La noche,
como finísimo granado,
madura en la lejana nieve azul.
Como niña perdida en los parques,
la noche canta con sus marineros a bordo del mundo.
Y un enigma de astros
corea la arquitectura sideral.
La noche,
como finísimo granado,
madura en la lejana nieve azul.
Como niña perdida en los parques,
la noche canta con sus marineros a bordo del mundo.
Y un enigma de astros
corea la arquitectura sideral.
Noche vasta y hermosa.
Ni Salomón
ni las joyerías más célebres de este mundo,
podrán lucir jamás una pedrería,
un vestido, un diamante más fino
que este movimiento de inútiles estrellas.
Constelaciones giratorias
danzan luminosas en torno a la Blancura
que, como un racimo de nieve,
pende de marítimos
soles galácticos:
Cruz del Sur, Hidra, Orión
titilan cerca de la Distancia Pura.
Como los alacalufes ya no cazan,
los perros inseparables trabajadores
en la captura de la nutria- participan
de la miseria general. ¡Polícía de aseo
de los excrementos!
No tardan en morir de inanición.
Tristísimo verlos agonizando
en el barro; pelados, descarnados,
despedazados vivos por sus congéneres.
Ni dalias, ni cactus,
ni avellanos. Ni el aroma del ciprés.
Tampoco la frescura del álamo.
Sólo
silbos de pájaros cordiales, alturas
vegetales que oran en silencio
y huellas de seres distantes como
barcos.
Ahí, padres,
hubo la aritmética del mar,
la astrología del miedo
y bramidos de guerra en la telegrafía
irremediable de la noche.
Cuando terminó su prédica John
Lawrence, vino a mí una yámana
y me habló:
Todo esto
ya nos lo había dicho Watauinewa Sef,
El Eterno en el Espacio de Arriba.
Él observa nuestros actos:
Que cada cual trabaje con esmero,
que nadie robe al otro,
que cada uno se conduzca
como es la buena costumbre de los yámanas.
Señor, matadme, si queréis.
(Pero, señor, ¡no me matéis!)
Señor dios, por el sol sonoro,
por la mariposa de oro,
por la rosa con el lucero,
los corretines del sendero,
por el pecho del ruiseñor,
por los naranjales en flor,
por la perlería del río,
por el lento pinar umbrío,
por los recientes labios rojos
de ella y por sus grandes ojos…
¡Señor, Señor, no me matéis!
¡Venid, siglos venideros,
tened! Y ahora, huid, volad,
que ya os volveré a cojer
antes de vuestro final.
Quisiera que mi vida
se cayera en la muerte,
como este chorro alto de agua bella
en el agua tendida matinal;
ondulado, brillante, sensual, alegre,
con todo el mundo diluido en él,
en gracia nítida y feliz.
¿Qué me copiaste en ti,
que cuando falta en mí
la imagen de la cima,
corro a mirarme en ti?
En el balcón, un instante
nos quedamos los dos solos.
Desde la dulce mañana
de aquel día, éramos novios.
«El paisaje soñoliento
dormía sus vagos tonos,
bajo el cielo gris y rosa
del crepúsculo de otoño.»
Le dije que iba a besarla;
bajó, serena, los ojos
y me ofreció sus mejillas,
como quien pierde un tesoro.
¡Su desnudez y el mar!
Ya están, plenos, lo igual
con lo igual.
La esperaba,
desde siglos el agua,
para poner su cuerpo
solo en su trono inmenso.
Y ha sido aquí en Iberia.
La suave playa céltica
se la dio, cual jugando,
a la ola del verano.
¡Qué difícil es unir
el tiempo de frutecer
con el tiempo de sembrar!
(El mundo jira que jira,
ruedas que nunca se unen
en una rueda total)
¡Un solo día de vida,
un día completo y todo,
que no se acabe jamás!
Arriba canta el pájaro
y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo,
se me abre el alma).
¡Entre dos melodías,
la columna de plata!
Hoja, pájaro, estrella;
baja flor, raíz, agua.
¡Entre dos conmociones,
la columna de plata!
¡Allá va el olor
de la rosa!
¡Cójelo en tu sinrazón!
¡Allá va la luz
de la luna!
¡Cójela en tu plenitud!
¡Allá va el cantar
del arroyo!
¡Cójelo en tu libertad!
Andando, andando.
Que quiero oír cada grano
de la arena que voy pisando.
Andando.
Dejad atrás los caballos,
que yo quiero llegar tardando
(andando, andando)
dar mi alma a cada grano
de la tierra que voy rozando.
Siempre yo penetrándote,
pero tú siempre virgen,
sombra; como aquel día
en que primero vine
llamando a tu secreto,
cargado de afán libre.
¡Virgen oscura y plena,
pasada de hondos iris
que apenas se ven; toda
negra, con las sublimes
estrellas, que no llegan
(arriba) a descubrirte!
Por fuera luz de plata,
por dentro fuego rojo,
como los cuerpos mundos
del eterno tesoro.
Nada me importa vivir
con tal de que tú suspires,
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Nada me importa morir
si tú te mantienes libre
(por tu imposible yo,
tú por mi imposible)
Cada hora mía me parece
el agujero que una estrella
atraída a mi nada, con mi afán,
quema en mi alma.
Y ¡ay, cendal de mi vida,
agujereado como un paño pobre,
con una estrella viva viéndose
por cada májico agujero oscuro!
No sé con qué decirlo,
porque aún no está hecha
mi callada palabra.
La media puesta de sol
tiñe con su grana de oro
mi otro medio corazón.
Yo no seré yo, muerte,
hasta que tú te unas con mi vida
y me completes así todo;
hasta que mi mitad de luz se cierre
con mi mitad de sombra
–y sea yo equilibrio eterno
en la mente del mundo:
unas veces, mi medio yo, radiante;
otras, mi otro medio yo, en olvido–.
¡Color que, un momento, el humo
toma del sol que lo pasa;
vida mía, vida mía,
fugaz y coloreada!
Pajarillo cojido, de tu pecho dulce
por el águila negra de la muerte,
¡cómo me miras con tu ojito triste!
(negro plenor sangriento de luz débil).
Desde debajo de la garra inmensa,
que para siempre ya le tiene
y afirmado, mientras la desafía
la vasta sombra que su vista emprende.
No, esta dulce tarde
no puedo quedarme;
esta tarde libre
tengo que irme al aire.
Al aire que ríe
abriendo los árboles,
amores a miles,
profundo, ondeante.
Me esperan las rosas
bañando su carne.
Cuando tú quieras, muerte.
Te he vencido.
¡Qué poquito
puedes ya contra mí!
Por el mar vendrán
las flores del alba
(olas, olas llenas
de azucenas blancas),
el gallo alzará
su clarín de plata.
(¡Hoy! te diré yo
tocándote el alma)
¡O, bajo los pinos,
tu desnudez malva,
tus pies en la tierna
yerba con escarcha,
tus cabellos verdes
de estrellas mojadas!
Lo que queráis, señor;
y sea lo que queráis.
Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
que sea lo que queráis.
Si queréis que entre los cardos
sangre hacia las insondables
sombras de la noche eterna,
que sea lo que queráis.
Días negros cual los días
de parada indiferencia
de dios antecreador.
(Todo duro, entero todo,
en mole de un orden negro,
como un yo tan sólo yo.)
De pronto, un día de gracia,
todo me ve con mis ojos,
me parto en mundos de amor.
Ya se dijeron las cosas más oscuras.
También las más brillantes.
Ya se enlazaron las palabras como
cabellos, seda y oro en una misma trenza
—adorno de tu espalda transparente—.
Ahora,
tan bella como estás,
recién peinada,
quiero tomar de ti lo que más amo.
A mano amada,
cuando la noche impone su costumbre de insomnio
y convierte
cada minuto en el aniversario
de todos los sucesos de una vida;
allí,
en la esquina más negra del desamparo, donde
el nunca y el ayer trazan su cruz de sombras,
los recuerdos me asaltan.
A qué mirar, a qué permanecer
seguros
de que todo que es así, seguirá
siendo… Jamás pudo
ser de otra forma, compacto
y duro,
este —perfecto en su cadencia—
mundo.
Preferible es no ver. Meter las manos
en un oscuro
panorama, y no saber
qué es esto que aferramos, en un puro
afán de incertidumbre, de mentira.
Nada te importa la verdad,
y eso no basta para ser poeta.
Para ganar las cimas del Olimpo
confías en tus amigos:
tantos y tan tontos
que acabaron metiéndote en sus antologías.
¿O lo hicieron adrede?
En cualquier caso,
merced a sus esfuerzos
tu estupidez —antes
celebrada tan sólo entre iniciados—
ya es pública y notoria.
Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más, en ocasiones.
Tardes hay, sin embargo,
en las que manoseo las palabras,
muerdo sus senos y sus piernas ágiles,
les levanto las faldas con mis dedos,
las miro desde abajo,
les hago lo de siempre
y, pese a todo, ved:
no pasa nada.
Cuando nada sucede,
y el verano se ha ido,
y las hojas comienzan a caer de los árboles,
y el frío oxida el borde de los ríos
y hace más lento el curso de las aguas;
cuando el cielo parece un mar violento,
y los pájaros cambian de paisaje,
y las palabras se oyen cada vez más lejanas,
como susurros que dispersa el viento;
entonces,
ya se sabe,
es lo que pasa:
esas hojas, los pájaros, las nubes,
las palabras dispersas y los ríos,
nos llenan de inquietud súbitamente
y de desesperanza.
Poeta de lo inefable.
Logró expresar finalmente
lo que nunca dijo nadie.
Lo condenaron a muerte.
Alga quisiera ser, alga enredada,
en lo más suave de tu pantorrilla.
Soplo de brisa contra tu mejilla.
Arena leve bajo tu pisada.
Agua quisiera ser, agua salada
cuando corres desnuda hacia la orilla.
Sol recortando en sombra tu sencilla
silueta virgen de recién bañada.
Aquel tiempo
no lo hicimos nosotros;
él fue quien nos deshizo.
Miro hacia atrás.
¿Qué queda de esos días?
Restos, vida quemada, nada.
Historia: escoria.
Un hombre lleno de febrero,
ávido de domingos luminosos,
caminando hacia marzo paso a paso,
hacia el marzo del viento y de los rojos
horizontes —y la reciente primavera
ya en la frontera del abril lluvioso…—
Aquí, Madrid, entre tranvías
y reflejos, un hombre: un hombre solo.
Siempre alguna mujer me llevó de la nariz
(para no hacer mención de otros apéndices).
Anillado
como un mono doméstico,
salté de cama en cama.
¡Cuánta zalema alegre,
qué equilibrios tan altos y difíciles,
qué acrobacias tan ágiles,
qué risa!
Como llevaba trenza
la llamábamos trencita en la tarde del jueves.
Jugábamos a montarnos en ella y nos llevaba
a una extraña región de la que nunca volveríamos.
Porque es casi imposible abandonar
aquel olor a tierra de su cabello sucio,
sus ásperas rodillas todavía con polvo
y con sangre de la última caída
y, sobre todo,
la nacarada nuca donde se demoraban
unas gotas de luz cuando ya luz no había.
Acusado por los críticos literarios de realista,
mis parientes en cambio me atribuyen
el defecto contrario;
afirman que no tengo
sentido alguno de la realidad.
Soy para ellos, sin duda, un funesto espectáculo:
analistas de textos, parientes de provincias,
he defraudado a todos, por lo visto;
¡qué le vamos a hacer!
Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río.
A eso de las siete cruzó el cielo
una lenta avioneta, y ni los niños
la miraron.
Cruzas por el crepúsculo.
El aire
tienes que separarlo casi con las manos
de tan denso, de tan impenetrable.
Andas. No dejan huellas
tus pies. Cientos de árboles
contienen el aliento sobre tu
cabeza. Un pájaro no sabe
que estás allí, y lanza su silbido
largo al otro lado del paisaje.
La axila vegetal, la piel de leche,
espumosa y floral, desnuda y sola,
niegas tu cuerpo al mar, ola tras ola,
y lo entregas al sol: que le aproveche.
La pupila de Dios, dulce y piadosa,
dora esta hora de otoño larga y cálida,
y bajo su mirada tu piel pálida
pasa de rosa blanca a rosa rosa.
Aquí paz,
y después gloria.
Aquí,
a orillas de Francia,
en donde Cataluña no muere todavía
y prolonga en carteles de «Toros à Ceret»
y de «Flamenco’s Show»
esa curiosa España de las ganaderías
de reses bravas y de juergas sórdidas,
reposa un español bajo una losa:
paz
y después gloria.
Cuando es invierno en el mar del Norte
es verano en Valparaíso.
Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen
con jirones de niebla y de hielo en sus cabos,
mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico
Sur bellas bañistas.
Ese lugar que tienes,
cielito lindo,
entre las piernas,
ese lugar tan íntimo
y querido,
es un lugar común.
Por lo citado y por lo concurrido.
Al fin, nada me importa:
me gusta en cualquier caso.
Ciudad de sucias tejas soleadas:
casi eres realidad, apenas nido
sólo un rumor, un humo desprendido,
de las praderas verdes y asombradas.
Luego hay hombres de vidas apretadas
a tu destino semiderruido
y muchachas que crecen entre el ruido
cual si estuvieran entre amor sembradas.
Amor mío:
el tiempo turbulento pasó por mi corazón
igual que, durante una tormenta, un río pasa bajo un puente:
rumoroso, incesante, lleva lejos
hojas y peces muertos,
fragmentos desteñidos del paisaje,
agonizantes restos de la vida.
Ahora,
todo ya aguas abajo
—luz distinta y silencio—,
quedan sólo los ecos de aquel fragor distante,
un aroma impreciso a cortezas podridas,
y tu imagen entera, inconmovible,
tercamente aferrada
—como la rama grande
que el viento desgajó de un viejo tronco a
la borrosa orilla de mi vida.