las dulces espigas y siega la tarde.
Segador que en dorados niveles camina
con su ruido afilado,
derrotando las finas alturas de oro
echa abajo también el ocaso.
El sembrador sembró la aurora;
su brazo abarcaba el mar.
En su mirada las montañas
podían entrar.
La tierra pautada de surcos
oía los granos caer.
De aquel ritmo sencillo y profundo
melódicamente los árboles pusieron su danza a mecer.
I
Vida,
ten piedad de nuestra inmensa dicha.
De este amor cuya órbita concilia
la estatuaria fugaz de día y noche.
Este amor cuyos juegos son desnudo
espejo reflector de aguas intactas.
Oh, persona sedienta que del brote
de una mirada suspendiste
el aire del poema,
la música riachuelo que te ciñe
del fino torso a los serenos ojos
para robarse el fuego de tu cuerpo
y entibiar las rodillas del remanso.
Y moví mis enérgicas piernas de caminante
y al monte azul tendí.
Cargué la noche entera en mi dorso de Atlante.
Cantaron los luceros para mí.
Amaneció en el río y lo crucé desnudo
y chorreando la aurora en todo el monte hendí.
I
Vuelvo a ti, soledad, agua vacía,
agua de mis imágenes, tan muerta,
nube de mis palabras, tan desierta,
noche de la indecible poesía.
Por ti la misma sangre -tuya y mía-
corre al alma de nadie siempre abierta.
I
Tiempo soy entre dos eternidades.
Antes de mí la eternidad y luego
de mí, la eternidad. E1 fuego;
sombra sola entre inmensas claridades.
Fuego del tiempo, ruidos, tempestades;
sí con todas mis fuerzas me congrego,
siento enormes los ojos, miro ciego
y oigo caer manzanas soledades.
I
Mi voluntad de ser no tiene cielo;
sólo mira hacia abajo y sin mirada.
¿Luz de la tarde o de la madrugada?
Mi voluntad de ser no tiene cielo.
Ni 1a penumbra de un hermoso duelo
ennoblece mi carne afortunada.
Trópico, ¿para qué me diste
las manos llenas de color?
Todo lo que yo toque
se llenará de sol.
En las tardes sutiles de otras tierras
pasaré con mis ruidos de vidrio tornasol.
Déjame un solo instante
dejar de ser grito y color.
Nadie llegó hasta mí con este paso
de tu esbeltez en mármoles reflejos.
Tu sangre lio a sus vínculos espejos
de imágenes ligeras al acaso.
Cristal de sangre cuya luz traspaso,
tu cuerpo enardecido de reflejos;
tu cuerpo de reflejos circunflejos,
tu cuerpo oscuro desenvuelto en raso.
Ay de mi corazón que nadie quiso
tomar entre mis manos desoladas.
Tú viniste a mirar sus llamaradas
y le miraste arder claro y sumiso.
(El pie profundo sobre el negro piso
sangró de luces todas las jornadas.
Ante los pies geográficos, calladas,
tus puertas invisibles, Paraíso.)
Tú que echaste a las brasas otro leño
recoge las cenizas y al pequeño
corazón que te mueve junta y deja.
Dentro de este hombre que visto
Hay un dios epiléptico
Que también desama.
Cómplice de las lluvias,
Las secreciones genocócicas, el suicidio.
A veces baja a pedirme un niño
Que le doy, golosamente.
Otras sube a mi cabeza
A roerme el tuétano caótico;
Se baña en mi oído intelectual.
Cuando se inventó el piano de tu boca
Emergí detrás de la lluvia.
Subí
Por la escalera exento de mis palabras
Hasta tocar el Karma de tus senos.
Desde allí,
En puntillas,
Alargué mi destino para amarte,
Para entrar por ese piano inédito
Y salir
Entre tus piernas
Con una edad de placenta
Y un olor a bautismo.
Sucede al vivir que en las noches
las manos abren caminos, escriben ríos.
Piel y piel tan solo y nada importa
sino el rumor del corazón enloquecido
somo el mar bajo el furor de las tormentas.
Y te nombré:
Sólo para cubrir con voces
Esta fosa común, este anticipo
De lo que ya no seremos…
Si Dios pudiera, terrestre y circunspecto,
Desenredarse de su cielo; resarcirse:
El hijo que tuvimos
No hubiese sido un remedo de su fuga
Sino un insecto verde que habría nacido en el mar.
Guardo la primavera
bajo mi blanca sábana.
Toco sus manos niñas,
su cintura perfecta,
sus senos como claras
palomas asustándose,
rozo sus hombros tersos,
redondos como frutos
y pronuncio en su boca
mi beso más liviano.
Donde el poeta compone, de otras muchas, una oración por la amada y el hijo que esperan
Dios te salve, ternura, que ahora me llevas a la
derecha de mi vida; adonde ella me crece,
ala mía derecha, ala de lo que tuve
o bien pude tener de ángel celeste o niño.
Donde el poeta habla a la amada por vez primera de sus dos hijas
Llegaron juntas a la pena mía
como desde tu vientre hasta la cuna.
Te quise mucho en el dolor. Alguna
vez te podré decir lo que sentía.
Donde el poeta juega ajedrez con su amada y cuenta cómo pierde la partida
Las blancas para ti -luego tú sales-
y para mí las negras. Lo sabía.
Palabra, amor, palabra que tenía
negras la consonantes y vocales.
Donde el poeta pide a la amada que no se ruborice por el motivo de su soneto
Aquí palomas pares y gemelas
una mañana se posaron. Mira
cómo mi mano torpe se retira
cuando con tu desdén las arcangelas.
La soledad, mi mala consejera,
vuelve otra vez a hablarme en el oído:
Para habitar la bruma o el olvido
basta morirse de cualquier manera.
Lo mismo da morirse en primavera
de una corazonada, que mordido
por los perros del hambre, que aterido
en un invierno pálido y cualquiera.
Esto de no ser más que tiempo espanta.
La solución bajo el costado izquierdo:
un fiel reloj al que jamás me acuerdo
de darle cuerda y, sin embargo, canta.
Canta con un martillo en la garganta,
mas sé que estoy perdido si lo pierdo.
Iba abriendo las últimas estancias.
Nada turbaba el polvo gris del suelo.
Triste la luz, sobre los altos muros,
acuchillaba el tiempo.
Nadie pisaba. Nadie turbia. (¿Nadie
pisaba las orillas del silencio?)
En el cristal, sangrando, rebotaba
un pájaro de hielo.
Era con sol. Corríamos.
Temblaba el mundo con nosotros.
Era con sol. Hablaban ruiseñores,
hablaban claros álamos;
desnudaba alegría la mañana.
Yo te decía: amor, amiga, escucha:
tú tienes unas manos que vuelan a palomas,
tú tienes en los ojos dos canciones sonándote,
tú tienes de campana la voz, la vida toda.
…tú eres quien me acabas,
que las olas no.
Pedro de Quirós
EL mar es como un niño consentido:
sobre la arena arroja a las gaviotas
y echa a rodar entre las olas rotas
los últimos recuerdos del olvido.
Este claro silencio. Y este gozo.
Y este rumor de noche. Y esta pena.
Y esta destrozadísima cadena
que te desencadena el alborozo.
Y este muro infinito. Y este trozo
de soledad. y este montón de arena.
Y esta voz que te absuelve y te condena.
Las cosas claras, Dios, las cosas claras.
¿Acaso te pedí que me nacieras,
que de dos voluntades verdaderas,
de barro y llanto, Dios, me levantaras?
¿Acaso te pedí que me dejaras
en mitad de la calle -en las aceras
se apiñaba la vida- y que te fueras:
y que con tu desdén me atropellaras?